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Un balance de 25 años que cambiaron Europa.    

Cuando sopla el viento de la historia “a la gente le nacen alas”, escribió el polaco Konstanty Galczynski. Y eso le sobrevino a las gentes más diversas en las calles de Praga, de Varsovia, de Budapest, de Bratislava, de Berlín, aquel frío otoño de 1989. Y asimismo como espectadores estupefactos, al resto de Europa y al mundo.

“De repente fue como si pudiera volar”, explicaría grácil, luego, una estudiante checa, cuando vio que la gente, de un momento a otro, había perdido ese miedo que paralizaba sus mentes y sus cuerpos, desde hacía décadas. Ahora, en el canto de un adoquín de la vieja Praga, las tornas se habían vuelto y era la policía blindada, era el propio régimen de hormigón, el que tenía miedo: de la gente.

“Perder el miedo a decir la verdad” todo lo puede, como analizaría luego en varios ensayos Václav Havel, símbolo de aquella Revolución de Terciopelo que enterneció al mundo. Y, con ello, “esa intoxicadora sensación de que la historia se está escribiendo ante uno, en esos momentos”, tal como el experto Tony Judt pudo historiar en directo desde la propia Praga.

Sin embargo, esto ha convivido perfectamente, en las décadas siguientes a 1989, con un sentimiento de merma real, de una sociedad que evidentemente perdió la “magdalena de Proust” de su infancia, tan rápidamente que apenas pudo acostumbrarse; donde quienes habían perdido tradiciones y valores, bajo el materialismo histórico, ya ni siquiera pudieron recuperarlos, barridos por el tsunami occidental. O un mundo donde, por ejemplo, “el dinero no era importante”, como aclara la escritora berlinesa Jenny Erpenbeck, y es lo que más destaca la gente de entrada: el dinero era algo, pero no más que el gas; y nadie hablaba con sus amigos en la cervecería del gas.

El Oeste difícilmente podría entenderlo, lo uno como lo otro, por falta de contexto. De hecho, ni sus dirigentes supieron reaccionar, entonces ni en los meses siguientes; ni aún años después, si se incluye la fatal parálisis ante dos golpes de mano, el de Moscú y el de Belgrado, en 1991, que lastrarían dramáticamente las dos décadas siguientes.

Valga recordar que el entonces presidente de Francia, François Mitterrand, llegó a hasta intentar mantener lo que se pudiese del socialismo, y sobre todo a Alemania sin reunificar. Pero aún pasmó a esa nueva Europa Central, reconociendo a toda prisa a los golpistas que depusieron a Gorbachov en Moscú, en verano del 91; las capitales europeas, y también Washington, aceptaron asimismo un régimen yugoslavo manu militari.

Igualmente fallaron John Major y Margaret Thatcher: “In my knees I beg you”, imploró la dama de hierro a Gorbachov, para que impidiera la reunificación. Por no hablar de Craxi y De Michelis en Italia, o del propio canciller Kohl, al que cogió con su habitual falta de cintura, pese a que venía precocinando una línea secreta de ayuda económica a los intrépidos reformistas del partido comunista húngaro. Realmente muchos en el ...