Proteger la tierra, el agua, los bosques o los recursos naturales a veces se paga con la vida. Los activistas medioambientales son señalados, intimidados, agredidos y detenidos en muchos lugares del planeta. También en Asia, donde en los últimos años ha aumentado la presión e incluso son perseguidos como terroristas.

Activistas climáticos protestan frente a la sede del Banco Asiático de Desarrollo en la ciudad de Mandaluyong, en Filipinas. Basilio H. Sepe/Majority World/Universal Images Group via Getty Images

En el sureste asiático, los conflictos por la propiedad de la tierra y el acceso al agua son la causa de la mayoría de los ataques a los defensores medioambientales. Detrás de la violencia se encuentran negocios y empresas relacionadas con la madera, la minería, los agronegocios y la construcción de presas hidroeléctricas.

Un informe de la ONG Global Witness denuncia que 1.733 activistas ambientales han sido asesinados en la última década. Cuatro por semana en 2021, hasta superar los más de 200.

Aunque la mayoría de los asesinatos se han registrado en países latinoamericanos, como Brasil y Colombia, entre los que murieron el año pasado por defender el medio ambiente y denunciar la explotación de sus tierras se encontraban 34 víctimas de India y Filipinas.  

El informe es conservador, advierten desde Global Witness, ya que la organización solo contabiliza los casos que han podido investigar y verificar, pero la cifra real de asesinatos seguramente es mucho más elevada. También afirma que la situación en todo el mundo, en vez de mejorar, ha empeorado.

Desde otras ONG se certifica que además de los asesinatos ha aumentado la represión contra estos activistas, que son detenidos y acusados de delitos fiscales de asociación ilegal, disturbios, atentados a la autoridad o a la seguridad del estado. 

En la presentación del informe de Global Witness, la doctora Vandana Shiva alerta de un hecho importante: “casi todos los defensores ambientales y de la tierra asesinados son del Sur global y, sin embargo, no es el Sur global el que cosecha los supuestos beneficios económicos resultantes de toda esta violencia”.

Global Witness es pionera en Asia, su primera campaña entre 1995-1997 puso en evidencia cómo el comercio ilegal de madera entre Camboya y Tailandia estaba financiando al régimen genocida de los Jemeres Rojos.

Camboya tiene una larga tradición de no respetar los derechos medioambientales y perseguir a los activistas. El país tiene uno de los niveles de deforestación más altos del planeta. Se calcula que desde 2011 ha perdido un 64% de su masa arbórea.

Amnistía Internacional ha denunciado la persecución de activistas y ha pedido la liberación del personal de la ONG Mother Nature detenido. Esta organización prácticamente ha tenido que abandonar el país ante la presión.  

Criminalizar la protesta medioambiental

Frente a los efectos más visibles del cambio climático que evidencian la necesidad de medidas urgentes para combatirlo, los gobiernos asiáticos han aumentado la represión contra los activistas. Vietnam, Filipinas, Tailandia y Filipinas se encuentran entre los 10 Estados con mayor riesgo de sufrir el impacto del cambio climático. Los intereses económicos presionan a las autoridades a cambios legales para silenciar las protestas y criminalizar a los activistas.

En regímenes autoritarios como Camboya, Vietnam o China es el propio estado el que defiende directamente sus intereses, ya que las empresas mineras o de energía tienen una amplia participación pública. Se han promulgado leyes más restrictivas que impiden las protestas abusando de los delitos de amenazas contra la seguridad del estado e incluso llegando a las de terrorismo. En Vietnam o China han sido condenados activistas simplemente por informar a través de Facebook o YouTube de alguna manifestación.

La pandemia de la Covid-19 ha servido de paraguas para decretar estados de alarma o emergencia que han permitido incrementar el control sobre los activistas y justificar la prohibición de protestas. 

