DesglobaTrump
Una bandera de Estados Unidos muestra al presidente Trump en Michigan. (Scott Olson/Getty Images)

Aunque el término es reciente, la ralentización de la globalización se viene produciendo desde hace años. ¿Cuáles son las claves para entenderla?

La globalización se ha convertido en el chivo expiatorio de todos los males. A los “tradicionales” movimientos antiglobalización, que asocian el proceso al avance imparable de un capitalismo salvaje y descontrolado, se han sumado más recientemente los populismos de todo corte –sobre todo los de ultraderecha-, que han encontrado en ella la bandera a la que amarrar su discurso nacionalista, proteccionista y xenófobo.

Una de las víctimas más visibles de esta tendencia es el libre comercio. Después de décadas de dominio como doctrina global, el proteccionismo vuelve a campar a sus anchas; como telón de fondo, el debate sobre la guerra comercial, impulsada ahora –qué paradoja-, por el antiguo adalid del multilateralismo, el propio Estados Unidos. Aunque hayan evolucionado a ritmos diferentes, la globalización y el orden liberal nacido tras la II Guerra Mundial han ido de la mano, y su futuro, tal como lo hemos conocido, está claramente amenazado.

Detrás queda la mayor etapa de progreso que ha conocido la Humanidad. El mundo hoy es mucho más rico –el PIB global se ha multiplicado por 62 desde 1960-; menos analfabeto –más del 86% de los adultos está alfabetizado-; más longevo –la esperanza de vida global ha pasado de 52 años en los 60 a más de 72 años en 2017– y más pacífico que a mediados del siglo XX, aunque ha habido un repunte de la violencia en la última década.

Buena parte de esos avances ha tenido que ver con el proceso de globalización que se aceleró en los 90 con la irrupción de Internet y el desarrollo de las tecnologías de la información. Estas facilitaron la comunicación instantánea en todo el mundo y permitieron el ultradesarrollo de la digitalización financiera. El enorme abaratamiento del transporte, incluidas las líneas aéreas de bajo coste, permitieron viajar a millones de personas que antes no se lo habían planteado. Y la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio (OMT), llenó el planeta de mercancías baratas inicialmente, luego cada vez con mayor valor añadido y tecnológico, e hizo posible el mayor milagro económico de nuestro tiempo.

Pero la crisis económica y financiera arrojó un baño de realidad sobre la otra cara de esa globalización: la de la deslocalización de millones de puestos de trabajo, la del aumento de la desigualdad, la de la destrucción sistemática del planeta en aras de fomentar un consumismo global… e insostenible.

La cuestión que surge ahora es si el proceso de ralentización de la globalización al que asistimos –slowbalisation, lo bautizó The Economist– es un fenómeno transitorio y reversible o más bien el fin de un ciclo histórico.

 

La culpa la tiene la guerra comercial.

No solo; venía de antes. Si acaso, la guerra comercial lanzada por el presidente Donald Trump, sobre todo contra China, aunque no solo, ha agudizado la sensación de frenazo global. Es cierto que la ralentización en el ritmo de intercambios comerciales y su impacto en la economía mundial están haciendo sonar todas las alarmas. La más reciente, la de los datos económicos en Alemania, con su caída del PIB del 0,1% en el segundo trimestre de 2019.

Pero la tendencia arranca de lejos. Uno de los primeros efectos de la última oleada globalizadora fue un considerable aumento del comercio en relación al PIB global -entre 1,5 y 2 veces-, pero ese ritmo comenzó a declinar ya en los primeros años 2000, para recuperarse algo tras la crisis, impulsado por el dinamismo de las economías emergentes. Desde 2012, sin embargo, el comercio ha estado creciendo al mismo ritmo, o menor, que el PIB, según la OMT, y las perspectivas no auguran un cambio sustancial.

Luego volveremos sobre las causas de esta evolución, pero, ¿por qué está ahora tan presente una posible desglobalización en el debate global?

Pues porque es el objetivo declarado del presidente Trump -jaleado por un puñado de otros líderes populistas en todo el mundo-, decidido a retraer a su país sobre sí mismo y, de paso, a rehacer todo el orden internacional sobre el que se ha regido el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Como dice el profesor de Harvard Jeffrey Frieden, “en realidad, académicos y analistas llevan más de 20 años discutiendo sobre el rechazo a la globalización; lo que ha cambiado es que ahora tenemos una idea de qué significa”.

