Militares buscando objetos ilegales en una motocicleta, octubre 2022, en Guayaquil, Ecuador. (Gerardo Menoscal/Agencia Press South/Getty Images)

La democracia del país está en riesgo y tiene un horizonte poco promisorio. El crimen organizado y el narcotráfico trascienden. He aquí las claves para entender cómo la violencia en Ecuador está creciendo, traspasa las fronteras y qué acciones podrían ayudar a mejorar la situación. 

La erosión de la seguridad en Ecuador y, asimismo, el crecimiento fulgurante de la violencia en los últimos años es una realidad irrefutable. A tal efecto, basta señalar que en 2016 la tasa de homicidios violentos era inferior a 6 muertes cada 100.000 habitantes. Así, el dato para el año 2022 era de 25 muertes cada 100.000 habitantes y, de continuar en los niveles actuales, este año 2023, el país cerrará con un registro próximo al de las 40 muertes violentas cada 100.000 habitantes, lo que le convertirá en uno de los más violentos del continente, sumido en una espiral de violencia por completo inimaginable hace tan solo unos pocos años atrás.

Ecuador presenta hoy unos niveles de violencia semejantes a los de México y Colombia, si bien un hecho que comparte con estos, y que conecta con el crimen organizado transnacional, guarda relación con las nuevas rutas del narcotráfico, hacia Estados Unidos y Europa, pero también cada vez más a Sudamérica, en donde es acuciante la presencia de estructuras criminales y cárteles narcotraficantes de todo tipo. Estos actores, por supuesto, no son ajenos a la política, de tal modo que adherir a su causa a mandatarios de orden local suele ser una práctica habitual en la cooptación de intereses de una gobernanza criminal que, cuando no es satisfactoria, dirige sus acciones contra los representantes de la ciudadanía. Así sucedió, aparte del atentado mortal contra Fernando Villavicencio, con otros muchos casos. Por ejemplo, el pasado 24 de julio, Agustín Intriago, alcalde de Manta -la tercera ciudad más importante del país- fue asesinado a manos de grupos narcotraficantes presentes en la región de Manabí. A más de 250 kilómetros al suroeste de la capital, ha sido uno de los escenarios donde más evidente resulta la violencia incardinada al negocio de la droga. El litoral costero ecuatoriano es señalado por los expertos como indispensable para las rutas de distribución de droga. Tanto es así, que en los meses pasados, igualmente, alcaldes de otras localidades de la provincia, como Durán, Daule o Portoviejo, han sido destinatarios de importantes acciones de violencia armada.

Cambios radicales en las dinámicas de la violencia, tal y como es el sucedido en Ecuador, ya tuvieron lugar en otros escenarios del continente, como fue el caso de México a partir de 2007. Por continuar con las estadísticas que dan cuenta del deterioro súbito experimentado en el país, sólo entre enero y junio de 2023 se cometieron un total de 3.500 homicidios violentos. O lo que es igual, casi un 60% más con respecto a los datos recogidos en 2022. Otros delitos se elevaron, como es el caso de los secuestros y las extorsiones, en más de un 300% con respecto a 2022. Un hecho que conduce a soluciones que no solucionan nada, como es la normalización de los estados de excepción y la militarización de la seguridad. En otras palabras, una solución “a lo Bukele”, que hace enmiendas a la totalidad del sistema democrático y que construye una respuesta autoritaria, pero popular entre muchos extremos de la sociedad. Popular, pero que erosiona profundamente los cimientos y consensos sobre la necesidad de un Estado de derecho garante y un Estado social capaz de remover los obstáculos, sobre todo, desde la prevención, la preservación y la inversión. El Salvador o Guatemala, y puede que en el corto plazo Ecuador, tienen todo para ser la perfecta expresión de la cronicidad de un escenario desdemocratizado a base de populismo punitivo, militarización y negación de derechos, pero incapaz de intervenir sobre los cimientos reales que soportan la violencia.

Un simpatizante con una bandera con la imagen de Fernando Villicencio, el fallecido candidato presidencial ecuatoriano, durante una protesta en la Tribuna de los Shyris, en Quito. (Franklin Jacome/Agencia Press South/Getty Images)

Sea como fuere, el caso de Ecuador tiene muchas particularidades. El correísmo, en sus años de gobierno, entre 2007 y 2017, aun con muchísimas contradicciones sin resolver, desde el extractivismo hasta la interculturalidad indígena, produjo numerosos avances en infraestructura, salud, educación, vivienda o empleo que contribuyeron notablemente a modernizar el país. Esto, a su vez, convivía con un orden institucional que, si bien durante los 90 transitó por importantes crisis de gobernabilidad, terminó por exhibir notables avances y mejoras. Es cierto que la llegada de Lenín Moreno, primero y, sobre todo, Guillermo Lasso, después, hizo que muchos de los elementos del nuevo contrato social que el correísmo había impulsado se viesen afectados, en concreto en el orden económico y social -de acuerdo con la CEPAL indicadores como pobreza, equidad, formalidad laboral o desempleo se vieron repercutidos negativamente. El diálogo social terminó muy deteriorado, en especial, desde 2019, dejando consigo una realidad que terminó por resquebrajarse con la pandemia. No podemos olvidar que la región andina se vio muy afectada lo que sirvió para exponer todo tipo de carencias institucionales y faltas de mecanismos de respuesta para lo que terminó por ser un Estado social endeble y de mínimos. Expresado de otro modo, lo que sucedía en Ecuador, igualmente, podía encontrarse en latitudes tan cercanas como Colombia o Perú. 

