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Manifestación proeuropea en Berlín, Alemania. TOBIAS SCHWARZ/AFP via Getty Images

El 1 de diciembre de 2009 entró en vigor del Tratado de Lisboa, que llegó después del intento fracasado de aprobar una Constitución para Europa. El Tratado —que finalmente recogió más del 90% de los contenidos previstos en la fallida Carta Magna— nació para construir una UE más democrática, participativa, eficaz, cohesionada y con un mayor protagonismo internacional. ¿Se han conseguido esos objetivos? ¿Han surgido retos nuevos? ¿Hacia dónde va la Europa posLisboa? Una década después, toca hacer balance.

 

"Austeridad y recortes: el Tratado ha acusado falta de legitimidad"

Cierto. El Tratado de Lisboa fue negociado y diseñado en unos años de bonanza económica que nada hacían presagiar la crisis financiera e institucional que se avecinaba tras la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008. La aprobación del Tratado fue celebrada como un gran acuerdo europeo por encima de las imperfecciones del texto. Pero cuando la crisis empezó a azotar duramente a Europa, la legitimidad del Tratado se resintió. Y no sin motivo. Por un lado, Lisboa se propuso como alternativa al intento fallido de Carta Magna europea, tras el fracaso de ésta en los referendos francés —29 de mayo de 2005— y holandés —1 de junio—. Fue una primera llamada de alerta de por dónde no debían ir las cosas en la Unión: más Europa social y menos Europa financiera. Por otra parte, y debido a estos fracasos, los Estados de la UE, salvo en el caso de Irlanda, acabaron aprobando el texto de Lisboa mediante la vía parlamentaria y no mediante referendos. Además, más del 90% del contenido de texto de Lisboa estaba ya en la Constitución para la UE que había sido rechazada por el voto popular. Por último, la configuración económica, fiscal y del Banco Central Europeo (BCE) que establecía Lisboa —y que habían sido pensadas para años de crecimiento económico— acabó siendo la base de las políticas de ajuste, recortes y de austeridad implementadas por la UE en los años siguientes. Fue ahí cuando socialmente se cuestionó tanto la legitimidad del tratado como el diseño económico que éste había conferido a la Unión, inadecuado —por incompleto— para una UE azotada por la crisis.

Por estos motivos, en esta nueva década que comienza, la Comisión entrante (2019-2024), presidida por Ursula Von der Leyen, tiene como objetivos profundizar en la Europa social y del empleo y, por otro lado, ahondar en la unión bancaria y fiscal —un paso en este sentido se ha dado a primeros de este mes de noviembre, cuando Alemania levantó su oposición repetida durante más de cinco años a crear un fondo europeo para garantizar los depósitos bancarios—.Quedan aún más elementos pendientes para la integración bancaria y económica, como un mecanismo de mutualización de la deuda —propuesto por el Presidente francés, Emmanuel Macron—, mecanismos para evitar la competencia fiscal entre países y mejorar la transparencia y funcionamiento del BCE. Serán las vías que tendrá que explorar la nueva Comisión Van der Leyen.

 

"El texto de 2009 nació ya viejo y sigue pendiente el reto de la Europa social"

Exacto. El Tratado de Lisboa puso su foco en ahondar en la construcción europea. El texto se orientó, por lo tanto, hacia la configuración de una UE más eficaz y cercana al ciudadano de a pie. Sin embargo, la crisis económica y financiera mundial provocó, inevitablemente, que el gran asunto de la década siguiente fuera la economía y, de fondo, otra cuestión clave: hasta qué punto es posible la Europa social basada en el Estado del bienestar. Sin duda, el texto de Lisboa no tenía las recetas ni las herramientas para lidiar con esto, pero la Europa más eficaz y operativa que prefiguró Lisboa acabó siendo útil para la nueva etapa. De hecho, se acordó reformar el Tratado apenas meses después de su entrada en vigor —para la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad— y este cambio se hizo con agilidad. Sin embargo, esta velocidad recibió críticas por su falta de legitimidad, de democracia y de transparencia —especialmente dirigidas hacia el BCE y el Eurogrupo—. Es la otra cara que ha mostrado esa UE más operativa: transmite la sensación de no responder al interés general ni la voluntad popular expresada en las urnas. Que ambas caras sean reconciliables es otro de los retos que tiene ante sí la UE surgida de Lisboa para los próximos años. Y, vinculado con esto, penden otros dos elementos íntimamente relacionados: el auge del euroescepticismo —el Brexit como primer intento de abandonar la Unión bajo la consigna del Take Back Control— y la vigencia de la socialdemocracia —una de las ideologías fundadoras de la UE junto a democristianos y liberales—. Para afrontar esto, la Unión deberá tomar el Tratado de Lisboa para ahondar en las reformas sociales y ahora sí, tratar de configurar una Europa que sea percibida como más transparente, democrática y social. Consciente de esto, la futura presidente de la Comisión ha anunciado como retos fundamentales de su mandato, además de la mayor integración política, fiscal y financiera, elementos como un seguro europeo de desempleo, bonos de formación, el establecimiento de salarios mínimos para todos los trabajadores europeos, la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores de las plataformas digitales y el fomento del diálogo social —muy dañado por las reformas de las legislaciones laborales durante la crisis—. Serán elementos clave para ahondar en la Europa social prefigurada en el Tratado de Lisboa y será la prueba del algodón para detectar si esa maquinaria engrasada y operativa llamada UE responde o no ante retos como éstos, medidas no ya centradas en complejas disquisiciones macroeconómicas sino en acciones corrientes y visibles en la vida diaria del votante de a pie.