En países con democracias formales como Tailandia, Indonesia o India o incluso en democracias plenas como Australia también ha habido retrocesos de derechos. Los procesos penales contra activistas se han multiplicado y han incluido delitos fiscales que implican multas o importantes fianzas. El informe Human Rights Law Centre, Greenpeace Australia Pacific and the Environmental Defenders Office ya lo advertía hace un año.

Los activistas poco han podido hacer contra la represión, y en lugares como Camboya o China prácticamente su trabajo ha desaparecido y muchos se han exiliado. Sin embargo, en Estados más democráticos han aumentado las demandas contra empresas por no actuar contra el cambio climático. La Red de Defensores del Medio Ambiente del Asia Pacífico ha pedido que el apoyo y la protección de los activistas forme parte de la agenda de la COP 27.

Las redes sociales se han mostrado como una herramienta de doble filo para el movimiento de defensa del medio ambiente. Internet ha permitido a los activistas viralizar su mensaje y dejar constancia de la represión que sufren. Publicar información, prácticamente en directo, sobre los abusos contra los ecosistemas y el acoso a los defensores de la tierra nunca había sido tan fácil.

Pero los gobiernos también cuentan con una potente arma represora en la censura de la Red o la vigilancia online que monitoriza los contenidos y a sus creadores. Y no hay que olvidar las leyes, vigentes en muchos países, que obligan a las empresas de Internet a compartir los datos de sus usuarios con las autoridades son una amenaza a la libertad. 

El caso de China es donde más se ha avanzado con el control digital. La proliferación de cámaras de seguridad y el desarrollo de tecnologías de inteligencia artificial que permiten, por ejemplo, el reconocimiento facial, se han convertido en un instrumento para controlar a la población. La Covid-19 ha sido la excusa perfecta para que rastrear los movimientos de cualquier persona a través de los datos del móvil se haya convertido en algo habitual. 

El modelo se exporta a otros países como Malasia o Tailandia, que ya han comprado a Pekín la tecnología de reconocimiento facial.

Vietnam aumenta la presión contra los activistas

En Vietnam la detención y condena de su activista más conocida internacionalmente, Nguy Thi Khanh, ha resonado como un serio aviso para silenciar el movimiento de defensa del medio ambiente.

Khanh fue condenada el pasado junio a dos años de prisión por un delito de evasión de impuestos. Había recibido en 2018 el prestigioso galardón Goldman Environmental Prize, conocido popularmente como el “Nobel Verde”, y es la fundadora del Green Innovation and Development Centre (GreenID), creado en 2011. Precisamente su galardón destacaba el trabajo realizado con agencias gubernamentales para reducir la dependencia del carbón y desarrollar las energías verdes.

Efectos del cambio climático sobre la zona del delta del río Mekong en Vietnam. Linh Pham/Getty Images

Sin embargo, ni su proyección internacional ni su colaboración activa con el Gobierno le han servido para esquivar la persecución. La detención de Khanh, junto con otros tres conocidos activistas —Mai Phan Loi, Bach Hung Duong y Dang Dinh Bach— tuvo lugar a principios de año y fue silenciada en la prensa vietnamita, al igual que sus condenas, que van de los cinco a los dos años. No se han dado a conocer las pruebas de su delito fiscal. 

La sentencia es una advertencia para los grupos que trabajan en el interior de Vietnam. También puede hacer que se reduzcan las donaciones internacionales ante el riesgo de que comprometan a las ONG ante el fisco del país. 

La persecución de este año es una escalada más en el acoso del Gobierno porque ha afectado a personalidades muy conocidas, pero Vietnam tiene un largo historial. En enero de 2021, la ingeniera agrónoma y defensora de los derechos medioambientales Dinh Thi Thu Thuy fue condenada a siete años por difundir “propaganda contra el estado”. Desde 2017, Hoang Duc Binh cumple una condena de 14 años por informar sobre el desastre medioambiental causado por los vertidos de la empresa siderúrgica taiwanesa Formosa Plastics Group.

Human Rights Watch ha denunciado la opacidad de los juicios a activistas en Vietnam y ha pedido su excarcelación. 

