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Contenedores con productos chinos en el puerto de Los Ángeles, Estados Unidos. MARK RALSTON/AFP/Getty Images

Si el desacoplamiento entre las economías de Estados Unidos y China continúa, caminaremos hacia un mundo con dos ecosistemas, uno estadounidense y otro chino, en el que el multilateralismo será sustituido por una lógica neoimperailista. ¿Es inevitable?

Ya no cabe ninguna duda. Estados Unidos y China son rivales estratégicos y en las próximas décadas competirán por la hegemonía mundial. EE UU todavía le saca al gigante asiático una notable ventaja en capacidades militares, financieras, tecnológicas y de poder blando. Pero el auge chino es imparable, lo que implica que el enfrentamiento entre ambos colosos será muy difícil de evitar. Y eso va más allá de lo que hagan Donald Trump o Xi Jinping. Tiene que ver con la estructura de la relación bilateral y con las crecientes dificultades que el sistema multilateral tendrá para gestionar la rivalidad entre una potencia hegemónica en declive y otra en auge. Ahora bien, este enfrentamiento, que además de económico, comercial y tecnológico es ideológico y podría ser militar –y que ya ha sido bautizado como “la segunda guerra fría”–, puede manifestarse de muchas formas.

 

“Pekín y Washington terminarán pronto su guerra comercial”

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El presidente Donald Trump y su homólogo chino Xi Jinping en Pekín. NICOLAS ASFOURI/AFP/Getty Images

No, aunque habrá picos de tensión y distensión. La guerra comercial entre China y Estados Unidos es la primera –y de momento más palpable– manifestación del enfrentamiento sino-estadounidense, y seguramente irá a más. Cuando Trump llegó a la Casa Blanca en enero de 2017, los productos chinos entraban a EE UU con un arancel medio del 3% (y los de Estados Unidos a China con un gravamen del 8%). Desde entonces, se ha producido un incremento en cascada que los situará a finales de 2019 en el 24% y 26%, respectivamente. Además, no habrá ningún bien producido en el gigante asiático que entre en territorio estadounidense sin barreras arancelarias. El proteccionismo no es una buena idea desde el punto de vista económico. Reduce el crecimiento y la producción y destruye empleo en términos netos (aunque algunos sectores salgan beneficiados). Pero en la disputa por la hegemonía mundial la política comercial tan solo es una herramienta más de la política exterior. Y el objetivo fundamental de la acción exterior estadounidense es frenar el auge de China, para lo cual descarrilar su crecimiento y frenar su desarrollo tecnológico son buenos instrumentos, aunque por el camino la economía de EE UU pueda verse perjudicada. Por eso, quienes aventuran una y otra vez que Pekín y Washington aprovecharán alguna cumbre de alto nivel para llegar a un acuerdo que ponga fin a la guerra comercial se equivocan. Sin duda habrá momentos de distensión, que vendrán acompañados de subidas de las bolsas, y que serán más probables conforme se acerquen las elecciones en Estados Unidos. Sin embargo, a lo largo de los próximos años, seguiremos viendo como aumentan las barreras al comercio, la inversión y el libre flujo de tecnología entre ambos países. Y lo harán siguiendo la misma lógica: Washington golpeará primero y Pekín responderá de forma proporcional. Como el temor al ascenso de China es compartido por republicanos y demócratas, un cambio de presidente en EE UU no modificará la situación. Y China, para no mostrar debilidad, siempre responderá con la misma moneda.

 

“Las economías de China y EE UU irán desenganchándose”

Sí, ese parece ser el objetivo de Washington. El historiador Nial Ferguson acuñó en 2006 el término Chimérica para referirse a la intensa relación de interdependencia económica entre ambos países. China producía, EE UU consumía y el gigante asiático compraba la deuda estadounidense para permitir a los norteamericanos vivir por encima de sus posibilidades, al tiempo que las empresas de EE UU ganaban millones en el lucrativo mercado asiático. De esta situación de equilibrio y ganancias mutuas, que antes de la crisis financiera global se bautizó como Bretton Woods II, se deducía que ambas potencias tenían una relación simbiótica prácticamente inquebrantable. Sin embargo, la crisis y el rápido auge de China han despertado los peores temores del hegemón americano. Y hoy las élites económicas de EE UU consideran mayoritariamente que es necesario romper esa interdependencia y, sobre todo, no permitir que China tenga acceso a la puntera tecnología estadounidense (o europea). Por ello, tienen el firme propósito de desenganchar progresivamente ambas economías, y de momento lo están haciendo a través de la guerra comercial, bloqueando la venta de tecnología estadounidense a empresas chinas (el ejemplo más palpable es el de Huawei), prohibiendo cada vez más inversiones del gigante asiático en Estados Unidos y dificultando (aunque no prohibiendo) la entrada de estudiantes chinos a las universidades estadounidenses.