 

"En una década Europa no ha reforzado su presencia internacional"

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Desfile con dos muñecos, uno representando a Donald Trump y otro a Vladímir Putin rompiendo el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio sobre una UE en llamas, Berlín, Alemania, MARCEL KUSCH/dpa/AFP via Getty Images

Se ha mejorado, pero hay mucho camino por recorrer. Desde la entrada en vigor del Tratado, en la UE existe un presidente del Consejo que actúa como representante oficial exterior de la Unión; primero fue Herman Van Rompuy y luego el polaco Donald Tusk. Ambos, según la nueva fórmula recogida en el Tratado de Lisboa, designados por un mandato de 30 meses, renovables. Esto alteró por completo el modelo anterior, con una presidencia del Consejo rotatoria de país en país cada seis meses. Además, Lisboa estableció la creación de un ministro de Exteriores. Tanto la presidencia del Consejo como el puesto de comisario de Servicio de Acción de Exterior —con rango de vicepresidente de la Unión— han sido dos herramientas clave para que la Unión pueda ganar visibilidad en un mundo cada vez más multipolar. El Servicio de Acción Exterior dispone ya de una plantilla de más de 4.000 personas y más de 140 delegaciones en el mundo a través de las cuales ejerce su diplomacia y relaciones bilaterales. Esto puede hacerlo porque Lisboa reconoció a la UE como ente jurídico propio, de forma que está presente también como una sola voz de todos sus Estados en organizaciones internacionales como Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio. Asimismo, tiene las competencias para negociar acuerdos comerciales entre la UE y terceros países, y así ha sido con los firmados con Canadá, Japón, Vietnam, Singapur, entre otros. De hecho, otro de los elementos donde la UE destacó en liderazgo internacional fue durante las negociaciones y posterior desarrollo —ya sin Estados Unidos, una vez que Donald Trump llegó a la Casa Blanca— del Acuerdo del Clima de París. Aun así, queda mucho por hacer y la UE no es todavía un actor de envergadura en el actual tablero multipolar con el mismo peso para marcar la agenda internacional como el que tienen EE UU, China e incluso Rusia, que ha emergido de nuevo como potencia.

Los ataques comerciales de la administración Trump —primero con la cancelación de las negociaciones del TTIP y después con la imposición de aranceles a productos europeos en octubre de este año— son una prueba del potencial real que podría tener la UE configurada en Lisboa —de ahí los ataques para mermarla— pero también de la debilidad del viejo continente, que acusa estas acciones y no logra situarse en el tablero internacional con un peso suficiente. El derrumbe, sin embargo, de los países emergentes  deja un espacio que la UE tratará de aprovechar en los próximos años, haciendo valer su peso económico global—más del 20% del PIB mundial—. Uno de los escenarios donde podría ser más factible es, precisamente, el desarrollo del Acuerdo del Clima de París, del que EE UU se retirará en noviembre de 2020. La UE tratará de ocupar ese hueco para ofrecer la imagen ante el mundo de ser la potencia líder y referente en cambio climático, uno de los grandes temas de hoy. La Comisión Van der Leyen ya ha marcado como objetivo para 2050 el de una Europa neutra en emisiones de CO2. La UE surgida de Lisboa puso la arquitectura institucional para ello. El reto futuro será ver si los Estados —sobre todo Alemania y Francia— son capaces de acordar las políticas para contribuir al peso internacional de esa Europa y que deje de ser vista como una caótica unión de 27 pequeños países y se contemple como un rodillo político capaz de marcar la agenda internacional en los grandes asuntos.

 

"La UE de 2019 es más democrática que la de hace 10 años"

Sí, aunque queda mucho por hacer. El Tratado de Lisboa reforzó el papel del Parlamento Europeo como cámara de la soberanía popular, así como la puesta en marcha de la iniciativa ciudadana europea como herramienta de democracia directa. En cuanto al Parlamento, Lisboa le concedió más competencia —casi duplicó las materias sobre las que es competente— y le otorgó la capacidad de designar al presidente de la Comisión y sancionar en su pleno, entre otras cosas, los presupuestos europeos, el Marco Financiero Multianual y los acuerdos comerciales internacionales firmados por la Comisión. En cuanto a la Iniciativa Legislativa Europea, su implementación ha sido un fiasco: sólo han prosperado cuatro de las 68 promovidas, un balance muy pobre debido sobre todo a los duros requisitos para iniciarlas. Sin embargo, en enero de 2020 entrará en vigor el nuevo reglamento que la Eurocámara propuso en 2015, con lo que la próxima década se debería asistir a muchos más debates parlamentarios motivados por iniciativas llevadas allí directamente por la ciudadanía europea organizada.