Paradójicamente, Trump y los suyos se han convertido en los principales exponentes de la antiglobalización y han logrado de algún modo “secuestrar”, desde el otro extremo del espectro político, un movimiento que comenzó con características muy distintas: alerta sobre los límites de un crecimiento insostenible, sobre relaciones económicas sumamente desiguales, sobre la deriva salvaje del capitalismo.

En el debate sobre la desglobalización hay un componente teórico esencialmente occidental sobre el papel de las antiguas potencias -Estados Unidos y Europa- en la configuración de ese nuevo orden global. Pero hay también un componente sumamente real, que afecta a las economías de todo el mundo, empezando por la china. De ahí que Pekín se presente ahora como el nuevo campeón del multilateralismo. “China no es una amenaza al orden global; al contrario, China va a compensar el creciente unilateralismo y proteccionismo de Estados Unidos y a promover la justicia y la igualdad en el sistema internacional. Hoy China es un defensor activo de la globalización, del orden comercial liberal y de las organizaciones internacionales y está lista para contribuir más al desarrollo mundial y a asumir más responsabilidades como una gran potencia”, afirmaba Zhu Feng, un reputado académico chino, en el marco del Foro Imperial Springs 2018.

 

Los intercambios globales están en caída libre.  

Tampoco hay que exagerar. Es cierto, como se mencionaba más arriba, que el ritmo de crecimiento del comercio como porcentaje del PIB global muestra una clara tendencia negativa, después de haberse triplicado durante las cuatro décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Para 2019, la OMC prevé una caída del crecimiento del volumen de comercio de mercancías del 2,6%, tras haber disminuido un 3% en 2018. Factores como los nuevos aranceles -al acero y al aluminio, por ejemplo-, la debilidad de la economía global alentada en parte por la propia amenaza de una guerra comercial, la debilidad de los mercados financieros o el ajuste de las condiciones monetarias en los países desarrollados explican esta situación. Otro elemento significativo es el cambio en la política económica china, cuyo objetivo principal en los últimos años está siendo potenciar la demanda interna y disminuir la dependencia de las exportaciones.

En Europa, la locomotora exportadora alemana también está sufriendo ya los efectos del parón en el comercio global, hasta el punto de revisar sus perspectivas de crecimiento. La caída de la demanda de productos industriales desde el exterior, la disminución en las ventas de automóviles y la enorme incertidumbre generada por la posibilidad de un Brexit sin acuerdo explican esta situación.

El Brexit, es, por supuesto, uno de los mayores factores de inestabilidad sobre el futuro del comercio europeo. Cuál sea su verdadero impacto en el comercio global es imposible de calcular a estas alturas. Pero como alertan John Springford y Sam Lowe del Center for European Reform, la esperanza británica de sustituir rápidamente los mercados europeos por otros mercados podría verse frenada por el parón en el comercio global.

La llegada a Downing Street de un Boris Johnson dispuesto a sacar a su país de la UE por las bravas recupera los peores escenarios en los que la economía británica podría llegar a encogerse entre un 7% y un 10% (en relación a mayo de 2016) y se introducirían aranceles de entre el 5% y el 10% para los productos procedentes del resto de la Unión.

También la OMC ha tratado de hacer un cálculo del impacto sobre la economía si las tensiones comerciales se agravaran y se llegara a romper el actual sistema de cooperación internacional. En el peor de los casos, prevén una reducción de un 2% del PIB mundial para 2022 y del comercio global de un 17%.

Otro campo donde se está notando la ralentización es el de las inversiones. Solo en 2018 la inversión china en Europa y Estados Unidos cayó un 73%. El endurecimiento de las condiciones y normas que regulan la inversión extranjera, junto con el impacto de la guerra comercial, explican dicha caída. Pero  también se aprecia un apetito decreciente desde Pekín: desde 2010, las inversiones chinas en el exterior han pasado de un 48 a un 44% del PIB. Los objetivos, también en este campo, se centran más ahora en el mercado doméstico. En general, la inversión extranjera directa global cayó un 27% en 2018, después de haberlo hecho un 16% el año anterior.

