Más allá del conocido caso de Estados Unidos, la población negra también ha articulado sus respuestas reivindicativas frente a la discriminación que sufre en otros países.  

Depende: racismo en Estados Unidos

 

Suráfrica: imposible arcoíris postracial

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Estudiantes con carteles contra el racismo en Vereeniging, Suráfrica. Gulshan Khan/AFP/Getty Images

Tras la abolición del apartheid en 1994, y a pesar de la asunción del poder burocrático y de los grandes resortes del Estado por parte de los surafricanos negros, casi la mitad de ellos viven por debajo del umbral de la pobreza, mientras que sólo el 1% de los blancos se encuentra en esta situación.

La polarización racial sigue determinando el escenario político. La hegemonía del Congreso Nacional Africano (ANC), sustentada en la mayoría negra pero también en el clientelismo, se ve más amenazada por las luchas intestinas y la corrupción que por el principal partido de la oposición, la Alianza Democrática (esta agrupación cuenta hoy con un líder negro, pero representa fundamentalmente a las clases medias blancas liberales).

Fuera del ANC y de la Alianza Democrática, los mensajes raciales se recrudecen. La tercera fuerza política surafricana es la de los Economic Freedom Fighters (EFF), un partido revolucionario y abiertamente antiblanco que propone para Suráfrica recetas de expropiación de tierras similares a las acometidas por Robert Mugabe en Zimbabue. Sus ideas podrían llevarse a la práctica después de que el pasado 1 de marzo la Asamblea Nacional —gracias al apoyo matizado de la ANC— respaldara mayoritariamente una iniciativa expropiadora propuesta por los EFF.

El agravamiento de la tensión racial se nutre no sólo de las malas condiciones socioeconómicas de la mayoría negra, sino también de frecuentes acciones de racismo afro-fóbico contra los surafricanos negros por parte de sus compatriotas blancos que alcanzan difusiones epidémicas por medio de las redes sociales. La situación tiene un reverso aún más complicado, ya que parte de la población blanca acusa a las autoridades y a la prensa de aplicar dobles raseros, por publicitar más el racismo de los blancos hacia los negros que el que se produce en la dirección inversa. La preocupación se centra sobre todo en la violencia y hostigamiento que sufren los granjeros blancos, si bien no hay un acuerdo sobre las cifras exactas (el número de ataques contabilizados en el período entre 2016 y 2017 se estima en unos 640, aproximadamente).

No obstante, el informe de referencia en materia de delitos de odio señala que el 59% de las víctimas de estos crímenes en Suráfrica son negros. Y añade un elemento que hace las cosas aún más complicadas: sólo el 42% de las víctimas son originarias de Suráfrica, por lo que predomina el componente xenofóbico sobre el racista (dirigido sobre todo contra los inmigrantes negros y, en menor medida, los asiáticos).

La nación del arcoíris, con todos sus avances respecto a las épocas precedentes, ha fracasado en su ambición armoniosa e igualitaria.

 

Brasil: violencia policial y tierras ancestrales

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Un hombre enciende una vela durante una protesta de repulsa contra el asesinato de la activista brasileña Marielle Franco. Miguel Schincariola/AFP/Getty Images

Casi la mitad de la población brasileña es de ascendencia africana, pero ésta sólo representa un 20% del PIB nacional. Alrededor del 80% de los ciudadanos negros de Brasil vive por debajo del umbral de la pobreza. Además, soportan una tasa de desempleo que es un 50% más alta que la de los blancos, tienen el doble de posibilidades de ser víctimas de homicidios perpetrados por policías y apenas ostentan el 10% de los escaños en el Congreso nacional.

La comunidad afrobrasileña cuenta con un sustancial entramado reivindicativo para la defensa de sus derechos, cultura y religión. Su larga lucha cristalizó simbólicamente en 1988, un siglo después de la abolición de la esclavitud en el país, con la promulgación de una Constitución que consagra la criminalización del racismo.

En los últimos años, las corrientes autóctonas han confluido con iniciativas transnacionales, como el Black Lives Matter surgido en Estados Unidos a raíz de diversos casos de violencia policial contra ciudadanos afroamericanos. Brasil cuenta con su propia filial nacional del movimiento (Vidas Negras Importam) y hace un uso similar de las herramientas de comunicación modernas para denunciar la violencia perpetrada por las autoridades.