Filipinas, el país más violento

El informe de Global Witness coloca a Filipinas en el pódium de los países asiáticos más peligrosos para los activistas medioambientales. Entre 2012 y 2021 fueron asesinados 270 de ellos, más del 40% eran indígenas. La isla de Mindanao, situada al sur del archipiélago, es donde se han producido el 80% de los asesinatos. El documento también destaca que el 80% de las muertes están vinculadas con empresas y un tercio de ellas con compañías mineras. 

Filipinas es el quinto país del ranking mundial más rico en minerales. El 30% de sus tierras albergan grandes reservas. 

Los tailandeses participan en la huelga climática de Bangkok, Tailandia. Lauren DeCicca/Getty Images

La presidencia de Rodrigo Duterte se significó por un deterioro de los derechos humanos con su campaña contra la droga y la persecución de activistas. En 2021 consiguió abolir la moratoria vigente desde 2012 sobre nuevos proyectos mineros. El nuevo presidente, Ferdinand “Bongbong” Marcos Jr, no parece dispuesto a mejorar la situación y a dejar de criminalizar el activismo. En su discurso de investidura se comprometió a impulsar los incentivos para el sector de la energía, que incluyen las minas.

El informe anual de Amnistía Internacional denuncia que en Filipinas se ha incluido a los activistas de los derechos humanos y ambientales entre las personas “acusadas de vínculos con grupos comunistas o etiquetadas como rojas, catalogación que, en la práctica, autorizaba a las fuerzas de seguridad a matarlas”. 

La represión en el caso de países como Filipinas, India o Indonesia involucra a personal del ejército, de la policía o fuerzas paramilitares y cuenta con la imprescindible colaboración de jueces y funcionarios.

China silencia el activismo

A pesar de que China es el principal emisor de gases contaminantes del planeta y una pieza clave para combatir el cambio climático, la población no está concienciada con la lucha contra la defensa de la naturaleza. 

Para una gran mayoría, la preocupación por el medio ambiente se limita a soñar con una idílica vida neorrural en una China que no existe, como la que mostraban los bucólicos videos de Li Ziqi, una conocida influencer. En ellos exhibía las bondades de una vida conectada con la naturaleza, autosuficiente, apartada del estrés de las ciudades y sin teléfonos móviles. 

Li aparecía cabalgando al amanecer bajo el rocío, recogiendo flores y bayas, cocinando platos tradicionales de Sichuan o tejiendo su propia ropa. Llegó a tener 55 millones de seguidores en Douyin (el TikTok chino) y 16 millones de suscriptores en su canal de YouTube. Pero se limitaba a hacer soñar con un estilo de vida relajado y sin contaminación, no a denunciar los problemas medioambientales. 

Detrás había un imperio de ventas online de sus productos “sanos” que ella misma denunció el año pasado coincidiendo con la campaña del Gobierno para controlar los ingresos de los streamers e influencers. 

En sus inicios, Li encajaba con el modelo de “revitalización del campo” que promovía las autoridades chinas para el desarrollo de pequeños negocios en el mundo rural e impulsar sus ventas a través de las plataformas de Internet. Y cuando Pekín cambió de política, se adaptó a los nuevos tiempos presentando una denuncia contra el holding que controlaba su imagen y la venta de productos. Apareció en una entrevista en la televisión pública renegando de los ingresos de los influencers e incluso aseguró que se consideraba “una nueva agricultora socialista” entusiasta de la política de “prosperidad común” diseñada por el presidente Xi Jinping. 

El caso de Li Ziqi es una demostración de cómo el Gobierno consigue imponer su relato a la opinión pública en un país donde toda la prensa es estatal, existe la censura y un cortafuegos impide acceder a los contenidos de Internet no autorizados. 

