La policia escolta a un miembro del Ku Klux Klan en Charlottesville, Virginia (Estados Unidos). (Andrew Caballero-Reynolds/AFP/Getty Images)

¿Quién explota o no la política identitaria en el país?

A mediados de agosto, los supremacistas blancos, con unas antorchas que recordaban a las del Ku Klux Klan, se manifestaron en Charlottesville, Virginia, para protestar por la eliminación de una estatua dedicada al general Robert E. Lee. Lee fue un héroe de los siete estados confederados que en 1860 se separaron de la Unión con el fin de proteger la esclavitud como institución y que, con su proclamación, desencadenaron la Guerra de Secesión. En Estados Unidos, la mayoría de la población considera que las estatuas de Lee, igual que la bandera confederada, son símbolos del racismo.

El mundo vio con estupor el enfrentamiento de los supremacistas con los manifestantes antirracistas, una de las cuales falleció atropellada por un coche que embistió contra su grupo. Fue un espectáculo desgarrador. Entonces, el presidente Donald Trump hizo algo que no había hecho jamás ningún otro presidente de Estados Unidos: afirmó que había “responsabilidad de ambas partes”. Fox News y los habituales comentaristas de derechas echaron la culpa a la política identitaria. El Consejo editorial del Wall Street Journal intervino para criticar “una nueva política identitaria que pretende volver a separar a los estadounidenses en función de la raza, la etnia, el sexo e incluso la religión”. A partir de ahí se inició un apasionado debate que aún continúa y que merece la pena examinar para comprender mejor la política en el país.

La expresión “política identitaria” es un término amplio e impreciso que describe la formación de alianzas políticas basadas en el sexo, la raza, la religión y otros criterios utilizados para dividir a la sociedad. Los republicanos suelen decir que es una de esas modas creadas por los demócratas, como la corrección política, las acusaciones de apropiación cultural y, sobre todo, el fenómeno reciente de la censura en los campus universitarios en nombre de la necesidad de “espacios seguros”. Algunos dicen que la política identitaria es polarizadora porque se centra en lo que nos separa en lugar de lo que nos une. Otros dicen que, sin ella, los intereses de las mujeres, las minorías raciales o religiosas y los miembros de la comunidad LGTB no estarían representados como merecen.

Sin embargo, la política identitaria está en el centro de la política estadounidense en general, porque es un país que se fundó sobre el principio de la libertad religiosa y se construyó con inmigrantes de todo el mundo. Con cada nueva oleada de inmigración, llegaba gente nueva y distinta y, con ella, un debate sobre qué significaba ser estadounidense. Cuando se quieren explicar las distintas formas de asimilación en una sociedad nueva, las dos metáforas más habituales son la del crisol de culturas y la de la ensalada de culturas. En la primera, las identidades raciales y culturales se funden en una sola; la segunda describe una mezcla en la que los grupos conservan sus respectivas identidades. A ello hay que añadir la vergonzosa historia de Estados Unidos con la esclavitud: durante los 350 primeros años de su historia, se trataba a los negros como una raza inferior y no se les consideraba estadounidenses, un legado que, junto con la identidad de los descendientes de los esclavos, todavía está presente hoy.

El sufragio universal produjo muchos cambios en los partidos políticos, que dejaron de ser clubes selectos de hombres blancos para pasar a intentar obtener un apoyo popular masivo. En un país tan grande y variado como Estados Unidos, tanto los demócratas como los republicanos han tratado de unir distintos segmentos de población, a veces contrapuestos, para ganar las elecciones.

La política identitaria volvió a estar en ascenso durante mis años de estudiante universitaria, a finales de los 80 y principios de los 90. Cuando comencé la carrera en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), era una joven republicana; cuando terminé, me había convertido en demócrata y, en el proceso, me había vuelto una experta en el arte del lenguaje políticamente correcto, algo que mi padre y mi hermano, ambos republicanos, me reprocharon y lamentaron posteriormente durante décadas. Ser demócrata era aceptar la diversidad hasta el punto de venerarla, una actitud fácil de adoptar para alguien nacido en California, que es un estado en el que los nacimientos de niños blancos son una minoría desde 1982.

A los republicanos les irrita la corrección política, y se han distanciado especialmente del Partido Demócrata cada vez que este ha llevado a primer plano la política identitaria y se ha movilizado en torno a problemas específicos de diversos grupos, en especial las mujeres, las minorías raciales y religiosas y los LGTB. Alegan que eso es marginar a los blancos, en especial los hombres, y en la última década, de hecho, estos han mostrado su preferencia por el Partido Republicano. Un informe elaborado en 2015 por Pew Research sobre la afiliación a los partidos muestra una división tajante entre los que prefieren a los republicanos (mormones, protestantes evangélicos blancos, blancos del sur, hombres blancos en general, con una educación universitaria incompleta o menor y miembros de la “generación silenciosa”, los nacidos entre los años 20 y los 40) y los que prefieren el Partido Demócrata (negros, estadounidenses de origen asiático, personas no afiliadas a ninguna confesión, mujeres con título universitario, judíos, hispanos y la generación de los millennials).