Sin embargo, mientras el comercio de mercancías y la inversión exterior disminuye, el peso de los servicios comerciales (logística, servicios financieros, informáticos, transporte…) no deja de aumentar. Desde 2007, ha crecido 60 veces más deprisa que el de mercancías. Sólo en 2018 se incrementó un  7,7%. La tendencia apunta más bien a un cambio de modelo, empujado sobre todo por la transformación tecnológica y por la paulatina menor relevancia de las manufacturas y la mayor de servicios digitales en el conjunto de la economía global.

Además, ¿podemos hoy hablar solo de intercambios comerciales y financieros cuando hablamos de globalización?

Como parte de las exportaciones globales, el turismo internacional representa un 7% y creció en 2018 por noveno año consecutivo. Más aún: en número de personas, el número de turistas se ha multiplicado por 56 desde 1950; desde 2008, crisis incluida, ha crecido más de un 50%, hasta alcanzar los 1.400 millones de llegadas el año pasado.

Lo mismo ocurre con las migraciones, que no han dejado de crecer. Desde el año 2000, la población migrante en todo el mundo ha pasado de 173 millones de personas a 258 millones (lo que representa un 2,8% y un 3,45 respectivamente de la población global).

Así que no: los intercambios globales no están en caída libre. Solo van cambiando de forma.

 

Es el fin de la era del libre comercio.

No, pero debe sortear serias amenazas. Durante décadas el libre comercio ha sido el mantra que ha movido las políticas económicas nacionales y las relaciones económicas globales. Fue la base conceptual sobre la que se asentó el sistema económico internacional tras los acuerdos de Bretton Woods, con el fin de erradicar el nacionalismo y el proteccionismo económicos que tan nefastas consecuencias tuvieron durante el periodo de entreguerras. Ha sido también la doctrina impuesta por las potencias occidentales al resto del mundo para poder acceder al desarrollo de la mano de sus mercancías baratas, y a cambio recibir productos de mayor valor añadido. La era del libre comercio ha visto las mayores cotas de crecimiento económico y los mayores volúmenes de intercambios.

Pero, como algunos estudiosos de la globalización como Dani Rodrik vienen poniendo de manifiesto desde hace años, no es tan obvio que el libre comercio sea o haya sido indiscutiblemente beneficioso para todos los países, y sí lo es que ha profundizado la dependencia de determinadas materias primas y contribuido a aumentar la desigualdad.

La principal novedad es que los principales cuestionamientos y amenazas concretas llegan ahora de la Administración que impulsó todo un sistema global que tiene su base en el libre comercio. En realidad, estábamos avisados. Trump entiende el comercio como un juego de suma cero, en el que si el otro gana, él pierde y ya lo dejó claro durante la campaña electoral. Dos de sus primeras “víctimas” fueron el Tratado Trans Pacífico (TPP), del que se retiró antes de aprobarlo, y el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (el NAFTA) –“el peor tratado nunca firmado”- que fue rápidamente sometido a revisión. Hoy, su sucesor, el UMSCA, sigue a la espera de una ratificación por parte del Congreso y no está claro cuándo, o si, la conseguirá.

La otra novedad es la fragilidad en la que se encuentra la institución que debe servir de garante para ese orden de libre comercio mundial: la OMC. Paralizado cualquier avance de la Ronda Doha desde hace años, la amenaza principal cae ahora sobre el mecanismo de resolución de diferencias, específicamente sobre su Órgano de apelación, cuya renovación está también paralizada. De no revertirse esta situación en diciembre de 2019 quedará tan solo uno de los siete árbitros de los que debe estar compuesto, con lo que el órgano dejaría de funcionar. La OMC podría así perder el medio por el que busca garantizar un comercio basado en reglas compartidas y, por tanto, su credibilidad y eficacia. Buena parte del bloqueo procede, de nuevo, de Estados Unidos, no conforme con varias de sus resoluciones y siempre cuestionando los límites entre el multilateralismo y su propia soberanía.

