Las opciones de Alemania, y de Europa, frente a la creciente rivalidad comercial, militar, tecnológica e ideológica entre Estados Unidos y China.

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La Canciller de Alemania, Angela Merkel, y el líder chino, Xi Jimping, miran a los fotógrafos, mientras que Donald Trump está un lado mirando hacia abajo., cumbre del G-20 2017. Thomas Lohnes/Getty Images

La rivalidad entre Estados Unidos y China va a dominar la política internacional en los próximos años. El actual conflicto arancelario es sólo el anticipo de una nueva guerra fría entre dos superpotencias que va a abarcar de lo comercial a lo militar, pasando por lo tecnológico y lo ideológico. La Trampa de Tucídides 2.0. Y Alemania llega con el pie cambiado a este momento histórico de progresivas esferas de influencia e intentos de desacoplamiento económico. Berlín es, de un lado, un fiel aliado de Washington, defensor de la democracia liberal y de la OTAN, pese a la erosión del factor Trump. Pero por otro, su economía depende cada vez más de Pekín, algo que puede agravarse si la desaceleración se ceba con Occidente. En su elección reside la clave de su supervivencia.

Si algo ha caracterizado durante décadas la política exterior alemana era lo que en el Berlín político se llama el “vínculo transatlántico”. La República federal no puede entenderse sin Estados Unidos. Sin la victoria aliada en la II Guerra Mundial, la tutela estadounidense en los primeros pasos de la Alemania occidental y el plácet de Washington a la reunificación. En deferencia por ese papel crucial, el Gobierno alemán siempre ha estado del lado de EE UU en la arena internacional, salvo contada excepciones como el “no” a la Guerra de Irak del excanciller Gerhard Schröder.

Esta fidelidad encajaba además muy bien con su alineación ideológica, a favor de la democracia liberal, la economía de mercado y el libre comercio, así como con su militancia en la OTAN. La “comunidad de valores” a la que alude con frecuencia la canciller Angela Merkel. Pero también sintonizaba con el dogma concebido de forma más o menos consciente tras el fin del nacionalsocialismo y que ha impregnado su política exterior desde entonces: Alemania debía ser un gigante económico, pero un enano político. En esa dinámica casaba también la tradicional apuesta del país por la integración europea.

Pero este paradigma está actualmente en duda. Las disonancias entre Berlín y Washington son cada vez más evidentes. La propia Merkel reconoció en 2017 que “la era en la que podíamos depender totalmente de otros de alguna forma se ha acabado”. Estados Unidos ha desaparecido de la ecuación. Europa —y Alemania— están huérfanas en el actual mundo multipolar donde los principales actores aplican estrategias de suma cero.

 

El factor Trump

El factor esencial —aunque no único ni inicial— de este movimiento tectónico es Trump. Él ha dejado a Europa en la estacada con su “América primero”. Y Alemania se siente especialmente despechada, porque se había acostumbrado a un grado de dependencia sin paralelo entre los grandes del continente. Las raíces del malestar son profundas. Van mucho más allá de anécdotas más o menos sintomáticas como la ocasión, en la primera visita de Merkel a Trump, en la que el estadounidense evitó darle la mano frente a los fotógrafos pese a que la canciller se lo sugirió.

En los últimos meses, ambos gobiernos han chocado en múltiples asuntos. De la negativa de Berlín a sumarse a una misión militar estadounidense en el estrecho de Ormuz a las repetidas amenazas de Washington con imponer aranceles a los coches alemanes. Trump también ha criticado desde Twitter a Merkel por quedarse lejos del gasto en defensa del 2% del producto interior bruto (PIB) y por la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que unirá directamente Rusia y Alemania. Pero también la ha despreciado públicamente por mantener las fronteras abiertas en 2015 durante la crisis de los refugiados, permitiendo que entrase un millón de personas en Alemania para pedir asilo.