Incluso este verano, en que se han producido grandes incendios y la peor sequía de los últimos sesenta años, dejando prácticamente sin agua la cuenca del Yangtze, en los medios de comunicación en ningún momento se ha hablado de que estos fenómenos eran causados por el cambio climático. La falta de agua obligó a cerrar estaciones hidroeléctricas y provocó grandes apagones en una zona donde vive un tercio de la población del gigante asiático.

En China se es consciente de que el rápido desarrollo se ha producido a costa de la contaminación del aire, la tierra y el agua, pero no de los efectos irreversibles que tiene sobre el planeta y el clima.

El Gobierno se ha comprometido a llegar al pico de emisiones en 2030. Es decir, hasta esa fecha seguirá creciendo la contaminación, para reducirse hasta alcanzar la neutralidad en 2060. Son promesas por cumplir. Pero la ralentización económica provocada por la pandemia de la Covid-19 frena la transición energética y la reducción de la dependencia del carbón. Desde la oficina de Pekín de Greenpeace se ha denunciado que sólo en el primer trimestre de 2022 los gobiernos locales ya habían aprobado aumentar la capacidad de las plantas de carbón en cerca de la mitad de la de todo 2021.

El gigante asiático ha sido inflexible ante cualquier movimiento social que no tutele y ha llevado una dura campaña de represión contra la disidencia, los abogados defensores de los derechos humanos, las feministas, los movimientos LGTBQ y también los activistas medioambientales.

Las detenciones ante cualquier protesta son sistemáticas y los defensores de la tierra se han encontrado con las socorridas acusaciones de “buscar peleas o provocar problemas”, una especie de cajón de sastre que se utiliza contra la disidencia. También suelen ser acusados de revelación de secretos y de atentar contra la seguridad del estado. 

En 2015 Pekín lanzó una campaña para controlar las ONG. Aprobó una nueva legislación que las obligaba a inspecciones periódicas, a detallar sus fuentes de financiación —no pueden recibir fondos del extranjero — y en qué gastaban el dinero. En la práctica la mayoría tuvieron que dejar de trabajar.

En la actualidad, las pocas organizaciones medioambientalistas que quedan han de operar bajo el paraguas del Gobierno o impulsadas por las diferentes administraciones, dedicándose básicamente a una función de formación, según Greenpeace Pekín.

Una pantalla muestra un sistema de reconocimiento facial en China. Visual China Group via Getty Images

La joven Howey Ou, que en 2020 y con escasos 17 años distribuía octavillas e invitaba a plantar árboles inspirada por la sueca Greta Thunberg, ha tenido que abandonar el país ante la persecución. Su escuela le prohibió la asistencia para evitar problemas por su activismo.  

La persecución es implacable y abarca muchas facetas de la defensa del medio ambiente. Por ejemplo, los luchadores contra la caza furtiva en la región de Ningxia, como Li Genshan y su grupo, están en prisión por denunciar la connivencia de la policía con los cazadores. El año pasado en la provincia de Jiangxi se condenó a tres aldeanos por protestar contra la contaminación de unas fábricas. 

La reducción de emisiones de carbono también ha propiciado toda clase de abusos. La limpieza del aire de Pekín se ha hecho a costa de cerrar fábricas en su cinturón industrial dejando a mucha gente sin empleo. La construcción de grandes parques eólicos para suministrar energía verde a los Juegos Olímpicos de Invierno supuso la expropiación de tierras para los campesinos con bajas indemnizaciones. Las protestas se acallaron con detenciones y procesamiento criminal.  

Los atropellos que sufren los activistas en cualquier parte del planeta tienen un denominador común: la peligrosa relación que se establece entre los recursos naturales, los intereses económicos, la corrupción y los conflictos armados. 

Los perdedores de este conflicto de intereses también son los mismos en todo el mundo: el primero, el medio ambiente, los estragos del cambio climático ya son visibles. Y el segundo, la violación de los derechos humanos: los colectivos más vulnerables, como las poblaciones indígenas, los ancianos, mujeres y niños con riesgo de exclusión social, son y serán las principales víctimas de los efectos de la crisis climática.