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El nuevo presidente electo de Argentina, Alberto Fernande, hace el símbolo de la victoria en Buenos Aires. Amilcar Orfali/Getty Images

Un repaso a los desafíos que tendrá que abordar el nuevo gobierno argentino y cómo la moderación de su presidente electo, Alberto Fernández, podría jugar a su favor.

Más devota de Evita que de Perón, la ex presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner parece haber aprendido, sin embargo, que el pragmatismo del general casi siempre termina imponiéndose en la política frente al idealismo del mito popular. Hace apenas seis meses, Mauricio Macri se las prometía felices para quedarse en la Casa Rosada otros cuatro años. A Kirchner se le acumulaban los procesos judiciales por corrupción y los sondeos seguían mostrándole su insalvable techo electoral, insuficiente para batir a Macri en una segunda vuelta. Cristina tal vez pensara entonces en aquella máxima de Perón que recomendaba anteponer la “doctrina justicialista” a los propios conductores del movimiento.Y en una jugada estratégica que desconcertó a sus adversarios, la ex mandataria renunció a su candidatura presidencial en favor de su antiguo jefe de Gabinete, Alberto Fernández, un peronista sin carisma y con una larga trayectoria política a sus espaldas.

Fernández (60 años) derrotó a Macri en la primera vuelta de las elecciones del 27 de octubre (48% frente al 40%) y se colocará la banda presidencial el 10 de diciembre. Cristina estará a su lado como flamante vicepresidenta de un nuevo gobierno peronista. Pero el Frente de Todos (la coalición que unificó a buena parte del peronismo para los comicios) no supondrá la vuelta del kirchnerismo al poder. Al menos, no del último kirchnerismo, aquel que representó precisamente Cristina (2007-2015). En todo caso, se parecerá más al primero, el de Néstor Kirchner (2003-2007), un gobierno transversal y celoso del equilibrio fiscal.

El peronismo que llega ahora al poder tras cuatro años de políticas neoliberales exacerbadas tendrá una impronta mixta, con algunos rasgos kirchneristas pero con un conductor que prefiere el diálogo a la épica. El “vamos a volver” que cantaban los jóvenes de La Cámpora (la agrupación juvenil kirchnerista) en la noche electoral fue matizado en su discurso por un Fernández que aseguró haber vuelto “para ser mejores”. En otras palabras, para ser diferentes a los últimos cuatro años de Cristina en el poder, marcados por el enfrentamiento y la polarización. La ascendencia de Ernesto Laclau, el gran teórico del populismo que tanto admiraban los Kirchner, irá desvaneciéndose  durante los próximos años en Argentina para dejar paso a un posibilismo político en el que el peronismo también sabe moverse a la perfección. Porque Fernández, antes que un líder con magnetismo entre las masas, como lo sigue siendo Cristina, es un operador político, un hombre abonado al consenso y la moderación. Un perfil que encaja con ese Néstor Kirchner de 2003 desconocido por el gran público o incluso con su predecesor, Eduardo Duhalde.

