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El interior de la biblioteca central de Los Ángeles durante un taller sobre videojuegos, 2017. Emma McIntyre/Getty Images for Nintendo of America

El incendio de la Biblioteca Central de Los Ángeles en  1986 como hilo conductor para explicar las decenas de funciones que cumplen las bibliotecas públicas y para narrar la historia de esta ciudad.

La biblioteca en llamas

Susan Orlean

Planeta, 2019

No pocas personas aconsejan que, si uno va por primera vez a un país extranjero y quiere conocer de manera rigurosa pero sucinta su política, sociedad, economía o cultura, una muy buena opción es leerse todos los reportajes que la revista estadounidense The New Yorker haya dedicado al lugar en cuestión. La clave es que, a pesar de que el tema del reportaje parezca muy concreto (cierto caso judicial acontecido allí, por ejemplo) la manera de trabajar —amplia y documentada— de esta publicación hace que, al final, el reportaje sea más bien un retrato a gran escala de una sociedad desde varias perspectivas. El hecho particular sirve como base para una fotografía extensa.

Ese es el espíritu de La biblioteca en llamas, de Susan Orlean, precisamente periodista en The New Yorker. El hecho concreto en el que este trabajo periodístico se fundamenta es el incendio de la Biblioteca Central de Los Ángeles en 1986. Desde allí surgen diversas ramificaciones que nos permiten entender la historia de la ciudad, el papel de las bibliotecas públicas a lo largo del siglo XX, las comunidades rurales pobres de California, los problemas del sistema judicial estadounidense o el papel comunitario que juegan las bibliotecas públicas en este país.

Orlean conecta todas estas historias al drama del incendio de la Biblioteca Central de Los Ángeles, la mayor quema de un centro de este tipo en la historia de Estados Unidos, que quedó eclipsada al producirse al mismo tiempo que otro desastre internacional: la catástrofe en la central nuclear de Chernóbil. Cuando Orlean describe las quemaduras, el calor extremo y las dificultades de los bomberos de Los Ángeles ante aquel enorme incendio, uno no puede evitar hacer un paralelismo con lo que estaba sucediendo en ese mismo momento en Ucrania.

En La biblioteca en llamas, Orlean investiga ese incendio décadas después, pero también —y quizás eso es lo más interesante del libro— nos adentra en el complejo y sorprendente funcionamiento de las bibliotecas públicas estadounidenses. Podemos ver, por ejemplo, cómo hay una gran flota de camiones que va repartiendo y moviendo libros entre las diferentes bibliotecas de la ciudad: los pedidos en masa que suelen hacerse sirven para percibir ciertas tendencias sociológicas —el día después de Acción de Gracias se mueven centenares de libros para adelgazar; pocos días antes de pagar a Hacienda, corren los manuales de asesoría financiera—.

Los diferentes empleados le explican a Orlean problemas que deben afrontar, algunos especialmente curiosos. Un ejemplo son los robos de libros que, en el caso de Los Ángeles, suelen ser cometidos por un ladrón reincidente: los estudios cinematográficos, que envían a sus empleados de manera planificada a robarlos para poder usarlos como documentación para preparar sus películas. Ya hay incluso empleados de la biblioteca que, resignados, pasan de vez en cuando por los estudios cinematográficos para pedir y recoger los libros que se han robado. En materia de seguridad, el peligro no sólo viene desde dentro: a Orlean le cuentan, por ejemplo, cómo la web de la biblioteca sufre ciberataques constantes desde Rusia o China. Los hackers no buscan ningún secreto de la biblioteca, sino entrenarse antes de pasar a objetivos mayores, como las web de bancos o gobiernos.

Una pregunta que recorre la obra es cuál debe ser la función actual de una biblioteca. Contener y prestar libros es la esencial, la que sostiene a todas las demás. ¿Pero cuáles más hay?

Podría decirse que hay algunas relacionadas con los objetos y otras relacionadas con las personas. En relación a lo primero, la Biblioteca Central de Los Ángeles acumula objetos catalogados que, a primera vista, pueden parecer inútiles: fotografías caseras de hace décadas, partituras de orquesta de todo tipo o mapas de diferentes áreas ya obsoletos. La función básica de guardar y ordenar todo ello, explica Orlean, es preservar la memoria colectiva de la ciudad y de la nación, a través de detalles u objetos que nos pueden parecer secundarios, pero que explican profundamente épocas que ya no viviremos.

Las bibliotecas también cumplen una función social amplia, relacionada con sus usuarios, que pueden ser tanto la madre que acompaña a su hija a leer a la sección infantil como el adolescente que va a usar una de las tablets en préstamo, el indigente que utiliza los ordenadores públicos o el inmigrante recién llegado que ojea los libros para aprender inglés. O también la gente que se sienta en la biblioteca a pasar el rato sin hacer nada —caso no poco habitual, apunta la autora—. En resumen: mucha gente utiliza las bibliotecas públicas en Estados Unidos. Como destaca Orlean en contra de los tópicos, en este país hay más bibliotecas públicas que Mc Donalds.

