Corea_raza_1200x400
Las animadoras de Corea del Norte en los Juegos Olímpicos de Invierno en Pieongchang. Carl Court/Getty Images

Cómo la glorificación de la pureza de la raza es un elemento fundamental en la ideología que sustenta a la dinastía Kim. 

Si alguien merece la medalla de oro al mejor ejercicio propagandístico en los Juegos Olímpicos de Invierno en Pieongchang es Kim Jong-un. La presentación por primera vez de un solo equipo coreano de hockey femenino, la marcha bajo una sola bandera de ambas delegaciones en la ceremonia inaugural y la presencia de su hermana, Kim Yo-jong, que eclipsó la del propio vicepresidente estadounidense, Mike Pence, fueron un golpe diplomático maestro.

Kim Jong-un envió además un arma secreta: 230 cheerleaders cuyas sofisticadas coreografías sincronizadas y cánticos a favor de la reunificación deslumbraron al estadio olímpico. La prensa de Seúl se deshizo en elogios ante la “pura e inocente belleza” de las animadoras, todas ellas seleccionadas entre las familias de la elite norcoreana por su lealtad y talento.

Pyongyang utiliza su ejército de bellezas solo cuando quiere mostrar su mejor rostro al mundo. La invitación que extendió Kim Yo-jong al presidente surcoreano, Moon Jae-in, para que visitara el Norte culminó esa audaz maniobra, que puede marcar un punto de inflexión en las complejas –y sutiles– relaciones intercoreanas.

Moon, cuyos padres huyeron de la República Popular durante la guerra (1950-1953), ha dicho varias veces que quiere visitar el país “si se dan las circunstancias apropiadas”. La sombría expresión de Pence en la inauguración dejó claro el desagrado de Washington ante las armas de seducción masiva desplegadas por Pyongyang para atraerse a Seúl, que no tardó en explorar esa vía para sondear sus alcances. Y sus límites.

Según Chun Yung Woo, ex negociador nuclear surcoreano, la estrategia de Kim Jong-un “ha ganado todas sus apuestas en los últimos seis años”. Las encuestas muestran que un 60-70% de los surcoreanos quiere la distensión. Es lógico. Las provocaciones norcoreanas, disminuyen cuando hay iniciativas diplomáticas de por medio.

Kim enfrentó así a Trump ante un dilema: si mostraba músculo militar, más plausible haría parecer la teoría del régimen de que su arsenal nuclear es el único seguro de vida que tiene.

Al final, el anuncio por Chung Eui Yong, el emisario surcoreano que se reunió en Pyongyang con Kim Jong-un, en la propia Casa Blanca de una reunión entre Trump y el líder norcoreano en mayo, mostraron los frutos de la sofisticada diplomacia del reino ermitaño. Si algo había perseguido el régimen durante décadas era el respeto y la credibilidad internacionales. Y sobre todo la legitimidad de su programa nuclear.

Ver juntos al querido líder junto al hombre más poderoso del mundo será un potente triunfo simbólico de Kim, que a cambio solo ha hecho una vaga promesa de desnuclearización. En el pasado, Pyongyang ha usado las conversaciones nucleares para lograr concesiones –y dinero– a cambio de promesas vacías.

Los riesgos de la apuesta son altos para ambas partes. El fracaso de la cumbre puede activar una nueva escalada armamentista, con lo que la situación, en lugar de encauzarse podría empeorar al dejar a la diplomacia sin más cartas que jugar.

 

El juego de los símbolos

Como los antiguos kremlinólogos, obsesionados con descifrar cada mínimo gesto de los jerarcas soviéticos en los desfiles de la Plaza Roja, los analistas del reino ermitaño escrutan minuciosamente las paradas militares norcoreanas para adivinar los mensajes que envían.

Y el desfile del día después de la inauguración de los juegos –luciendo la joya de la corona de su arsenal balístico, el misil Hwansong-15– tuvo una sutil concesión: no fue transmitido por televisión.