Las invectivas de Washington siguen. En la llamada telefónica del pasado julio entre Trump y el Presidente ucraniano, Vladímir Zelenski, el estadounidense aseguró, según la transcripción de la Casa Blanca, que “Merkel no hace nada” por Kiev, sólo “hablar”, despreciando el “formato Normandía” diseñado por Berlín y París para permitir un diálogo entre Ucrania y Rusia con su mediación. Fue gracias a este mecanismo diplomático —uno de los mayores empeños de la Canciller en el ámbito exterior— que se alcanzaron los Acuerdos de Minsk de 2015, si bien esta hoja de ruta lleva años varada por la falta de voluntad de las dos partes en conflicto.

 

El potencial chino

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Un anuncio gigante de la empresa china Huawei al lado de la torre de la iglesia Kaiser Wilhelm en Berlín. TOBIAS SCHWARZ/AFP/Getty Images

En este contexto de incomprensión mutua y creciente desconfianza, China brilla de pronto bajo una nueva luz para Berlín. Tras las controvertidas decisiones de Trump de imponer aranceles al acero y el aluminio europeos, de abandonar el Acuerdo de París y de repudiar el acuerdo nuclear iraní; Pekín defiende el libre comercio, la acción internacional coordinada contra la crisis climática y la vía diplomática para tratar con Teherán. Como si el gigante asiático, pese a las distancias políticas, se mantuviese como uno de los adultos en la sala.

Pero la relación alemana con China va mucho más allá del oportunismo político. Este año lleva camino de convertirse en el cuarto consecutivo en el que China es el mayor socio comercial alemán. Las importaciones y exportaciones mutuas se acercan a los 200.000 millones de euros al año gracias a que ambos gobiernos se esmeran en cuidar las relaciones bilaterales. En sus 14 años en la Cancillería, Merkel ha viajado 12 veces a China. Las empresas del DAX 30 obtienen el 15% de sus ingresos en el país asiático y Volkswagen, BMW y Daimler-Benz venden ya allí un tercio de sus vehículos.

Los expertos estiman que el entrelazamiento entre las mayores economías de Europa y Asia irá a más. Por el interés mutuo de ambos países, como proveedores y mercados, y el potencial de sus lazos bilaterales en un contexto de gran competitividad. Pero también porque los dos gobiernos necesitan aliados externos para atajar la ralentización del crecimiento fruto de la guerra comercial de Washington. Para Alemania esto último es especialmente acuciante, porque se acerca peligrosamente a la recesión. Además, no puede esperar que una átona eurozona dinamice su sector industrial.

Los objetivos de Berlín van mucho más allá. El Gobierno alemán no ha descartado la tecnología china —del gigante Huawei—  para la implantación en su territorio de las redes 5G, claves para la extensión de la conducción autónoma, la inteligencia artificial y la digitalización a gran escala de los procesos industriales. Merkel está empujando además para que la UE y China alcancen un acuerdo de protección bilateral de inversiones, un pacto que aspira a sellar en el segundo semestre de 2020, durante la presidencia alemana de la Unión, al final de su cuarta y última legislatura.

Esta relación comercial, sin embargo, no es en absoluto sencilla. La Federación de la Industria Alemana (BDI) empezó a calificar en enero a China de “competidor sistemático”. En un informe alertaba de las implicaciones para la economía alemana del sistema chino, un modelo con una “fuerte influencia estatal”, evidente en el dirigismo industrial de Pekín, plasmado en su estrategia “Made in China 2025”. Pero también genera, a su juicio, mercados distorsionados, entornos legales donde las empresas extranjeras no pueden competir en igualdad de condiciones y adquisiciones de empresas alemanas por competidores chinos dopados gracias a los créditos de bancos estatales.