En la Biblioteca Central de Los Ángeles se llevan a cabo programas de todo tipo. Desde talleres contra la violencia de género para adolescentes hasta clases de inglés para inmigrantes de toda procedencia. Cursos de formación online equivalentes al bachillerato o servicios sociales vinculados a la gente que vive en la indigencia, que suele acudir a las bibliotecas públicas de manera regular. Como apunta Orlean, se trata de uno de los grandes desafíos de estas instituciones, que deben combinar su apertura como lugar público con una gestión adecuada de los conflictos que puedan suceder: “a menudo, dentro de la biblioteca los problemas sociales se magnifican. Los indigentes y drogadictos y los enfermos mentales son problemas con los que te puedes topar en cualquier lugar público de Los Ángeles. La diferencia estriba en que si ves a un enfermo mental caminando por la calle puedes cambiar de acera. En una biblioteca te ves obligada a compartir con él un espacio más pequeño, más íntimo. La naturaleza comunitaria de una biblioteca es su esencia, ya sea en las mesas compartidas, los libros compartidos o los lavabos compartidos. El compromiso de la biblioteca de abrir sus puertas a todo el mundo supone un reto mayúsculo. Para mucha gente, es posible que ésta sea el único lugar en el que se encuentren cerca de personas con problemas mentales o muy sucias, y eso puede resultar incómodo. Pero una biblioteca no puede llegar a ser la institución que esperamos que sea a menos que todo el mundo tenga acceso a ella”.

Para llegar a esta situación de apertura actual, explica Orlean, la Biblioteca Central de Los Ángeles ha tenido que pasar por etapas muy distintas. La autora hace un recorrido de la historia de esta institución que, en cierto modo, también es la de la ciudad de Los Ángeles. La primera biblioteca pública de esta urbe abrió en 1844, al lado de un patio donde se vendían esclavos nativos, en un Los Ángeles casi irrelevante en comparación con lo que es ahora. La cuota era cara y sólo podían entrar los hombres. Las mujeres tenían una pequeña sala aparte y los niños no podían acceder.

Las cosas irían evolucionando y la biblioteca de Los Ángeles tendría, por ejemplo, la primera directora mujer de Estados Unidos. En las posteriores décadas se vivirían tensiones por la discriminación de género —hubo una gran protesta feminista cuando despidieron a la directora de la biblioteca del momento— y también más adelante por tensiones raciales —apareciendo, por ejemplo, folletos del Ku Klux Klan entre las páginas de muchos libros—. También habría literatos famosos al cargo de la biblioteca, como el bohemio y pionero de los road trip Charles Lummis.

La red de bibliotecas también jugaría un papel clave en la época de la Gran Depresión, siendo uno de los pocos lugares donde había abundancia —en este caso de libros— y donde se podía ir de manera gratuita bajo un clima estable, en contraste con lo que sucedía en el exterior, donde imperaba la escasez y la pobreza se apoderó de muchas familias. El gran crecimiento de la ciudad, sin embargo, se produciría después de la Segunda Guerra Mundial. Los cambios demográficos, sociales y económicos se verían en el tipo de libros que más se prestaban: si antes predominaban los de cultivo de cítricos, después serían los de matemáticas y ciencia —justo cuando empezaba la carrera espacial—; posteriormente se pasaría al ocultismo y a la brujería, mientras que luego triunfarían los libros sobre informática o energía nuclear.

Orlean explica Los Ángeles más mitificado y hollywoodiense a través de la figura de Harry Peak, el joven al que se señaló (pero no condenó) como culpable de haber provocado el incendio de la biblioteca. Mediante su figura, podemos entender los problemas de drogas o alcohol de las comunidades rurales de California —donde Peak creció— o esa atracción de las “grandes oportunidades” que Los Ángeles ejercía sobre muchísimos jóvenes de todo el país, que llegaban esperanzados a esta enorme urbe con el objetivo de triunfar en el mundo del espectáculo, cosa que la inmensa mayoría nunca conseguiría.

La figura de Peak también nos sirve para entender cómo ha evolucionado el sistema de investigaciones y juicios relacionados con los incendios y los pirómanos. Hasta hace poco, bastantes casos vinculados a este tipo de delito habían llevado a prisión a los acusados de manera probablemente injusta, debido a que los conocimientos científicos y de investigación partían de bases erróneas —saber identificar dónde se ha originado un fuego, cómo asegurar que un incendio ha sido provocado por un ser humano y no por accidente—.

Como se comprende leyendo la obra de Orlean, el incendio de una biblioteca suele afectar más a la comunidad que si hubiera sucedido en otros edificios de carácter público. Hay algo simbólico y superior en las bibliotecas y su contenido, que es transversal a muchas culturas. Por eso, apunta Orlean, estos lugares llenos de libros han sido objetivos importantes en muchos conflictos bélicos, desde la antiquísima Alejandría hasta la más contemporánea biblioteca de Sarajevo.

Pero una biblioteca es más que cuatro paredes. Un ejemplo curioso y emocionante son las bibliotecas móviles de todo el mundo. De los burros que cargan libros en Colombia a los barcos-biblioteca que llegan a los pueblos perdidos de Noruega, pasando por los trenes repletos de volúmenes en Tailandia o los camellos-biblioteca de Kenia, el mismo espíritu ilustrado, público y esperanzador, nos recuerda Orlean, consigue encontrar su espacio en rincones dispares de todo el planeta.