Empero, desde 2021 la erosión de la inseguridad empieza a resultar cada vez mayor. A tal efecto, las preocupaciones de la sociedad ecuatoriana son evidentes, de acuerdo con los datos del Latinobarómetro. Hoy en día, el apoyo a la democracia es de los más bajos del continente, con apenas un 37%. Otro 37% se considera indiferente frente a si la democracia es mejor que el autoritarismo, toda vez que un 19% lo apoya positivamente. Asimismo, la satisfacción con la democracia en Ecuador es la más baja de todos los datos recogidos por el Latinobarómetro, situándose en un pírrico 12%, tan sólo superada por Perú, con un 8%. Nada que ver cuando, frente a esta misma pregunta, en 2013 o en 2015, el 58% de los ecuatorianos respaldaba el orden democrático del país. Como es de esperar, Ecuador es el tercer país del continente donde menos rechazo hay, incluso, a un gobierno militar (46%), en tanto que sus principales preocupaciones, por este orden, son la inseguridad, la violencia y el desempleo.

Llegados a este punto son varias las conclusiones que podemos señalar de la realidad que atraviesa el país. Desde 2018 se han venido acumulando tendencias decrecientes en el orden económico que, afectando a la sociedad, se han traducido en mayores niveles de conflictividad y malestar ciudadano. A ello, se suma la ausencia de diálogo y transformaciones de calado, en tanto que se ha priorizado el recurso tan recurrido en la región andina de terminar el diálogo “a golpe de represión policial”. Lo uno y lo otro ha alimentado valores sobre la cultura política cada vez más negativos, agudizados por la pandemia y, muy especialmente, por el incremento de la violencia delictiva. Como hemos visto, esta ha aumentado de forma exponencial en los últimos años y ello sirve como factor desestabilizador de la gobernabilidad, pues su impacto en el imaginario colectivo termina siendo sobresaliente. Así, cuando la violencia se torna en un problema central, porque se visibiliza a diario y la sociedad lo interioriza como algo cotidiano del sistema, por lo general se demandan respuestas inmediatas que no sirven más que de bálsamo ilusorio.

Que la afectación del orden político viene determinada, en buena parte, por lo que sucede en la esfera económica, aunque suene a premisa eminentemente marxista, se trata de una de esas leyes de la ciencia política (y económica) que difícilmente se puede descartar. Y que la democracia es endeble en América Latina e inestable cuando se trata de actuar contra órdenes institucionales, en muchas ocasiones, con pies de barro, es una realidad que obliga a reconsiderar las respuestas políticas que deben dirigirse desde varios órdenes. Desde luego, entre ellas no está la creación de ordenamientos jurídicos más punitivos, con estados de excepción más restrictivos y con cárceles más grandes e inexpugnables -como abogaba también Fernando Villavicencio. La solución la sabemos, a expensas de no quererla aplicar, y es tan sencilla como impopular. Por un lado, más gasto público, mejor redistribución económica y mayor fortalecimiento institucional para, precisamente, intervenir sobre los fundamentos de la violencia estructural. Por otro lado, la profesionalización policial y militar, su mejor formación y equipamiento, y la optimización de respuestas eficaces son de la misma manera necesarias, también en la escala transfronteriza. No olvidemos esa tradicional concepción latinoamericana de entender la frontera como amenaza y que aún hoy lastra la colaboración de agencias de diferentes Estados y, por extensión, la cooperación reforzada. Si el crimen organizado no sabe de fronteras, la respuesta estatal se debe dar desde la colaboración transnacional. Si no, un mal diagnóstico nos conducirá a una solución errada.

Por último, para el particular caso del narcotráfico, tan presente en Ecuador en los últimos años, la solución pasa, como en Colombia, Perú o México, por cuestiones que trascienden de imperativos categóricos a la vez que necesarios, como la promoción de cultivos alternativos o la intervención sobre los eslabones de procesamiento y distribución. La urgencia pasa por elevar el problema a una escala global. Sin la corresponsabilidad de los países consumidores, especialmente Estados Unidos y Europa, y sin el tratamiento de la cuestión como un tema de salud pública, con visos a una necesaria legalización, el problema tiene todo a su favor para seguir dejando consigo muchas páginas negras en la historia de los países y las sociedades de América Latina. Por lo pronto, para el caso de Ecuador, el de una democracia en riesgo con un horizonte poco promisorio.