Desde luego, Charlottesville no es el primer caso en el que se ha echado la culpa a la política identitaria. Muchos creen que el uso que hicieron los demócratas de la política identitaria fue lo que provocó el triunfo de Trump en 2016. Les acusan de que se centraron tanto en todos esos grupos de intereses especiales y en el voto de los hispanos que se olvidaron de los blancos de clase trabajadora, y pagaron el precio.

Esa acusación tiene parte de verdad. Los votantes blancos, en particular los trabajadores blancos de las zonas rurales, son los principales motores de la victoria de Trump. Las mujeres, en general, votaron a Hillary Clinton (54% frente a 42%), pero las mujeres blancas votaron mayoritariamente a Trump (53% frente a 43%). Y, si bien es cierto que la composición demográfica de Estados Unidos está cambiando y se parece cada vez más a la de California, la coalición demócrata de mujeres, gente de color y LGTB necesita todavía añadir unos cuantos votantes blancos para llegar a la Casa Blanca.

Sobre todo, porque los votantes demócratas están agrupados en las zonas urbanas, y en el sistema electoral tienen mucho peso los estados más pequeños y rurales. No importa que el 75% de los casi 40 millones de californianos votara el 8 de noviembre y que el 62,1% lo hiciera por Clinton, 4,3 millones de votos más que Trump. A ella le bastaba con obtener más del 50% para quedarse con los 55 votos del colegio electoral, lo mismo que sucede en Nueva York y en otros estados con grandes ciudades. En cambio, Wyoming, el estado menos poblado, con 580.000 habitantes, no tiene más que tres votos electorales. Es decir, un voto en Wyoming vale 3,7 veces más que un voto en California. Pero me estoy yendo por las ramas.

Ahora bien, la política identitaria no es exclusiva de la izquierda. Muchos de los que apoyaron la candidatura presidencial de Trump en 2016 lo hicieron precisamente porque rechazaba la corrección política. Cuando anunció su candidatura hizo algo tan impensable como llamar violadores a los mexicanos, consiguió que no le pasara nada por su comentario de “agarrarlas por el coño”, y qué vamos a decir de todos sus tuits. Sus seguidores, encantados. En parte, porque Trump decía cosas con las que se identificaban pero que no se atrevían a decir en voz alta. Y porque era un mensaje muy estimulante para unos hombres blancos que se sentían abandonados por los cambios en la economía y buscaban a alguien a quien culpar. Trump les dio una solución fácil: construyamos un muro.

Aunque no parece que al presidente le importe mucho hacer comentarios explícitamente racistas, también ha aprendido a transmitir los mensajes implícitos que los demócratas califican de “política del silbato”. De la misma forma que el silbato de ultrasonidos emite unos tonos que solo pueden oír los perros, el lenguaje racista en clave permite a los políticos conectar con los miedos de los votantes sin usar palabras explícitas. “Construyamos el muro” es un buen ejemplo de racismo en clave contra los mexicanos, igual que la incansable campaña de Trump cuando acusaba a Obama de haber nacido en el extranjero. Es la misma política identitaria con otro nombre.

Las raíces de la política del silbato están en el sur del país, especialmente en la “estrategia sureña” que empleó Richard Nixon en sus campañas de 1968 y 1972. Antes de que se aprobara la Ley de los Derechos Civiles, en 1964, los sureños blancos eran leales demócratas. Ese año, el candidato republicano, Barry Goldwater, venció en su propio estado, Arizona, y en cinco estados más del sur, por lo que, cuatro años después, Nixon decidió aprovechar la debilidad del Partido Demócrata en la región. El jefe de gabinete de la Casa Blanca de Nixon, H. R. Haldeman, lo resumió cuando dijo que, para Nixon, “había que aceptar que el verdadero problema eran los negros. La clave estaba en concebir un sistema que lo tuviera en cuenta sin que se notara”. Para ello, empezaron a hablar de los derechos de los estados y el traslado forzoso de alumnos a escuelas de otros distritos. Años después, Ronald Reagan hablaría de “las reinas de la beneficencia que conducen Cadillacs”, en referencia a las mujeres negras que vivían de las ayudas sociales. Contra Obama se usaron muchos silbatos, y también se le acusó a él de utilizarlos para conquistar a los votantes negros, con sus gestos de saludar chocando el puño, su retórica y sus característicos andares.

La batalla sobre quién explota o no la política identitaria es importante, porque la identidad influye en nuestras ideas de ciudadanía y pertenencia a un país. La composición demográfica de Estados Unidos seguirá cambiando, como también cambiarán sus grandes partidos que pretenden atraer a grandes franjas de población. Los asesores de campaña seguirán dirigiéndose a públicos muy específicos para hablarles de los problemas que les interesan. Pero una cosa son las técnicas de campaña y otra, muy distinta, es gobernar. En el peor de los casos, los demócratas han sufrido las consecuencias de ejercer una política identitaria que prestaba atención a todo el mundo menos los blancos. En cambio, la política identitaria que está utilizando Donald Trump ha envalentonado al elemento más abominable de la sociedad estadounidense, los supremacistas blancos, y después les ha animado desde la Casa Blanca. No se me ocurre nada que sea más lamentable.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia