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Trabajador filipino en Singapur. BOB LOW/AFP via Getty Images

Un recorrido por todo el mundo que evidencia el beneficio económico de las migraciones para los países de destino.

Los efectos positivos de las migraciones no están de moda. El público pide otra cosa y hay que alimentar el discurso securitario de la amenaza. Los efectos de la Gran Recesión, la llegada masiva de refugiados en 2015 y la narrativa contra los inmigrantes como lastre para los servicios y amenaza para la cohesión social se hace eco en parlamentos y gobiernos. Se reduce el debate al fenómeno de la migración irregular y el control fronterizo. Se silencia la contribución a las sociedades y economías de acogida que pueden aportar las personas migrantes. Las migraciones, parte de nuestro ADN como especie, siempre fueron una fuerza transformadora para el desarrollo económico y social y una fuente de riqueza y prosperidad.

Según datos de Naciones Unidas, el número de migrantes en todo el mundo ya casi alcanza los 272 millones y crece a un ritmo mayor que el de la población global. Tan solo una cuarta parte de esa migración internacional obedece a desplazamientos forzados (refugiados y solicitantes de asilo). La mayoría de los migrantes se mueven entre países de la misma región. Las mayores diásporas corresponden a India, México, China, Rusia y Siria. Europa fue el mayor receptor de migración internacional (82 millones), seguida de Norteamérica (59 millones) y el norte de África y Asia occidental (49 millones). Si además estos datos los combinamos con las perspectivas demográficas globales, observamos que la población mundial está envejeciendo a marchas forzadas. En 2018, y por primera vez en la historia, los mayores de 65 años superaron a los niños menores de cinco en todo el mundo. Las primeras consecuencias económicas, son la disminución de la población en edad de trabajar que sostiene los sistemas de protección social, la masa laboral y la recaudación fiscal.

El Fondo Monetario Internacional afirma que el impacto positivo a largo plazo de la migración en el PIB per cápita de las economías receptoras es evidente tanto en el caso de trabajadores cualificados como en el de aquellos con baja cualificación. Entre esos efectos beneficiosos están el incremento de la renta global, la mejora del nivel de vida, el aumento de la productividad laboral o la contribución al ingreso medio de los asalariados. El talento y conocimiento de los más cualificados, como la mano de obra barata en sectores no demandados por la población autóctona, complementan de manera positiva el mercado laboral de destino. Esta complementariedad es sobre todo visible en las sociedades más envejecidas y con alto nivel educativo. El impacto positivo va más allá de estimaciones estáticas o ganancias fiscales (la diferencia entre sus contribuciones fiscales y los servicios sociales que reciben) y alcanzaría indirectamente a la productividad agregada de la economía. La integración puede ser un proceso lento y difícil, sobre todo si la entrada en el mercado laboral está plagada de obstáculos, pero transformar la inmigración es un activo económico para las políticas activas de integración (aprendizaje de la lengua y cultura, homologación de titulaciones, acceso al mercado laboral, apoyo a la educación profesional y al emprendimiento, etcétera).

Las migraciones familiares son un importante vector de integración y los retrasos en la reunificación familiar suponen una desventaja futura para cónyuges e hijos del migrante principal, un obstáculo para su desarrollo y un retraso en cuanto a la aportación futura a la sociedad de acogida. Así lo señala un documento de la OCDE sobre Perspectivas de Migraciones Internacionales de 2019 que analiza también y, por primera vez, la contribución de los migrantes temporales en un sentido amplio, es decir, incluyendo estudiantes, familiares acompañantes, trabajadores transfronterizos o expatriados. A pesar de la dificultad de medir este conjunto por su diferente naturaleza, duración y proyecto migratorio, los efectos son siempre positivos.

En algunas economías desarrolladas, los migrantes aportan entre el 15 y el 20% de la población en edad de trabajar (por ejemplo en España, Holanda o Gran Bretaña), llegando al 30% en Australia o Nueva Zelanda y casi al 40% en Suiza. Según el FMI, entre 1990 y 2015, los inmigrantes representaron la mitad del crecimiento de la población en edad laboral de las economías avanzadas. Sin el aporte de los migrantes, estas no dispondrían de una masa laboral futura. Algunos economistas cuantifican este beneficio, como George Borjas que estimaba en 2013 que la presencia de trabajadores migrantes (incluidos los irregulares) hacía que la economía estadounidense creciese un 11% cada año, o Lant Pritchett que asegura que eliminar las barreras a la inmigración duplicaría el PIB mundial.

 

África y las migraciones interiores

África es un continente de migración mayoritariamente interior. Mientras las regiones occidental y meridional son aquellas de destino migratorio, el Magreb se consolida como área de tránsito y origen de personas migrantes hacia Europa. A pesar de todas las dificultades, África también ofrece casos de integración regional y buenas prácticas.  Por ejemplo, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y la Comunidad de África Oriental (CAO) han establecido pasaportes regionales y suprimido los visados entre Estados miembros.