El cálculo es claro: ante un hipotético conflicto futuro, cuanto menos dependiente sea la economía estadounidense de la china, menor será el coste económico del enfrentamiento. Pekín, lógicamente, no está satisfecha con este desacoplamiento, pero poco puede hacer al respecto. Sin embargo, es consciente de que ya tiene el tamaño, el desarrollo y la capacidad para necesitar cada vez menos los productos y la tecnología de Occidente. Y, además, al tiempo que su economía se desengancha de la de EE UU se va acoplando con cada vez mayor intensidad con la de otros Estados, desde sus vecinos asiáticos hasta los países de Europa, África o América Latina.

 

“Vamos hacia un mundo de dos ecosistemas, el chino y el estadounidense”

Lamentablemente sí, a menos que podamos evitarlo. Si la lógica del desacoplamiento entre las economías de Estados Unidos y China continúa y las acciones de Washington siguen socavando el multilateralismo y, en particular, la Organización Mundial del Comercio, nos veríamos abocados a un mundo de bloques económicos enfrentados. En una lógica neoimperialista, tanto China como EE UU utilizarían su poder económico y tecnológico para debilitar al otro, obligando a los demás países a tomar partido y someterse a las normas del imperio al que se adhieran. Las amenazas estadounidenses a las empresas europeas que hagan negocios con Irán o Cuba pueden leerse ya en clave neoimperial, y también el aumento de la influencia y el poder chinos a través de la nueva ruta de la seda. Así, a largo plazo, aparecerían dos áreas de influencia geográficas, lo que daría lugar, en principio, a dos ecosistemas diferenciados, incompatibles y rivales; cada uno con su Internet, su moneda dominante y sus reglas, que serían más o menos dictatoriales en función de la actitud del imperio con sus nuevas colonias. Sería el fin de la globalización y del multilateralismo tal y como los conocemos.

Sin embargo, esto no es inevitable. La Unión Europea y otros Estados que apoyan el multilateralismo y el actual orden internacional, y que prefieren el Derecho internacional a la ley de la selva (como Canadá, Australia, Japón o los países latinoamericanos) podrían presentar una alternativa al modelo neoimperial. Además, los avances tecnológicos de la cuarta revolución industrial, que facilitarán el comercio de servicios, podrían dificultar enormemente la desglobalización. De lo que no cabe duda es de que una vuelta al imperialismo y al nacionalismo sería una pésima noticia para los países europeos, que se sienten mucho más cómodos (y han prosperado de forma extraordinaria) en un mundo de reglas, cooperación e instituciones multilaterales.

 

“Habrá una guerra entre China y EE UU”

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Los manifestantes, que protestan contra china, se reúnen cerca del consulado de Estados Unidos en Hong Kong. Carl Court/Getty Images

Seguramente no, pero quién sabe. Esta es, sin duda, la gran pregunta para las relaciones internacionales en el siglo XXI. Por una parte, están los que piensan que la confrontación militar entre una potencia hegemónica en auge y otra en declive es inevitable. Argumentan, además, que Estados Unidos tiene grandes incentivos para lanzar un ataque preventivo que doblegue a China antes de que el gigante asiático sea demasiado poderoso (es lo que se conoce como la trampa de Tucídides, evocando el ataque de Atenas a Esparta en la antigua Grecia que, por otra parte, le salió mal).

Por otro lado, están quienes afirman que la historia no se repite y que la lógica de la disuasión nuclear, unida a la profundidad de la globalización, hacen muy poco probable un conflicto militar clásico. Pero, aunque ninguno de los dos quiera una guerra, el aumento de la tensión en relación a Taiwán, Hong Kong, Corea del Norte u otros asuntos podría encender la chispa del enfrentamiento. Además, al igual que sucedió durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, podrían producirse guerras por delegación en terceros países. En todo caso, si los conflictos comerciales, tecnológicos y de divisas son el precio que hay que pagar por evitar una guerra, bienvenidos sean.