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Protesta contra el presidente de México, Manuel López Obrador. (Cristian Leyva/NurPhoto via Getty Images)

¿A qué amenazas se enfrenta la democracia de México?

En su análisis del populismo (How to Lose a Country. The Seven Steps from Democracy to Dictatorship) publicado en 2019, Ece Temelkuran describe con mucho ingenio, pero también con un profundo pesimismo, la imposibilidad de debatir con los populistas. El diálogo entre Aristóteles y un populista, que la periodista turca imagina, sería extremadamente divertido si no fuera la realidad cotidiana de los que vivimos en México y queremos ser parte del diálogo público que ya no existe. El espacio público se ha convertido en una caja de resonancia, donde los discursos enfrentados resuenan fuertes, sin escucharse mutuamente, sin intentar siquiera tomar en cuenta el argumento del otro. Y no discuten ideas, programas ni políticas públicas. El referente es una persona, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO).

La democracia en México está amenazada en muchos sentidos. El aspecto que quiero retomar aquí no son las polémicas decisiones de AMLO, sino la agonía de la ciudadanía. La ciudadanía es un ideal, una identidad intrínsecamente vinculada con la construcción de la democracia moderna. Implica una igualdad de estatus y un conjunto de derechos civiles, políticos y sociales, que buscan construir un sentido de pertenencia a una sociedad que comparte un proyecto político. En un mundo plural, diverso y conflictivo, un mundo con la memoria trágica de millones de personas exterminadas en nombre de ideas que se postulaban la verdad absoluta, se estableció el acuerdo que este proyecto compartido debe ser fundamentado en los mínimos necesarios para preservar la vida y la libertad de los individuos: la democracia liberal.

Pero la ciudadanía es un ideal que no solamente ofrece protecciones y derechos, sino también obligaciones muy exigentes: participar en debates públicos, dejando de lado los agravios y rencores privados; tomar decisiones informadas; sacrificar el interés egoísta a favor del bien de la república. Un ideal nunca plenamente realizado, pero que sigue inspirando a millones de ciudadanos. Después de décadas de un sistema del partido hegemónico en México, este ideal logró la alternancia del partido en el poder en el año 2000, con el mandato de construir instituciones democráticas. En el año 2018, el mismo ideal le dio la victoria contundente a Andrés Manuel López Obrador, con la idea de terminar con la corrupción. Desgraciadamente, este triunfo electoral fue interpretado por el presidente como un acto de la rendición de la ciudadanía, su entrega a un semidios, quien sabe qué nos conviene y heroicamente -solo y todopoderoso- construye lo que considera un futuro mejor. El presidente no nos habla a los ciudadanos, habla al pueblo bueno y sabio, que comprende su propia incapacidad y se somete voluntariamente a la autoridad de este héroe redentor. El pueblo bueno y sabio no cuestiona, los ciudadanos sí. De ahí la necesidad de descalificarlos, o ignorarlos en el mejor de los casos. ¿Multitudes cuestionan la candidatura morenista de un político acusado de violación? La respuesta es “Ya chole…”. ¿La Auditoría de la Nación señala irregularidades y errores costosos de la actual administración? La respuesta es desacreditar a la Auditoría. ¿El poder Judicial aplica los criterios constitucionales para frenar la Ley de la industria eléctrica? La respuesta es pedir que se investigue al juez, de preferencia se lo castigue por defender los intereses contrarios a lo que el presidente considera el interés de la nación. Todas estas reacciones son acompañadas por expresiones de enojo e impaciencia con los que no están de acuerdo con el presidente, lo cuestionan o abiertamente lo critican.

Hasta ahora las instituciones han resistido los ataques y los intentos de desmantelar los contrapesos al poder Ejecutivo. Pero ¿y los ciudadanos? El 6 de junio del año en curso habrá elecciones ya proclamadas como las más grandes en la historia de México. En éstas se renovará la Cámara de diputados y se elegirán gobernadores en 15 de las 32 entidades federativas, además de la renovación de los gobiernos municipales en la mayoría de las entidades. Para marzo de 2022 está programada la consulta nacional sobre revocación del mandato, prometida por López Obrador desde su campaña. Aparentemente, muchas oportunidades para que la ciudadanía exprese su apoyo o rechazo al proyecto de la Cuarta Transformación. Pero aquí se hace evidente la verdadera tragedia de ser ciudadano en México: la falta de alternativas. Las elecciones democráticas, que deberían ser una oportunidad para debatir proyectos de la nación, opciones ideológicas o programas pragmáticos de cómo enfrentar los grandes retos de estos tiempos, se resumen a la pregunta con quién los mexicanos regresarán al pasado. La Cuarta Transformación es un proyecto que pretende reconstruir un México de los 50 del siglo pasado. La oposición propone borrar los últimos dos años y regresar a la cleptocracia de las últimas décadas. Y los ciudadanos que quieren participar responsablemente están observando, desolados, la última derrota de la democracia mexicana: la personalización extrema de la política.

