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Imagen del último jefe de Estado de la extinta RDA, Egon, Krenz, proyectada sobre el edificio Humboldt durante la conmemoración de los 30 años de la caída del Muro de Berlín. JOHN MACDOUGALL/AFP via Getty Images

El relato de los estertores de la extinta Alemania comunista de la mano del último Jefe de Estado de la República Democrática Alemana.


Egon-Krenz_libroWir und die Russen (Nosotros y los rusos)

Egon Krenz

Eulenspiegel, 2019


Qué tiempos aquellos. Cuando la actual canciller Angela Merkel, entonces joven politizada y portavoz de una formación política, resaltaba: “La actitud crítica hacia el socialismo real existente no significa el rechazo a una visión socialista de un orden social”. Cuando el convoy de tres limusinas gubernamentales del Berlín Este pasaba delante de un enorme cartel con la inscripción “¡Viva el marxismo- leninismo!”, imagen reflejada en una célebre foto de 1980. Tiempos en los que el paso fronterizo que separaba el Este y el Oeste de la principal ciudad de Alemania se hacía llamar, a pie de calle, Tränenpalast (Palacio de las lágrimas), por las frecuentes muestras de aflicción entre los que se despedían.

Ahora que el circo mediático ha cerrado las pistas de los “30 años de la caída del Muro de Berlín” (1989-2019), vale la pena echar la vista atrás hacia una de las figuras decisivas del entonces panorama político, alguien que realmente estuvo allí, uno de los últimos testigos que quedan vivos de aquella élite en el poder (el Politbüro, la oficina política del Partido Socialista Unificado de Alemania, SED) de la extinta Alemania comunista. Uno además que estuvo en la cárcel acusado de haber matado a personas que intentaban cruzar el Muro de Berlín para empezar una nueva vida al otro lado.

Y es que se trata nada menos que de Egon Krenz, el último jefe de Estado de la extinta Alemania autodenominada socialista. Su último libro, Wir und die Russen—Die Beziehungen zwischen Berlin und Moskau im Herbst ’89 (Nosotros y los rusos—Las relaciones entre Berlín y Moscú en otoño del 1989), hecho público puntualmente para el 30 aniversario en noviembre de 2019, se lee como un documento histórico, puesto que relata desde la oficialidad del régimen que se deseaba comunista el cómo fueron los estertores de todo un país.

El título se debe a la decisiva importancia que tuvo Moscú en todo momento para la Alemania socialista. Krenz resume todo ello citando al militar soviético de más alto rango en aquella época, el mariscal Kulikov, cuando constata que el régimen de la República Democrática Alemana (RDA) “era soberano en muchas áreas”, “pero […] no en el campo de la política militar y de Defensa”. Una época en la que, como Krenz mismo señala, la cobertura de lo que pasaba en la RDA era considerado política nacional en los medios del país hermano, la República Federal Alemana (RFA).

En el presente, el que fuera Graduado de la Universidad del Partido en Moscú, aboga por un diálogo con la Federación Rusa en vez de sanciones. Sin mencionar las flagrantes violaciones de derechos humanos (y asesinatos selectivos) perpetrados por Moscú, Krenz aduce en el plano internacional actual que “antes de que Crimea regresara a Rusia, la UE y la OTAN pusieron a Ucrania en posición antirusa. Han violado intereses básicos de la seguridad rusa”.

Se remite aquí a la memoria histórica que incluye no olvidar que “el Ejército soviético ha aplastado el fascismo alemán. No la nación alemana. Ésa es la irrefutable verdad histórica”. Y teniendo en cuenta ese dato—más de 20 millones de ciudadanos soviéticos, entre civiles y militares, perdieron la vida en la Segunda Guerra Mundial—concluye: “El muro en Berlín se ha ido. Fue trasladado hacia el este, no se sostiene más entre la OTAN y el Tratado de Varsovia, sino entre OTAN y Rusia”.

 

Días cruciales: el 9 de octubre y 9 de noviembre de 1989

Especial atención merecen, cómo no, los días llenos de incertidumbres previos y posteriores al 9 de noviembre del 1989.

Frente a aquellos que se precipitan en hablar de implosión y derrumbamiento del régimen socialista, Krenz apostilla: “El 6 de noviembre publicamos el borrador de una nueva ley de viajes. Estipulaba así: ‘Los ciudadanos de la República Democrática Alemana tienen derecho a ir al extranjero’. Ésa fue la frase crucial para mí”.

