La transición democrática en Myanmar tiene nombre de mujer. Aung San Suu Kyi, la premio Nobel de la Paz y líder de facto del país asiático desde su victoria en los comicios del pasado otoño, acapara la fotografía del cambio. Pero más allá de “La Dama” las mujeres continúan siendo excluidas en la construcción de la paz. Poco más de un 7% de los integrantes de las mesas de diálogo entre el Gobierno y el Ejército birmano y las guerrillas étnicas son mujeres. ¿Es posible fraguar así una paz duradera?

Una mujer birmana de la etnia Pa'O espera con su hijo la llegada de Aung San Suu Kyi. Ye Aung Thu/AFP/Getty Images
Una mujer birmana de la etnia Pa’O espera con su hijo la llegada de Aung San Suu Kyi. Ye Aung Thu/AFP/Getty Images

“Es imposible construir la paz sin las mujeres. Las mujeres tienen que participar. Nosotras somos víctimas de la guerra, somos parte de los desplazados internos. Las mujeres tenemos que alzar nuestra voz”, responde vehemente Moon Nay Li, portavoz de la Kachin Women’s Association of Thailand (KWAT). Organizaciones de derechos humanos, analistas y Naciones Unidas coinciden con su argumento. “Los estudios demuestran que la participación de las mujeres en el proceso de paz incrementan las posibilidades de un acuerdo duradero (…). Desafortunadamente, hay pocos síntomas de mejoría ya que el nuevo Gobierno no ha confirmado el compromiso de garantizar al menos un 30% de representación femenina”, escribía la relatora especial de la ONU sobre derechos humanos en Myanmar, la profesor Yanghee Lee, pocos días antes de la celebración de la conferencia de paz de Panglong.

El encuentro, convocado por Suu Kyi este mismo mes de septiembre en un guiño histórico a la memoria de su padre y a la alianza étnica que constituyó en 1947 la Unión Birmana, resultó un fiasco a la hora de encarrilar un proceso de paz que ponga fin a más de medio siglo de conflicto. El Ejército Wa (UWSA), el más poderoso de los grupos armados con unos 30.000 soldados, se levantó de la mesa de negociación y las demás guerrillas étnicas continúan reclamando una nueva Carta Magna federal que respete la autonomía de las naciones que componen el Estado, protegiendo su cultura y lengua y garantizando un reparto justo de los recursos naturales. El fin de los enfrentamientos, con los militares del Tatmadaw negándose a ceder los privilegios constitucionales que les garantizan el control del país, se vislumbra todavía muy lejano.

El “diálogo de Panglong del siglo XXI”, como fue bautizado, supuso también una decepción para las mujeres. Como ocurriera en los encuentros precedentes, su papel se redujo al de meras acompañantes con la única misión de rebajar la tensión: tea break. “Las mujeres están en el comedor o en la recepción. Guían a los invitados, reciben a la gente. Su papel es el de reducir tensiones. Su rol no está en las reuniones, sino fuera de la conferencia. Ellas no negocian, no son actores diplomáticos”, advierte uno de los representantes de la Ethnic Armed Organization en un informe publicado por Human Rights Watch. “En Panglong las mujeres no hemos tenido la oportunidad de participar más que como observadoras”, lamenta Moon Nay Li.

 

Las mujeres en la guerra

A lo largo de más de cinco décadas de conflicto armado, las mujeres han jugado un papel protagonista: han sido soldados en la ofensiva y sustento en la retaguardia. Aunque se desconoce la cifra exacta de mujeres combatientes, tanto el Tatmadaw como las guerrillas las han reclutado  para sus ejércitos. Pero aún allí, las mujeres siguen siendo apartadas.

Tras la ruptura de la tregua en 2007, el Kachin Independence Army (KIA) necesitaba nuevos reclutas y encontró en las jóvenes de esta etnia un sinfín de voluntarias. El KIA autorizó su entrenamiento en la academia, pero siguió restringiendo su acceso a la primera línea de fuego. “Las concepciones de género que describen a la mujer como vulnerable y débil están detrás de esta prohibición de acceder a las zonas de combate”, revela la investigadora Jenny Hedström en un reciente estudio que comparte las experiencias de más de una veintena de soldados kachin.

