La subida disparatada de los precios no les agobiaba ni a los banqueros centrales ni a los políticos hace menos de tres meses. Ahora todo es distinto.  

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Un hombre en un supermercado en Miami, EE UU, donde los precios de los alimentos han experimentado una gran subida en el último año, febrero, 2022. Joe Raedle/Getty Images)

A principios de noviembre, cuando la Reserva Federal o el Banco Central Europeo parecían cómodos son subidas de los precios astronómicas, eran muchos los que los miraban con asombro. Resultaba poco menos que increíble que se mostrasen tan pasivos cuando una de sus misiones principalísimas es mantener la inflación en el 2% y después de habernos fustigado, durante décadas, con los peligros de los precios altos para las economías y los hogares.

Y, sin embargo, ahí estaban los portavoces tanto de la Fed como del BCE dándonos a entender que esta inflación elevadísima era una lluvia de mayo, que debíamos esperar con tranquilidad a que escampase y que ellos no iban a poner, ni mucho menos, medidas drásticas a corto plazo. Si el flujo de las cadenas de suministro se preveía normal para antes de este verano gracias a la ralentización del crecimiento, a la reapertura completa de las fábricas en la postpandemia y a las inversiones millonarias que estaban multiplicando su capacidad, no había que ponerse nerviosos aunque los precios trepasen con furia.

Y eso que Estados Unidos terminó noviembre con una escalada de la bolsa de la compra de casi el 7% y la Unión Europea con otra de casi el 5%, por no hablar de los combustibles. Algunas familias, sobre todo en países como España, se veían obligadas a pagar mucho más por productos esenciales cuando ni siquiera se habían recuperado de la tremenda bofetada de la crisis pandémica.

La situación incendiaba la indignación de algunos analistas como Mohamed El-Erian, porque esta inflación ni era para ellos una lluvia de mayo, ni era algo que no tuviera nada que ver con políticos y reguladores, ni tampoco era la consecuencia exclusiva de un desabastecimiento provocado por fábricas extranjeras. De eso nada.

Eran los grandes banqueros centrales los que mantenían los tipos de interés por los suelos y los que se tomaban con aparente parsimonia la desescalada de los estímulos monetarios. Ellos, en definitiva, estaban alimentando el fuego, primero, con un dinero abundante que penalizaba a los ahorradores (la inflación devora el valor de nuestros ahorros en el banco y reduce nuestra capacidad de ahorro con los precios disparados) y, segundo, con el abaratamiento de los créditos… hasta el punto de que las propias entidades financieras promocionaban más sus hipotecas de interés fijo que las de interés variable, con las que no ganan casi nada. Como colofón, esa penalización del ahorro y esos créditos casi gratis animaban artificialmente la inversión en activos financieros e inmuebles, y las burbujas y la morosidad podrían no tardar en reaparecer.

Pero había más, mucho más para los analistas críticos. Al fin y al cabo, eran los estados los que se habían pasado de frenada con unos planes de gasto con los que pretendían hacer como si 2020 solo hubiera sido el mal sueño de una noche de verano. Y no solo eso, sino que los programas de recuperación, aun después de que se hubiera recuperado el crecimiento y el empleo perdidos con el estallido de la crisis pandémica, ahora iban a venir acompañados, como en la Unión Europea con el grueso del desembolso de los fondos Next Generation o en Estados Unidos con el macroplán de gasto que negocia Joe Biden, de un diluvio de dinero público destinado a transformar las economías, las infraestructuras y el modelo energético.

En definitiva, los programas de recuperación y los estímulos de los bancos centrales provocaron una inundación monetaria, que alimentaba los precios disparatados y un crecimiento económico desaforado que, además, creaba situaciones de desabastecimiento, porque multiplicaba artificialmente el consumo de recursos.

 

La comodidad del político

Por si esto fuera poco, no parecía difícil adivinar otro motivo por el que los políticos se sentían relativamente cómodos: la inflación desatada les venía bien a los estados tanto para recaudar más (si los precios suben, la recaudación del IVA también) como para endeudarse casi gratis. Recordemos que los precios altos, con la misma lógica que devalúa nuestros ahorros en el banco, devalúan también el monto de la deuda soberana sobre el PIB… y que los tipos de interés por los suelos permiten que el estado también pague menos intereses cada vez que emite sus bonos.

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Protesta contra la subida de los precios, Londres, Reino Unido, febrero de 2022. Jeff J Mitchell/Getty Images

Este escenario no les iba nada mal a muchos políticos, que tampoco dieron por terminado lo peor de la pandemia hasta que vieron que ómicron no era una amenaza equivalente a la variante delta. De todos modos, los cálculos electorales comenzaron a incluir, gradualmente, la erosión de valoraciones como las de Biden en parte por culpa de la inflación y que en Europa surgían cada vez más voces que pedían a países como España un plan para contener y reconducir su elevadísimo endeudamiento. Algo estaba cambiando.

Por otra parte, el BCE y la Reserva Federal, que habían mantenido hasta entonces que los precios disparados eran algo de corta duración (y que el mercado interpretaba como que no llegaría al verano), comenzaron a virar. Habían sido comprensivos en estos dos años con la necesidad de que las economías recuperasen la prosperidad, los empleos perdidos y las cadenas de suministro rotas con el brote pandémico, pero su paciencia estaba a punto de agotarse.