Además del Vidas Negras Importam, otros movimientos surgidos en diferentes ciudades se han hecho eco de fenómenos internacionales —como, por ejemplo, el estreno de la película de superhéroes negros Black Panther— para defender sus derechos, abandonar por unas horas las favelas y llevar su protesta a lugares tradicionalmente reservados a las élites. Pero las reivindicaciones salen a veces muy caras: a mediados de marzo fue asesinada Marielle Franco, una activista y feminista negra que alzó la voz contra la brutalidad policial.

Otra histórica reivindicación es la propiedad de la tierra. La constitución de 1988 establece los derechos de los asentamientos rurales fundados por los descendientes de esclavos a recuperar sus propiedades ancestrales, si bien hasta la fecha ha faltado voluntad política para hacer que la ley se cumpla. En febrero, el Tribunal Supremo confirmó la validez de una medida introducida por el ex presidente barsileño Luiz Inácio Lula da Silva, en 2003 para regular la concesión de tierras consagrada en la Carta Magna. Pero enfrente tienen a grandes corporaciones agrícolas, mejor conectadas con el actual gobierno de Michel Temer, por lo que este primer paso hacia el cumplimiento de un derecho histórico se verá seguramente lleno de obstáculos.

 

Europa: ceguera racial

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Protestas con pancarta de Black Lives Matters en Londres. Daniel Leal Olivas/AFP/Getty Images

Los estudiosos del movimiento por los derechos de los negros en Estados Unidos suelen decir que, en Europa, ese debate apenas está presente en la sociedad y que el propio concepto de “afroeuropeo” es todavía una entelequia.

Países como el Reino Unido y Francia cuentan con grandes comunidades de ciudadanos negros, pero sus organizaciones reivindicativas son insuficientemente visibles. En el caso británico, el movimiento por los derechos civiles sí tuvo una contribución clave en ciertas victorias históricas, como la tipificación de la discriminación racial como delito, lo que se logró por primera vez en 1965.

Sin embargo, la legislación va por delante de los hechos: hoy la población negra británica sufre desproporcionadamente la pobreza, el paro, la discriminación salarial, la criminalidad, el encarcelamiento y la violencia policial. Los ciudadanos negros tienen tres veces más posibilidades que los blancos de ser asesinados, y cinco veces más de ser detenidos y registrados por la policía.

El problema de la violencia policial ha servido como acicate para el despertar de la protesta. Los ecos transnacionales del movimiento estadounidense Black Lives Matter desembarcaron en el Reino Unido en agosto de 2016, coincidiendo con el quinto aniversario de la muerte de un joven londinense negro a manos de la policía (lo que provocó los grandes disturbios del verano de 2011).

La adopción de movimientos de protesta internacionales puede dar un nuevo impulso a las reivindicaciones, pero no contribuye a resucitar los olvidados hitos del movimiento negro británico. Hechos históricos de la lucha autóctona como el juicio de Mangrove Nine de 1970 —que llevó al primer pronunciamiento judicial en el que se reconocía la existencia de odio racista en la policía londinense— parecen haber quedado relegados al olvido, al igual que los principales activistas que los protagonizaron, debido en parte a la ausencia de reconocimiento y tributos por parte de la alta política británica.

En Francia, la población negra representa entre el 3% y el 8% de la población. Sus problemas de discriminación social, económica y educativa son similares a los que existen en el Reino Unido, y el problema de la violencia policial es quizás el más  explosivo. La desconfianza entre la policía y la banlieue (suburbios) es patente: los franceses negros tienen seis veces más posibilidades que los blancos de que la policía les eche el alto —la situación es aún peor para los de origen árabe, que tienen ocho veces más posibilidades—.

Diversos casos de homicidios y torturas de jóvenes negros a manos de la policía han encendido los barrios periféricos. El caso de mayor trascendencia tuvo lugar en 2005, cuando la muerte por electrocución de dos adolescentes al huir de la policía provocó uno de los mayores disturbios que han conocido las barriadas francesas hasta la fecha. La sentencia judicial, que se emitió más de diez años después del hecho, exculpó a los agentes concernidos del delito de omisión de socorro.

La conducta policial ha galvanizado la resistencia negra, que también se ha acogido al estandarte estadounidense del Black Lives Matter, estratificándose en corrientes locales como la Anti Negrophobia Brigade. Estos grupos se dejaron sentir fundamentalmente en el verano de 2016, a raíz de la muerte de un joven franco-maliense en dependencias policiales. No obstante, la acción reivindicativa es errática, la organización es débil y los propios principios rectores del Estado no se prestan a habilitar movimientos de protesta racial.