En esta misma época, el Ejército birmano, el temido Tatmadaw, abrió sus puertas, hasta entonces limitadas a su labor con enfermeras, a jóvenes de entre 25 y 30 años, mas las dispensó de acudir al frente de batalla. Sin experiencia, el colectivo no puede crecer en el escalafón militar perpetuando un modelo de techo de cristal replicado por ambos bandos. “Se espera que las mujeres en activo en el KIA se retiren una vez se casen para cumplir con su labor de criar a los hijos. En otras palabras, las mujeres son esposas y madres primero y soldados después”, concluye Hedström.

En la retaguardia, las mujeres son también el sustento de lucha armada. Sin ellas, ésta sucumbiría en meses. Por eso, la violencia sexual se ha convertido en la herramienta más efectiva del Tatmadaw para frenar la resistencia de las guerrillas del norte. Desde 2010, al menos 118 casos de violencia sexual han sido documentados en los dominios étnicos de Birmania, donde residen las minorías shan, kachin, karen, kokang, chin y rohingya, un dato que recoge sólo una porción de todos los abusos cometidos por las fuerzas militares. La cifra real es, a buen seguro, mucho más elevada. La naturaleza generalizada y sistemática de las agresiones sexuales indica un patrón estructural” que podría ser considerado “potencialmente como crímenes contra la humanidad”, denuncia la Women’s League for Burma.

 

Las mujeres en la paz

Pese a tener la tasa de ocupación laboral femenina más alta de Asia y contar con mayor independencia del hombre que en otras sociedades de la región, las mujeres birmanas permanecen alejadas de los centros de decisión. “No ocupamos puestos relevantes en las negociaciones de paz ni en el partidos políticos, pero sí ejercemos un papel de liderazgo en las comunidades”, apunta Htang Kai, de la Kachin Legal Aid Network. “Queremos participar, pero los hombres no permiten la participación de las mujeres en las mesas de negociación”, añade Moon Nay Li.

La discriminación de género, perpetuada a través de las tradiciones, esas que eliminan la palabra vagina del vocabulario y afianzan la creencia de que la menstruación puede robar el hpoun (poder masculino), y la educación, reducen el papel de la mujer a la esfera privada. De los hijos a la cocina. Un papel decorativo que las excluye de las denominadas tareas para hombres: apenas un 3,4% de los agentes de la Myanmar Police Force son mujeres. La propia Constitución avala los nombramientos de hombres “para los puestos que sólo son adecuados para hombres”.

Como consecuencia, su participación laboral se restringe habitualmente a la industria textil, los servicios domésticos y la agricultura, donde enfrentan un grave problema de acceso a la tierra. “La   crucial contribución de las mujeres a la agricultura (que representa un tercio del PIB) es en gran medida ignorada”, aseguraban recientemente en un escrito la representante de la FAO en Myanmar, Bui Thi Lan. Aunque en los últimos años se han puesto en marcha algunas iniciativas internacionales para apoyar el desarrollo económico de las mujeres, menos de un 30% de las empresas del país son propiedad o administradas por mujeres, y de media perciben un salario un 30% inferior: si un campesino gana al día entre 3.000 y 3.500 kyats (entre 2 y 2,5 euros) trabajando la tierra, una mujer recibirá entre 2.000 y 2.500 kyats (entre 1,4 y 1,8 euros).

Aunque la normativa constitucional no limita su participación política, lo cierto es que el peso de las mujeres en la política es también minúsculo. De hecho, tras los históricos comicios de 2015, la representación parlamentaria del colectivo femenino se sitúa en un pírrico 13%, un éxito comparado con el 4,6% que existían hasta entonces, pero todavía muy lejos del 30% reclamado por la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Cedaw).

El gabinete para la transformación democrática del país presentado por Suu Kyi el pasado mes de abril sólo incluye una mujer: ella misma. Eso sí, con poderes casi plenipotenciarios para cambiarlo todo, aunque hasta el momento “Mama Suu”, como se la conoce popularmente, ha dejado de lado cualquier reforma encaminada a reducir la brecha de género. Como tampoco habla de los derechos de los crímenes cometidos por los militares ni del genocidio de la minoría musulmana rohingya. La premio Nobel de la Paz es consciente del frágil equilibrio que sustenta la democracia disciplinada que aún hoy es Myanmar. Los derechos de las mujeres y de las minorías son todavía un peaje a pagar en nombre de la democracia.