Fernández fue la mano derecha de Néstor Kirchner durante su mandato presidencial. Ocupó el cargo más relevante del ejecutivo, la jefatura del Gabinete de Ministros, una suerte de primer ministro en Argentina. Cuando Cristina sucedió a Néstor en el poder, en diciembre de 2007, confirmó a Fernández en el puesto pero este dimitió a mediados de 2008 por la denominada “crisis del campo”, el pulso que el poderoso sector agroindustrial le ganó al Gobierno tras rechazar una subida en las retenciones a la exportación de la soja y otros productos agrícolas. Desde entonces, Fernández fue distanciándose poco a poco de Cristina. El destino les ha vuelto a unir ahora en una misión que a principios de año parecía imposible: agrupar a un peronismo fragmentado y hundido emocionalmente tras la severa derrota sufrida en los comicios legislativos de 2017. El Frente de Todos, una plataforma instrumental, consiguió reunir a casi todas las familias peronistas. Los principales gobernadores del movimiento adhirieron a una fórmula presidencial que parecía resolver el dilema del regreso al poder. Cristina Kirchner seguía en juego (con todo su carisma y su capital político, cercano al 35%) y Alberto Fernández otorgaba el grado de moderación necesario para atraer a los sectores críticos con el kirchnerismo. Como el mismo presidente electo dijo en su momento, “con Cristina no alcanza y sin ella no se puede”. Fue esa capacidad de Fernández para lograr consensos la que hizo posible que Sergio Massa (otro ex jefe de Gabinete de Cristina alejado de la ex presidenta) accediera a formar parte del Frente de Todos y renunciara a su propia candidatura. Ese fichaje fue crucial para el éxito de la estrategia. Massa, representante del ala moderada del peronismo, fue el tercero en discordia en las elecciones de 2015. Sus votos impidieron entonces la victoria del candidato kirchnerista, Daniel Scioli, frente a Macri. Solo un pequeño sector peronista, encabezado por el ex ministro de Economía Roberto Lavagna (artífice curiosamente del “milagro económico” en la etapa de Néstor Kirchner), se desmarcó del Frente de Todos. Y apenas superó el 6% de los votos.

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La vicepresidenta electa de Argentina, Cristina Fernandez, y su hijo Maximo Kirchner (al fondo, a la izquierda) en la sede del partido peronista en Buenos Aires. ALEJANDRO PAGNI/AFP via Getty Images

Fernández tendrá que gestionar a partir de diciembre esa unidad peronista que ha logrado urdir junto a Cristina Kirchner. Una de las grandes incógnitas de la próxima legislatura será ver qué papel juega la actual senadora. En un sistema tan presidencialista como el argentino, la figura del vicepresidente no tiene peso en el poder ejecutivo. Para Fernando González, columnista del diario Clarín, a Alberto Fernández no le será fácil “despegarse de un kirchnerismo del que ha sido parte”. Sí ha tratado de hacerlo de ese kirchnerismo corrupto que purga condenas en prisión (el ex vicepresidente Amado Boudou, el ex ministro Julio de Vido, etcétera). Fernández alardea de que, al contrario que la mayoría de los ex dirigentes K, él nunca ha recibido una demanda judicial. De momento, Cristina no ha intervenido en la confección del equipo de transición del presidente electo. Ahí destaca el nombre de Santiago Cafiero, miembro de una estirpe peronista (su abuelo Antonio Cafiero fue presidente del Partido Justicialista) y hombre de la máxima confianza de Fernández. Cristina Kirchner parece haberle dado vía libre a su socio político para que arme el gobierno a su antojo. Consciente de que ya no volverá a ser la presidenta que una vez ganó con el 54% de los votos (2011) y de que su figura genera tanto amor como odio en la ciudadanía, la vicepresidenta electa no pierde la esperanza de que su hijo Máximo, hoy diputado nacional, lleve de nuevo el apellido Kirchner a la Casa Rosada cuando Alberto Fernández concluya su mandato.

De momento, el neokirchnerismo sí gobernará con manos libres en la populosa provincia de Buenos Aires, donde el ex ministro de Economía Axel Kicillof, un dirigente K surgido del riñón de Cristina, batió a la actual gobernadora macrista, María Eugenia Vidal. Los kirchneristas estarán también muy presentes en un Congreso donde el oficialismo y la oposición conservadora tienen fuerzas similares. En ese espacio de la derecha se va a librar una batalla por el liderazgo. Macri ha sugerido que ejercerá como jefe de la oposición, aunque sus armas políticas se vean muy mermadas al no ostentar cargo institucional alguno. A su favor pesa el hecho de haber logrado el 40% de los votos con una economía muy maltrecha. Frente a él se alza la figura emergente del alcalde de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, un taimado político apostado siempre a la sombra de Macri y que el 27 de octubre revalidó su cargo con un arrollador 55% de los votos. La ciudad de Buenos Aires, siempre tildada de gorila (antiperonista) es el bastión del PRO (Propuesta Republicana), el partido que Macri convirtió en una máquina de guerra electoral, imbatible en la capital. La derrota de Vidal -la que fuera gran esperanza blanca de la derecha argentina- en la provincia de Buenos Aires (que concentra casi el 40% del padrón electoral), deja a Rodríguez Larreta como hombre fuerte de la oposición.