Para Pyongyang el deporte ha sido siempre una extensión de su política exterior y los atletas el símbolo por excelencia de su orgullo nacional. En 2012, poco después llegar al poder, Kim Jong-un creó una Comisión Estatal de Orientación Deportiva y Cultura Física dirigida por su tío, Jang Song Taek.

No es fortuito. Los coreanos de ambos lados del paralelo 38 comparten un fuerte sentido de identidad cultural y étnica. En eventos deportivos suelen animar a los dos equipos nacionales frente a terceros países, especialmente si son japoneses, su antigua potencia colonial.

La manipulación del nacionalismo étnico por Pyongyang explota el victimismo y los recuerdos de la guerra, cuando los bombardeos de la US Air Force, que mataron al 20% de la población civil del Norte, según reconoció en 1984 el general Curtis LeMay, jefe del Comando Aéreo del Pentágono durante el conflicto.

 

Una raza superior

Ante la Asamblea Nacional surcoreana Trump dijo que el Norte era un país regido como una secta que se basaba en la “trastornada creencia en un líder infalible”, una idea que parece extraída del libro The cleanest race (2010) de B.R. Myers, periodista de The Atlantic.

Tras analizar una multitud de películas, novelas románticas y otros artefactos del aparato propagandístico de la dinastía Kim, Myers concluye que el núcleo simbólico de su mitología oficial remonta sus orígenes a la cultura oficial del régimen colonial japonés entre 1910 y 1945, el periodo en el que fueron formados los ideólogos comunistas norcoreanos.

En los años 20 las familias coreanas de clase alta hablaban japonés en casa. Para lograr su aquiescencia, los nipones les inculcaron que compartían los mismos ancestros y la misma sangre que la raza sagrada Yamato, lo que los hacía parte de una sola raza imperial, moral, física e intelectualmente superior.

Tras la guerra, los nacionalistas coreanos trasladaron esos mitos a sus propias símbolos nacionales, equiparando, por ejemplo, la montaña Paektu, la más alta de la península, con el monte Fuji japonés y a Jimmu, fundador divino de la raza Yamato, con Tan’gun, el gran emperador coreano de la Antigüedad.

Cuando se consumó la partición de la península, Kim Il Sung –que pasó la guerra en la Unión Soviética tras combatir brevemente a los japoneses en el ejército de Mao– creó un régimen híbrido en el que el marxismo-leninismo fue filtrado por el tamiz del racismo imperial nipón y su maniqueo dualismo entre razas puras e impuras.

Los carteles bélicos norcoreanos presentaban a los soldados americanos como miembros de una “raza depravada”: chacales (sungnyangi) en forma humana. Las norcoreanas que se casaban con rusos eran acusadas de “traicionar a la raza” y obligadas a divorciarse.

En 2006 el gobierno del Norte criticó al del Sur por dar la bienvenida a un jugador de fútbol mestizo (de padre coreano), acusando a Seúl de traicionar la monoetnicidad (tanilsong) y “el linaje de nuestro pueblo”.

Lo que emerge del fascinante retrato de Myers es un régimen muy distinto al que predomina en las percepciones occidentales: no un bastión estalinista o un patriarcado confuciano sino un Estado cuyo ultranacionalismo étnico lo ubica más bien en la extrema derecha del espectro ideológico.

Según Myers, el núcleo de la llamada doctrina Juche sostiene que la raza más limpia es también la más virtuosa, por lo que para sobrevivir en un mundo malvado necesita de un gran líder. En 1974 Kim Jong Il sistematizó esa ideología estableciendo 10 principios cardinales para consagrar la autoridad absoluta del líder supremo (oboi suryong).

La memorización de esos preceptos es obligatoria desde la niñez. De hecho, uno de los mayores crímenes contra el Estado es consumir información prohibida. Según el diario surcoreano JoongAng Ilbo, en 2013 el régimen ejecutó a 80 personas en siete ciudades por violar esas leyes.