El 29 de noviembre, Luis de Guindos, vicepresidente del BCE, dio a entender que la inflación podía descender a un ritmo “menor del esperado”. Al día siguiente, el 30 de noviembre, Jerome Powell, presidente de la Fed, reconocía que ya no se podía hablar de una inflación transitoria. Y finalmente, a principios de febrero la presidenta del BCE, Christine Lagarde, admitió que los precios se mantendrían elevados “más tiempo” del que habían previsto. Ya no había dudas: la parsimonia de las desescaladas y la convivencia pacífica con la bolsa de la compra y los combustibles disparados habían llegado a su fin.

La inflación elevada había pasado de gatito molesto a tigre en cosa de pocas semanas. En diciembre, según una encuesta entre los altos funcionarios de la Reserva Federal, la mayoría esperaba tres subidas de los tipos de interés este año y, con el paso del tiempo, cada vez fueron más los que preveían incluso cuatro. La primera, muy probablemente, llegaría en marzo. A principios de febrero, Powell no se anduvo con rodeos: "Éste va a ser un año en el que nos alejaremos de forma sostenida de la política monetaria altamente acomodaticia”. También en esas fechas, el presidente del banco central de Holanda y miembro del Consejo de Gobierno del BCE, adelantó que esperaba una subida de los tipos este mismo año.

 

Cinco motivos para el cambio de rumbo

Uno de los principales motivos del viraje es el crecimiento económico. Los banqueros centrales pueden perder ahora la paciencia, porque las principales economías mundiales (incluidas la eurozona, Estados Unidos, China, Japón, India o Brasil) ya se encuentran en niveles de paro y PIB similares o superiores a los de febrero de 2020. Además, según una encuesta de Reuters entre 500 economistas, la inflación y sus consecuencias van a ralentizar el crecimiento este año.

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Precios de la gasolina en Berlín, Alemania, febrero de 2022. Sean Gallup/Getty Images

Otro motivo clave es que las guerras contra los precios desbocados suelen acabar con las economías contra las cuerdas y que, como sugiere el economista jefe de Deutsche Bank, cuanto peor es la inflación “más aumentan los riesgos de un accidente”. Larry Summers, un economista que formó parte de la administración Obama, ha documentado que, históricamente, han sido raros los episodios de inflación elevada en los que la Reserva Federal ha podido encauzarla sin erosionar el crecimiento del país hasta ponerlo en negativo. Y la evaluación que Summers hace sobre EE UU puede valer para otros países.

También ha ayudado a movilizar a los grandes banqueros centrales que sus previsiones o las de los organismos internacionales hayan saltado sistemáticamente por los aires en las últimas semanas.Tampoco se fían de que los precios vayan a volver a la normalidad con el flujo ordinario de las cadenas de suministro y una política monetaria relativamente dulce.

Ya no saben qué pensar, pero sentarse a esperar o tomárselo con calma ya no es una opción, porque, como decíamos, cuanto peor sea el escenario, peor será la medicina que deberán aplicar. Recordemos que incluso las proyecciones de diciembre de la OCDE asumían que el ascenso de los precios iba a tocar techo ese mismo mes y que después no le quedaba otra que desinflarse gradualmente hasta el 3,5% a finales de este año. Lo que ha ocurrido, sin embargo, es que los precios han seguido subiendo con una fuerza fabulosa en enero tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, y que nadie se atreve a afirmar que no vaya a ocurrir lo mismo en febrero o marzo.

Los presidentes de los bancos centrales saben que los políticos que los nombraron ya no se van a oponer como hace meses a que tomen medidas drásticas. Y la razón es que esos líderes que se las prometían tan felices como los responsables de la recuperación gracias a grandes programas de gasto público y cifras de crecimiento y reducción del paro, han comenzado a sentir la dentellada de la caída de su valoración en las encuestas en parte por culpa el alza disparatada de los precios.

Según una encuesta de ABC/Ipsos en diciembre, casi el 70% de los estadounidenses juzga negativamente la lucha contra la inflación llevada a cabo por la administración Biden y, precisamente, la inflación se ha convertido en una preocupación tan importante para la población como la pandemia. Según Five Thirty Eight, los americanos que aprueban la gestión de Biden, en general, no llegaban a principios de febrero ni al 42%. Mientras tanto, la inflación preocupa al 85% de los españoles y ya es el principal problema para los alemanes, por delante de la pandemia o la posible guerra en Ucrania.

Como se ve, la dentellada en los índices de valoración de los políticos y el camino expedito para los halcones de los bancos centrales, el desborde de los sistemas de previsión, el hecho de que cuanto peor sea la inflación peores serán también las medidas que habrá que tomar y más probable será que éstas nos conduzcan a la recesión, la ralentización del crecimiento por los precios disparados y la consecución de los niveles de empleo y PIB precrisis en las grandes economías han provocado un viraje espectacular, en tan solo tres meses, de decenas de políticos y reguladores mundiales. Y ahora solo cabe esperar, por nuestro bien, que este volantazo no llegue demasiado tarde.