Existe un cierto velo de silencio por parte de la oficialidad y de los medios de comunicación. Éste se debe, en parte, a la política de neutralidad racial del Estado francés y a la prohibición de clasificar a la población según su raza o etnia. Algunas organizaciones señalan también el silenciamiento ocasional de activistas destacados que denuncian los abusos policiales contra los negros. Tal es el caso de la periodista Rokhaya Diallo, a quien retiraron a finales del año pasado de un consejo asesor del gobierno.

Los casos británico y francés pueden resultar desalentadores, pero no cabe esperar mejorías inspiradoras por parte de la Unión Europea. Diversas reflexiones plantean la cuestión de si el club comunitario es intrínsecamente racista. Una de las razones principales esgrimidas para defender esta teoría es la ínfima proporción de trabajadores no blancos en las instituciones europeas (apenas un 1%, según un estudio de POLITICO).

La Estrategia por la Diversidad aprobada por la Comisión Europea en 2017, aun cuando empeña al ejecutivo comunitario en la lucha contra la discriminación racial, no ofrece medidas concretas. Por su parte, el Parlamento Europeo también llama la atención por su blanca monocromía, y su ya escasa diversidad declinará aún más tras el Brexit.

 

Israel: derechos bíblicos

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Etíopes descendientes de judíos en el aeropuerto Ben Gurion, Tel Aviv. Menahem Kahana/AFP/Getty Images

El país se ha convertido en un escenario especialmente complejo para los derechos de la minoría negra, pero el problema difiere en función de a qué parte de dicha minoría nos refiramos.

La situación más acuciante la viven los inmigrantes irregulares no judíos llegados de diferentes países de África —sobre todo de regímenes autoritarios como Sudán y Eritrea—. Se estima que hay más de 40.000 de estas personas residiendo ilegalmente en Israel, un número elevado en relación a la población del país. Casi ninguno de ellos puede acogerse a la Ley de Retorno que posibilita la adopción de la nacionalidad israelí a toda persona de origen judío, y sólo una minoría ha obtenido el estatus de refugiado.

Muchos los consideran una plaga de intrusos y delincuentes que corrompen la religión, las costumbres y las leyes de Israel. El pasado enero, el Gobierno dio a estos “infiltrados” tres meses para abandonar el territorio nacional y trasladarse a Ruanda y Uganda —a cambio del pago de una cierta cantidad de dinero— o acabar en la cárcel. Sin embargo, la fuerte oposición a la iniciativa llevó a que, el 2 de abril, el Primer Ministro israelí, Benjamin Netanyahu, decidiera su suspensión. Es, hasta la fecha, la primera victoria temporal para esta vulnerable comunidad.

Otras comunidades negras israelíes disfrutan de un arraigo algo mayor y de una cierta organización reivindicativa. Es el caso de los Hebreos Negros, ciudadanos originariamente afroamericanos que llegaron a Israel en 1969 convencidos de su origen semítico. No obstante, tampoco ellos pudieron acogerse a la Ley de Retorno, al no ser considerados como verdaderos judíos.

Esa negativa de las autoridades dio lugar a una larga lucha, pilotada fundamentalmente a distancia por defensores de los derechos civiles en Estados Unidos y congresistas de Chicago —lugar de nacimiento de la mayoría de los Hebreos Negros—. Sus reivindicaciones, a pesar de enfrentarse a múltiples reparos teológicos, fructificaron en 2003, cuando se les concedió el permiso de residencia permanente en Israel.

Una vez legalizada su estancia, los problemas que padece hoy esta exigua comunidad se asemejan a los de la minoría negra en otros países, como la precariedad económica o el confinamiento en ciertas zonas alejadas de los rincones más prósperos del país.

Mayor reconocimiento tienen los judíos etíopes de Israel, que no sólo disfrutaron desde un primer momento del derecho a residir en el país, sino que llegaron al Estado hebreo en dos grandes oleadas —1984 y 1991— con la ayuda del Ejército israelí, y atraídos por un edicto rabínico que proclamaba sus derechos.

Pese a ese reconocimiento, los judíos etíopes cuentan con unos ingresos que son un  40% inferiores a la media israelí, sufren el confinamiento en zonas aisladas y económicamente deprimidas, y también una tasa de criminalidad muy superior a la de sus compatriotas. Tampoco son ajenos a la brutalidad policial, lo que provocó violentos disturbios en 2015, después de que saliera a la luz un vídeo de la policía propinando una paliza a un israelí de origen etíope.

Esa discriminación, que los activistas describen como “racismo institucional”, contrasta con las medidas gubernamentales que permitirán la llegada de otra oleada migratoria de judíos etíopes a partir de este año. Si no se hace también un esfuerzo por mejorar sus condiciones, los conflictos con esta minoría se harán más frecuentes y explosivos.