El triunfo electoral del peronismo, impensable hace seis meses, traerá a partir de diciembre un nuevo rumbo político y económico en Argentina. Si Cambiemos, la coalición conservadora que encabezó Macri en 2015 (hoy  rebautizada como Juntos por el Cambio), se lamentó entonces de la “pesada herencia” del kirchnerismo, el cuadro que deja ahora el ex presidente de Boca Juniors es el de un país al borde de la quiebra. Alberto Fernández recibirá una economía en recesión y con una inflación superior al 50% (el doble que en 2015), con cuatro millones más de pobres (35% de la población), una devaluación constante del peso y una deuda externa desorbitada. En abril de 2018 y ante la imposibilidad de financiarse más en los mercados internacionales, Macri recurrió al FMI y obtuvo el mayor crédito otorgado en la historia del organismo multilateral: 57.000 millones de dólares. Pero ni siquiera ese gran balón de oxígeno fue suficiente para aliviar la agonía argentina.

En 2003, cuando Alberto Fernández trabajó junto a Néstor Kirchner en la Casa Rosada, Argentina ya había comenzado a respirar tras la debacle de 2001. El presidente Duhalde había encauzado una economía que Kirchner se encargó de llevar a la excelencia (superávit gemelos, pago de la deuda, inflación de un dígito, bajo desempleo, etcétera). Néstor Kirchner impuso una política impositiva muy rígida, ajustó el gasto público y generó la creación de empleo, con el consiguiente estímulo al consumo. Pero fue el progresivo aumento de la cotización internacional de materias primas como la soja lo que provocó el éxito económico de su gestión. En la recta final de su mandato, las exportaciones del oro verde argentino, principalmente a China, llenaron las arcas del Estado a través de las retenciones aplicadas a los beneficios de los exportadores. Pero la situación actual difiere mucho de aquella. La cotización de las materias primas es hoy mucho más baja que hace una década y la política fiscal aplicada por Macri, mucho más laxa que la de la era kirchnerista. A Fernández le ha aupado al poder una clase media muy castigada en la era Macri por los continuos ajustes, la subida de las tarifas domésticas, la devaluación del peso y una inflación que no ha dado tregua en cuatro años. Si la economía (y el bolsillo de los ciudadanos) no mejora, la euforia que ha desatado la vuelta al poder del peronismo se evaporará en pocos meses. Para revertir la situación, el presidente electo tendrá que hacer encaje de bolillos.

Entre las medidas que Fernández ya ha dejado entrever figura un posible acuerdo de precios y salarios durante un periodo de 180 días. Guillermo Nielsen, uno de los referentes económicos de Fernández, lo explicaba así en una entrevista al diario brasileño Valor: “Se propondrá un acuerdo social para reducir los niveles de inflación lo antes posible. Será un acuerdo de precios y salarios muy importante para moderar la inflación, que es uno de los grandes problemas de Argentina”. La reducción de los altos tipos de interés (por encima del 60% en la actualidad) y el mantenimiento de un tipo de cambio competitivo serán también objetivos del gobierno de Fernández. Su principal reto a corto plazo será renegociar la deuda con el FMI. El presidente electo ha enviado mensajes tranquilizadores a la nueva directora-gerente, Kristalina Georgieva, en el sentido de que Argentina cumplirá con sus compromisos, aunque no en los plazos acordados previamente. La Casa Blanca, que apostó por la continuidad de Macri en el poder, no ha tardado en recordarle a Fernández que toda renegociación tiene que estar bien fundamentada. El secretario del Tesoro de Estados Unidos, Steven Mnuchin, lo expresaba así hace unos días para dejarle claro al próximo mandatario argentino quién manda en el Fondo: “Argentina tiene un compromiso con el FMI. Nuestra expectativa es que este gobierno cumpla con ese compromiso, y si solicita cambios, como cualquier otro país, el FMI considerará su solicitud como parte de su plan económico”.