Pero mientras el sistema multilateral parece desmoronarse, han surgido nuevos esfuerzos por seguir extendiendo el libre comercio, dando lugar a una nueva generación de tratados comerciales. Ahí están los acuerdos de la Unión Europea –la gran campeona-  con Canadá, con Japón, con México o con, ¡finalmente! Mercosur (aún pendiente de ratificación). Ahí se encuadraba también el fallido Tratado de Asociación Trasatlántica de Comercio e Inversiones (TTIP) con Estados Unidos y el Tratado Transpacífico (TTP), que tras el abandono unilateral de Trump se ha reconvertido en el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP o TPP-11). Los detractores señalan que todos estos acuerdos solo siguen minando la autoridad del sistema global regido por la OMC; los partidarios, que es una forma de seguir avanzando en la mejora y ampliación de los beneficios del libre comercio, ante el bloqueo sempiterno de la Ronda Doha.

Otro ejemplo significativo es la entrada en vigor este pasado verano de la Zona de Libre Comercio Africana, (AfCFTA en sus siglas en inglés), sobre el papel la mayor del mundo.

 

La globalización no se destruye, se transforma.

En efecto. Así lo demuestra la historia. A lo largo de las diferentes oleadas de globalización, el ser humano siempre ha tratado de ir más lejos, de conquistar nuevos territorios, físicos o imaginarios. Antes se hacía con ejércitos; más recientemente, con mercancías; ahora, también, con datos.

La última fase definida, la que se potenció con las tecnologías de la comunicación y con la irrupción de China en el panorama global sí que está en declive, por sus disfunciones y porque el imparable avance de la potencia asiática ha tropezado ya, después de varias décadas, con una firme oposición. En ambos terrenos, el combate contra la desigualdad –con sus consecuencias colaterales, como la erosión de la democracia- y el papel de China en un nuevo orden global marcarán definitivamente el futuro. Entran ahí en juego el dominio tecnológico y económico y el sistema de valores.

No hace mucho un grupo de reconocidos expertos analizaba en Foreign Affairs la paradoja del regreso de Estados Unidos al proteccionismo, justo cuando comienza una nueva época en la que el libre comercio favorecerá, sobre todo, a los países ricos. Su tesis se basa en el cada vez mayor peso de productos de valor añadido y el menor de los bajos salarios en las cadenas de producción debido a la automatización. Trabajadores cualificados, creatividad, innovación, capital, gestión de clientes… son bienes que abundan en el mundo desarrollado, mucho más que en el resto.

Es obvio que esta nueva etapa de la globalización requiere un nuevo multilateralismo; un nuevo conjunto de normas y de instituciones globales –o al menos una profunda revisión de las existentes- que reflejen el equilibrio de poder actual y que busquen compensar los equilibrios rotos. Fácil de decir, prácticamente imposible de hacer cuando las potencias no parecen interesadas en construir ese nuevo orden. Lo que se perfila de momento es un mundo más fragmentado, tanto regional como temáticamente, que requerirá por tanto un mayor esfuerzo y capacidad de coordinación.

Prueba de ello son el Nuevo Banco de Desarrollo –más conocido como el banco de los BRICS-, nacido en 2015; un intento de los llamados países “emergentes” de complementar, cuando no desafiar, al Banco Mundial y al FMI. Lo mismo ocurre con el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras, la institución multilateral puesta en marcha por China en 2016 para contribuir al desarrollo asiático, aunque en realidad se considera el brazo financiero de su mega-proyecto de la nueva Ruta de la Seda.

Es aún pronto para evaluar su funcionamiento, pero son dos claros ejemplos de cómo China y otros países están dispuestos a crear sus propias instituciones frente a su frustración –ya sea por ineficacia o porque consideran que no tienen peso suficiente en la toma de decisiones- con las que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial.

Sí, la globalización tal como la hemos conocido en las últimas décadas está en cuestión y se está transformando, pero en la era digital y de los enormes desafíos globales no cabe pensar en un desmesurado retroceso. Muchos de estos análisis, sin embargo, acaban remitiendo a la Trampa de Tucídides: el debate sobre si el cambio de poder hegemónico debe ir ligado, necesariamente, a la guerra. Cabe esperar que la experiencia histórica y, sobre todo, la enorme interdependencia –favorecida precisamente por la globalización- permitan esa transición de la manera más pacífica posible.