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Foto del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. (Hector Vivas/Getty Images)

La personalización de la política es un fenómeno presente en muchas democracias, y refiere la creciente importancia de personas frente a partidos o programas. No es un fenómeno nuevo, más bien resurge después de décadas de predominio de los partidos y polarizaciones ideológicas, favorecido por la muerte de las ideologías y la extrema mediatización de las campañas. Tradicionalmente, se interpreta como amenaza a la democracia porque puede llevar a una excesiva concentración del poder en manos de un líder. De manera indudable, es un peligro real en México. A pesar del mal manejo de la pandemia, de la crisis económica, de la corrupción dentro de la actual administración, AMLO sigue siendo un líder con carisma suficiente para mantener la popularidad por encima del 60% en cualquiera de las encuestas realizadas en los dos últimos años. Y esa popularidad, la interpreta como un mandato para destruir o al menos desacreditar a los órganos autónomos y los contrapesos de su propio poder. Pero la otra faceta de la personalización de la política en México es un vacío de una alternativa política, de una oposición que debata los problemas y las formas de solucionarlos. Los grandes perdedores de las elecciones de 2018 no han hecho ni un mínimo esfuerzo de autocrítica o autorreflexión. No han renovado a los cuadros desgastados y desacreditados, no han presentado un plan de acción creíble. Su único programa es apartar a López Obrador del poder. Nos quieren convencer, a los ciudadanos, que el problema es una persona y la solución es quitarle el respaldo mayoritario del Congreso en este año, y separarlo del poder el año que viene. Ese único objetivo justifica una coalición entre partidos ideológicamente distantes, como lo son el PRI, el PAN y el PRD. Nos piden el voto pragmático, sin siquiera hacer un intento de convencernos que no siguen siendo un cobijo para los mismos políticos que repudiamos en 2018. Nos piden el de castigo, que los reconstituya en el poder sin una visión clara de un futuro para México. Tanto la Morena como la coalición Va por México han convertido estas elecciones en un plebiscito adelantado sobre el liderazgo de López Obrador. No sobre un proyecto de la nación, aunque AMLO pretenda a veces convencernos de que se trata de la Cuarta Transformación. En el logo oficial de la 4T aparecen los personajes de la historia de México que López Obrador considera sus héroes: José María Morelos, Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas. Pero la imagen que debería acompañar a AMLO en sus mañaneras, en sus giras o en sus reuniones del gabinete es la de Luis XIV y su famosa afirmación: El Estado soy yo.

Y si todo se resume a una persona, sus ideas y sus decisiones, los ciudadanos desaparecemos. O somos el pueblo bueno y sabio o los conservadores fifís para López Obrador y sus seguidores. Pero para los partidos de oposición tampoco existimos, tampoco contamos como ciudadanos. Somos su rehén, cuyas opciones son simplemente angustiantes: permitir que siga la destrucción de las instituciones democráticas o votar por los políticos de apenas ayer, confirmando su arrogante certeza de que para gobernar a México no se necesita ni honestidad ni compromiso.

En su viaje a Ítaca, Odiseo sacrificó a seis de sus marineros para pasar entre Escila y Caribdis. ¿Qué debemos sacrificar, los ciudadanos en México, para recuperar la oportunidad de tener alternativas políticas? Hablando de la política democrática, Hannah Arendt en ¿Qué es política?  remarcó sabiamente que la esencia del derecho a la libre expresión no es poder decir lo que se quiere sin ser castigado, sino la oportunidad de ser escuchados. De igual manera, el derecho de elegir a los gobernantes se queda vacío de sentido, si la libertad de elección no es acompañada por la presencia de opciones políticas creíbles.