 

El abrazo del dragón

En esta situación, incluso una economía como la alemana corre el riesgo de depender excesivamente de China. Esta posibilidad no sólo es real para naciones en vías de desarrollo en África, Asia y América Latina atrapadas en las redes financieras de la nueva Ruta de la Seda de Pekín. También puede sucederles a países industrializado, como se ha advertido en ocasiones de Australia. China supone alrededor de un 25% del comercio exterior del país (combinando exportaciones y importaciones) y es el primer mercado emisor para su sector turístico (el mayor del sector servicios).

El caso alemán no es tan evidente. La tasa china en su sector exterior no alcanza aún el 15%. Pero Pekín ya pude aprovechar esa dependencia económica como palanca de influencia, sin tuits ni desaires. La BDI advertía en su informe de que China “aprovecha cada vez más su fuerza económica para lograr sus objetivos políticos”. En la memoria reciente de la UE está la decisión de Hungría y Grecia de bloquear un comunicado de los 28 sobre las críticas de la ONU a las violaciones de los Derechos Humanos de Pekín. Precisamente ellos, dos de los socios que más inversión china reciben.

Para algunos analistas la dependencia alemana de China ya está dejándose entrever. Según Noah Barkin, periodista becado en el Instituto Mercator de Estudios sobre China (MERICS), en la última visita de Merkel al gigante asiático, este septiembre, se evidenció el “precio de hacer negocios” con este país. “En ninguna ocasión dijo la palabra ‘Xinjiang’, la provincia occidental de China donde más de un millón de miembros de la minoría musulmana han sido detenidos en campos de reeducación. Y en ninguna ocasión criticó a Pekín por la forma en la que ha tratado las protestas en Hong Kong, limitándose a pedir diálogo y distensión”, recoge en un artículo para el Berlin Policy Journal.

Berlín orquestó a continuación una medida escenificación para tratar de guardar las apariencias con el Gobierno chino y con la opinión pública en casa. Nadar y guardar la ropa. Apenas unos días después de la visita de Merkel a Pekín, su ministro de Exteriores, Heiko Maas, coincidió en un acto en Berlín con Joshua Wong, uno de los líderes de las protestas de Hong Kong, y se dejó fotografiar con él. La reacción del Gobierno chino fue airada, pero contenida. A fin de cuentas la Canciller no le recibió ni hubo una reunión formal.


La vía europea

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Un barco con mercancía china en el puerto de la ciudad de Hamburgo, Alemania. LUDOVIC MARIN/AFP/Getty Images

Este tipo de equilibrios queda muy lejos de los estándares que Berlín se ha impuesto a sí mismo en política exterior, donde dice aspirar a una acción internacional de corte ético, basada en “la promoción de democracia y los Derechos Humanos” y “el compromiso con la paz y la seguridad”, según el programa del Ministerio de Exteriores. Esta ambigüedad enerva a los activistas, a los alemanes y, sobre todo, a los de países autoritarios, que aspiran al respaldo alemán para defenderse frente a sus gobiernos. Pero también confunde a sus socios europeos, como al Presidente francés, Emmanuel Macron, que hace un año recibió en París a su homólogo chino, Xi Jinping, junto a Merkel y al presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, para mostrar un frente único y el fin de la “inocencia” europea frente a China.

La única salida para Alemania ante esta encrucijada es abandonar el europeísmo tibio impulsado por el pragmatismo conservador merkeliano y apostar por una acción común exterior más integrada, ambiciosa y coherente. Aunque sea difícil trabarla en una UE a 27. “Sin Europa Berlín no tiene ninguna oportunidad”, escribía recientemente el corresponsal de Política Internacional del semanario Die Zeit, Michael Thaumann. Debe evitar el pensamiento dicotómico de con Estados Unidos o con China y trabajar por una tercera vía que asegure su independencia y su supervivencia. Sólo operando a escala comunitaria tiene opciones de no quedar aplastada ante la creciente polarización fruto de la nueva guerra fría. Sólo lo logrará si aúna fuerzas con Francia y otras potencias medias del continente y contribuye a hacer realidad la denominada “autonomía estratégica europea”.