 

El tercer eslabón

Kim_Corea_Sur
El líder norcoreano, Kim Jong-un, saluda al enviado surcoreano Chung Eui Yong, marzo 2018. South Korean Presidential Blue House via Getty Images

Kim Jong-un es un discípulo aventajado de su abuelo y su padre. En seis años ha represaliado a Hwang Pyong So, jefe del Ejército, a Kim Won Hong, responsable de la policía secreta, a su tío Jang Song Thaek y a su medio hermano, Kim Jong Nam, asesinado en el aeropuerto de Kuala Lumpur con VX, un agente nervioso que provoca espasmos musculares incontrolables que asfixian a la víctima en escasos minutos.

La purga de cientos de miembros de la élite revela según Thae Yong-ho, el más alto cargo norcoreano en escapar en la última década, la insatisfacción que reina entre la cúpula pese a los lujos y privilegios de los que goza.

Así, no extraña la obsesión de Kim Jong-un con la bomba. En la cumbre de los Brics en Xiamen (China), que coincidió con la última prueba nuclear norcoreana, el presidente ruso, Vladímir Putin, dijo que Corea del Norte preferirá “comer pasto” antes que abandonar sus armas atómicas.

El líder norcoreano sabe que desde 1945 ningún país con armas nucleares ha sido invadido. En una guerra, Corea del Sur dejaría de existir en su forma actual. Incluso una pequeña bomba atómica arrojada sobre Seúl provocaría millones de muertes.

Japón y Corea del Sur tienen centrales nucleares muy concentradas geográficamente, lo que las haría un objetivo prioritario para cualquier ataque norcoreano. Washington, Tokio y Seúl, por otra parte, tienen medios –políticos, económicos y militares– para disuadir a Pyongyang todo el tiempo que sea necesario.

 

La fuerza de los mercados

El sofisticado sistema totalitario norcoreano tiene un talón de Aquiles: su reflejo en el espejo surcoreano. Según recuerda Ruchir Sharma en el libro Breakout nations, solo dos países han crecido a tasas superiores al 5% anual durante medio siglo: Taiwan y Corea del Sur, cuyo PIB per capital en 1960 era de apenas 158 dólares, bastante menos que Cuba. Hoy es de 27.000 dólares, frente a los 3.106 de la isla caribeña.

Pyongyang teme sobre todo al K-pop, la potente industria cultural surcoreana que suministra a toda Asia oriental sus más populares shows musicales y series de televisión. En los últimos 20 años las murallas del régimen se han ido agrietando, dejando entrar una inundación de memorias USB llenas de películas, programas de televisión, música y e-books.

Los tres millones de teléfonos móviles que hay en el país solo sirven para hacer llamadas locales, muy vigiladas, pero los aparatos que entran por contrabando se pueden usar cerca de las fronteras con China y Corea del Sur.

La capacidad de las autoridades para vigilar las comunicaciones digitales hace que sea muy difícil perforar su blindaje ideológico. Pero no es imposible.

El frente económico también es vulnerable. Las sanciones internacionales han hundido las exportaciones de carbón y hierro. Muchos países están expulsando a los emigrantes norcoreanos, cuyos sueldos iban al régimen, obligándolo a tolerar cada vez más el libre mercado, cuyo desarrollo es imparable por la lucha diaria de la gente para sobrevivir.

El proceso viene de lejos. Después de la hambruna entre 1995 y1997 –que se cobró casi un millón de vidas, el 5% de la población–, Pyongyang permitió abrir pequeños mercados locales conocidos como jangmadang, de los que hoy depende hasta un 75% de la población norcoreana. Thae Yong Ho cree que los miembros de la generación jangmadang, que han vivido desde niños con los mercados negros o grises, no van a tardar en alejarse de la glorificación de los instintos raciales puros que los ha mantenido fieles hasta ahora al culto de la dinastía Kim.