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Migrantes nigerinos en Costa de Marfil. SIA KAMBOU/AFP/Getty Images

En Costa de Marfil, un país de alta inmigración laboral, con casi el 10% de la población nacida en el extranjero, a pesar de la ausencia de políticas públicas de integración, los inmigrantes tienen derechos civiles, económicos y sociales casi idénticos a los de los nacionales. Se trata de una inmigración mayoritariamente masculina y pobre, que ocupa puestos de trabajo precarios e irregulares y en un 50% analfabeta o sin educación básica. Según un informe conjunto de la OIT, la OECD y UE, los efectos positivos de la inmigración en la economía marfileña, aunque limitados, son evidentes en el mercado laboral, eminentemente agrario, donde la inmigración no supone ni pérdida de empleo ni menores ingresos para la población local. En la vecina Ghana, la contribución de los inmigrantes al PIB se estimó en 1,5%, existiendo una buena complementariedad del mercado laboral entre locales e inmigrantes. Además, la contribución de los migrantes al saldo fiscal excede la contribución de la población nativa, ya que el gasto social que conllevan los inmigrantes suele ser menor que el de los nacionales. En sectores altamente productivos como la minería y el comercio, los extranjeros y los nativos interactúan y se complementan bien.  En Suráfrica, la economía más desarrollada del continente en la que predomina el sector servicios, la contribución de los inmigrantes a la economía es considerable. Con una alta tasa de empleo, mejoran la renta per cápita del país y la balanza fiscal al pagar más impuestos que los trabajadores locales. Según el Banco Mundial, son más emprendedores y promueven el crecimiento económico. Se calcula que cada trabajador inmigrante generó aproximadamente dos puestos de trabajo para los surafricanos en el periodo 1996-2011.

 

América: tierra de oportunidades, sobre todo en el Norte

Entre los países de la OCDE, destaca el grado de integración en Canadá. Los inmigrantes de origen europeo eran la mayoría hasta mediados del pasado siglo, pero hoy en día predominan indios, chinos o filipinos. Se trata de una población cualificada, el 60% con titulación de educación secundaria o universitaria. La percepción positiva de la migración por parte de los canadienses refleja el esfuerzo público por asociar el progreso del país a la inmigración. El informe de 2016 “Inmigración, propiedad y empleo en Canadá” concluye que el porcentaje de empresarios y propietarios es más alto en la población inmigrante. Un estudio reciente sobre rendimiento escolar afirma que hay mayores tasas de graduados de secundaria y universitarios entre hijos de inmigrantes que entre la población nativa.

En Estados Unidos, primer receptor mundial de inmigrantes, a pesar del discurso xenófobo de Donald Trump, la inmigración es parte integral del crecimiento económico como señala un informe de la National Academy of Sciences de 2017. La entrada de mano de obra ha ayudado a reducir la carga del desempleo y la inmigración altamente cualificada, ha impulsado la capacidad nacional de innovación, emprendimiento y cambio tecnológico. La investigación concluye que las perspectivas de crecimiento económico a largo plazo se verían muy mermadas sin la contribución de esta migración altamente cualificada. Ésta es parte de su marca de país.

 

Asia: un continente en continuo movimiento

Según la ONU, en 2017, de los 258 millones de migrantes internacionales en todo el mundo, 106 millones (más del 40%) nacieron en Asia. De los 25 principales destinos migratorios en 2017, destacan varios países asiáticos como Singapur o los Estados del Golfo con porcentajes elevadísimos de inmigrantes respecto a la población local y cuyas economías dependen de la inmigración para su supervivencia. Los Emiratos Árabes Unidos, con casi un 90% de extranjeros (la mayoría de India, Bangladesh y Pakistán) practican una política activa de atracción de mano de obra que contribuyen a sostener el crecimiento económico y el alto nivel de vida. La kafala es un sistema de contratación y control de trabajadores temporales de baja cualificación que desde los años 70 permite contratar a extranjeros sobre todo para la construcción y el trabajo doméstico, en un régimen casi feudal. Este es un ejemplo de aportación exclusivamente económica sin integración social alguna en el país de destino.

En Australia, según datos del Migration Council, el impacto económico de la inmigración es patente no sólo en el crecimiento poblacional, sino en la participación laboral, en el empleo y en la productividad. Para una población de 38 millones en 2050, se estima que la migración aportará el 15,7% de la población activa y el 5,9% del crecimiento del PIB per cápita.

 

Europa: quitarse la venda del discurso securitario 

Un Estado de emigración histórica y gobernado por un partido ultranacionalista y antimigración como Polonia se ha convertido en un destino migratorio dentro de la UE. Este país sorteó la Gran Recesión de 2008 en gran parte gracias a la inmigración, en este caso blanca, eslava y cristiana, al gusto del Partido Ley y Justicia. Entre 1990 y 2017 la mayoría de migrantes provenían de Ucrania, Alemania, Bielorrusia y Lituania o eran de origen polaco que retornaban a la madre patria. El gran número de ucranianos que escapan del conflicto con Rusia y nacionales de las antiguas repúblicas soviéticas han apuntalado el mercado laboral, la competitividad, el sector inmobiliario y el consumo interno. Según un informe del Banco Mundial, el aumento del nivel de vida acabará atrayendo a gran parte de la diáspora polaca, incluidos los dos millones que emigraron a Europa occidental tras la entrada en la UE.

Este recorrido algo aleatorio por todo el planeta muestra el evidente beneficio económico para los países de destino, pero ¿a qué precio? Las estadísticas macroeconómicas pasan por alto las penurias y la vulnerabilidad de muchos migrantes. Tampoco abordan la cuestión de la redistribución de esa riqueza añadida que aportan los migrantes, ni la lucha contra las desigualdades, tanto a nivel regional y global entre Estados como en las propias sociedades de destino. Como propone el Overseas Development Institute, la migración debería verse a través de tres prismas, el de la inversión en sociedades futuras interconectadas, la innovación a la hora de gestionar iniciativas que maximicen esos beneficios de la movilidad y las políticas inclusivas, que amplíen los derechos y oportunidades de todas las personas migrantes. Empezar por cambiar la narrativa sobre personas migrantes es tan justo como objetivo.