Eso no quita, empero, para que las últimas semanas del régimen fueran unas plenas de tensión y desconcierto en la central del poder de la RDA. Justo un mes antes de la fecha de apertura del Muro el 9 de noviembre de 1979, llegó el momento decisivo. Entonces hubo fuertes discusiones y Krenz se opuso, por ejemplo, a la etiqueta de konterrevolutionär (contrarrevolucionario) esgrimida en un télex por su antecesor en el cargo, Erich Honecker, frente a los —del orden de 70.000 a 80.000—manifestantes que en Leipzig el 9 de octubre del 1989 devinieron en sepulteros de todo un régimen.

Krenz, en cambio, no cree que este tipo de movilizaciones tuvieran como objetivo la supresión de la República Democrática Alemana. “Más bien, como se indicó en la convocatoria, la meta era el libre intercambio de opiniones sobre la continuación del socialismo en nuestro país”, apostilla Krenz, tomándose a pie juntillas las razones aducidas por los manifestantes frente a las autoridades.

En medio de esas dos fechas —el fatídico 9 de octubre y el definitivo 9 de noviembre, con la caída del Muro—, Krenz accede a la jefatura de Estado el 17 de octubre de 1989, en mitad de un torbellino político en el que no pocas fuerzas gubernamentales deseaban reaccionar con el monopolio de la violencia frente a los insurgentes.

Aun partiendo de la necesaria presencia de enemigos del régimen, “¿quiénes eran las personas en la calle (que protestaban)?”, se pregunta incómodo Krenz. “¿Eran acaso enemigos? [No], eran ciudadanos del país, que criticaban la política de la dirección, entre ellos muchos miembros del SED. Nos desproveían a nosotros, la dirección, de su confianza. No debíamos calificarlos como enemigos”.

Pero las dudas continúan —acerca de si arremeter con violencia contra los opositores o no— y en ese momento unas palabras se hacen decisivas: “Cuando nos separamos esa noche, el ministro del Interior [Friedrich] Dickel me dijo, ‘he defendido en España a la república con un arma en la mano. Lo haría contra todo agresor hoy, pero no empuñaría un arma contra nuestro pueblo. Tienes mi total apoyo’”.

Y así se consolidó lo que Krenz deseaba —acompañar sin violencia a los manifestantes.

Se da la circunstancia, quizás no solo fruto de la curiosidad, de que el otro ministro principal del régimen en aquellas horas decisivas, Erich Mielke, el de la seguridad del Estado, el temido número uno de la STASI durante tres décadas, también había combatido a favor de la República en la Guerra Civil española.

Y es Mielke precisamente el que le da el visto bueno para que el 9 de noviembre se levanten las barreras. Puesto que al día siguiente “los puntos de cruce fronterizo deberían de todos modos ser abiertos” y así no se arriesgaba a una confrontación con la población. Y tampoco a la disolución como país soberano, puesto que, como indicaban las encuestas a ambos lados de la frontera, la solución de dos Estados para Alemania no estaba en peligro entonces.

Ahora, de todo aquel país, apenas queda un conglomerado de ofertas comerciales con el barniz de la RDA; museos desperdigados, artefactos varios en mercados de segunda mano (que van desde camisetas vintage del Dynamo Dresden hasta condones con la inscripción “Immer bereit!” (Siempre dispuesto/ preparado) del que fuera lema de los FDJ (Freie Deutsche Jugend, la Juventud Libre Alemana)) y una bola discotequera ensartada en un gigantesco palo que emerge en las alturas del centro de Berlín (la Fernsehturm, la torre de la televisión).

Llama la atención en todo caso “la actitud internacionalista de los soviets”, que defiende Krenz, una que hoy en día no tiene parangón —a no ser con la emergencia climática. En cambio, los efluvios de la extrema derecha, bien presentes en “la Wende” (El cambio, el concepto que se acuñó para designar a la revolución pacífica en el Este) son, según él, exportados de la parte occidental, cuando bien que constaban ser parte de la cultura de la juventud opositora genuina de la RDA.

Y, aparte, apenas quedan ya muestras de la jerga política de aquellos años, perlas léxicas como “raketensüchtig” (adicto a los misiles) o “sibirische Gesundheit” (desear al interlocutor salud siberiana). El libro adolece de una forma de pensar al escribirlo que es al mismo tiempo reflejo de una época que se antoja anquilosada. Para el lector actual resulta distante, como cubierto de polvo, a pesar de los esfuerzos de Krenz de que se mantenga vivo. Se reanima apenas para el historiador, que cuenta aquí con una fuente de primera mano.

De este modo, su debilidad se convierte en virtud, puesto que el volumen funciona como inmersión arqueológica en mundos que parecen perdidos para siempre, si no fuera por otro régimen, el chino, que lleva el comunismo por bandera y dirige su capitalismo desde la dirección de un único partido y se acerca a primera potencia global y al que Krenz, por cierto, ha dedicado otro libro.