En cuanto al Parlamento Europeo, es cierto que ha ganado en competencias y personalidad institucional debido al Tratado de Lisboa, pero también que la Comisión y el Consejo torpedean a menudo lo resuelto por la Eurocámara, como ocurrió, entre otros casos, con su resolución sobre las cuotas de refugiados en 2015 o con el informe de 2017 que insta a la Comisión a legislar para que las empresas europeas garanticen los derechos humanos, laborales y medioambientales en la cadena de producción del sector textil —la Comisión aún no ha promovido ninguna normativa al respecto—. Que el Consejo y la Comisión hayan minado a menudo la acción del Parlamento ha acrecentado la sensación de que la voluntad popular expresada en las urnas puede socavarse desde el laberinto burocrático bruselense. ¿Se reforzará el papel del Parlamento como cámara de la soberanía popular europea que ostente verdaderamente el poder legislativo? Es una de las grandes cuestiones que la Unión tendrá que afrontar a corto y medio plazo. Su respuesta dependerá de qué UE se quiera configurar en la próxima década. ¿Superar Lisboa o recular? Si el objetivo es ahondar en la cohesión europea, dicho paso se antoja inevitable.

 

"La clave de la Europa posLisboa está en la economía"

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Mural en Bruselas, 2019. EMMANUEL DUNAND/AFP via Getty Images)

Así es. Es el resultado del Libro Blanco presentado en 2017 por el presidente de la anterior Comisión, Jean-Claude Juncker. Hay un descontento generalizado que se personalizaría en la UE con la crítica de que se trata de una burocracia cuyos componentes actúan sin la legitimidad de las urnas. Sin duda, la crisis financiera y las políticas de austeridad promovidas han aumentado en muchos países las cotas de euroescepticismo, de modo que Juncker planteó el futuro escenario ambivalente de la Europa posLisboa: o seguir ahondando en la UE y sus estructuras supranacionales —a costa de la pérdida progresiva de las soberanías estatales— o ponerle freno y replantear el proyecto hacia una mera unión de Estados con competencias compartidas sólo en ciertos ámbitos acordados. En el fondo, se trata también de resolver la herencia de Lisboa y de la crisis: la Europa actual de varias velocidades, donde Alemania tiene cada vez más peso —en detrimento sobre todo de Francia— y donde los países del Sur y del Este se descuelgan cada vez más. Lisboa, de hecho, consciente de que un ahondamiento en la UE podría causar bajas, redactó el artículo 50 —el famoso artículo del Brexit—, que preveía la salida de un país descontento. De cómo se resuelva el divorcio entre Reino Unido y la UE podrá depender qué rumbo tome la Unión en los próximos años, en los que los retos seguirán estando en el ámbito de la economía. A fin de cuentas, es sobre el cimiento económico sobre el que se sustenta la Europa social, del bienestar y del empleo, claves del proyecto inicial Europeo y unos elementos no demasiado destacados en el Tratado de Lisboa —que certificó, de hecho, al BCE como institución de la Unión pero no con el mandato primordial del pleno empleo o garantizar los servicios públicos sino de controlar la inflación—. La crisis financiera y sus consecuencias sociales es el telón de sobre el que se ha desatado la eurofobia y los populismos. ¿De qué sirve estar en la Unión si no se produce una convergencia Este-Oeste y Norte-Sur, si no se corrigen las desigualdades sociales internas? Es otra de las grandes cuestiones que no ha resuelto Lisboa y que la UE de la década entrante tendrá que afrontar, ahondando en Lisboa, reformándolo o con otro nuevo Tratado. ¿Cuál es, además de la voluntad política, la clave de bóveda de este dilema? Es la economía, estúpido, que decía la campaña de Bill Clinton. Los cimientos de la Europa posLisboa pasarán por profundizar en la democratización y transparencia de la UE y en consolidar el proyecto de la unión bancaria y económica. Las consecuencias de no haberlo hecho en Lisboa ya se han visto. Ya lo avisó el político francés Jacques Delors en noviembre de 2010: “La UE ha sido víctima del capitalismo financiero. El fallo ha sido querer hacer la Unión Monetaria sin la Unión Económica. Vamos a asistir”, previó, “a una vuelta del populismo”. Que el auge de los nacionalpopulismos se haya producido al mismo tiempo que la debacle de la socialdemocracia Europa —de las cinco grandes potencias europeas que firmaron Lisboa, tres eran gobiernos socialistas: España, Italia y Reino Unido— no parece casualidad y revela además la incapacidad de la Europa del Tratado de Lisboa en la consolidación de una Europa social que vuelva a contar de nuevo con el respaldo de la amplia mayoría de los ciudadanos. Según una encuesta del Parlamento Europeo de 2018, más del 18% de los británicos, italianos, checos, austríacos, croatas, búlgaros y finlandeses, apoyaría que sus países abandonaran la Unión. En las manos de la UE y de sus Estados miembro está crear la nueva Europa que corrija esta deriva.