Para generar todos esos dólares de los que ahora carece, Fernández y su equipo volverán a poner una vela en el mismo lugar donde ya la pusieron Cristina Kirchner y Mauricio Macri: la gran reserva de gas y petróleo no convencional de Vaca Muerta. Un yacimiento de 30.000 kilómetros cuadrados que se extiende por varias provincias del centro de Argentina y del que hasta ahora solo se explota un 5% de su capacidad. El líder peronista ha avanzado que impulsará un proyecto de ley para promover nuevas inversiones en esos yacimientos.

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Una persona sin hogar duerme a lado de una parez con propganda electoral peronista en Buenos Aires. Marcos Brindicci/Getty Images

Fernández llegará al poder en pleno proceso de convulsiones sociales en América Latina. El gobierno derechista de Sebastián Piñera afronta en el vecino Chile una gigantesca protesta social contra la desigualdad enquistada en el país desde los tiempos de Augusto Pinochet. Y el Brasil de Jair Bolsonaro le ha recibido con cara de perro y amenaza con reventar una sólida relación comercial de décadas a través del Mercosur. Brasil es el principal socio comercial de Argentina (representa el 18% de sus exportaciones y el 24% de sus importaciones, según datos de la consultora Ecolatina). Pese a las declaraciones altisonantes de Bolsonaro (“estamos preparados para lo peor”), ambos países se necesitan mutuamente y las diferencias políticas no tendrían por qué interferir en sus intercambios comerciales. La próxima cumbre del Mercosur, programada para principios de diciembre, servirá para clarificar posturas. Fernández ha evitado responder a las críticas del presidente brasileño. Su moderación juega a favor de un entendimiento bilateral que habría sido muy difícil de mantener con un gobierno kirchnerista de pura cepa.

En busca de nuevos socios políticos en la región, el dirigente peronista eligió México como destino de su primer viaje internacional. Con el izquierdista Andrés Manuel López Obrador tiene más puntos en común que diferencias. México y Argentina emergen como las dos grandes potencias latinoamericanas con gobiernos progresistas frente a la ola neoliberal que irrumpió en la región con el triunfo de Macri en 2015.

Del paso de esa ola por Argentina quedan los restos de un país al borde del abismo, más endeudado, más empobrecido, más injusto. Macri soñó con una nueva hegemonía conservadora que dejara al peronismo en la mesa camilla durante años. Su ceguera social lo condenó. No solo no ha cumplido sus principales promesas (inflación de un dígito, pobreza cero, etcétera) sino que acaba su mandato con una macabra mueca del destino: un cepo cambiario para evitar la fuga de dólares. Su primera medida en diciembre de 2015 fue precisamente eliminar el cepo instaurado por Kirchner en 2011.

El peronismo de las mil caras emerge de nuevo, renacido y vigoroso. Un peronismo que hoy muestra su faz progresista y agita la bandera de la justicia social, aquella que enarboló el primer Perón. Pero tiene otros rostros. Las doctrinas -ya lo dijo el general- no son eternas “sino en sus grandes principios, pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y a las necesidades. Y ello influye en la propia doctrina, porque una verdad que hoy nos parece incontrovertible, quizá dentro de pocos años resulte una cosa totalmente fuera de lugar, fuera de tiempo y fuera de circunstancias”. No hay mejor definición del peronismo.