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Policía mexicana patrullando en la comunidad de Nahuatzen, en el estado de Michoacan, México. (Enrique Castro/AFP/Getty Images)

Con la esperanza de un enorme cambio, el presidente electo de México enfrenta el violento crimen endémico y la corrupción estatal. Para cumplir con sus promesas de campaña, su equipo debe buscar justicia en los asesinatos cometidos por agentes del Estado, reformar la policía civil y otorgar mandatos sólidos a las comisiones de la verdad con participación de las víctimas.

¿Qué hay de nuevo? El presidente electo de México, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador, asumirá el cargo el 1 de diciembre tras una victoria electoral abrumadora. Promete combatir la corrupción y revertir la militarización de la seguridad pública. Pero hereda niveles históricos de violencia criminal, conflictos locales insolubles y una colusión profundamente arraigada entre el Estado y el crimen organizado.

¿Por qué importa? En lugar de combatir a los cárteles, López Obrador promete construir la paz mediante la legalización de las drogas, amnistías, comisiones de la verdad y justicia transicional. Su plataforma ofrece un cambio de rumbo que podría reducir la violencia, pero carece de detalles y enfrenta obstáculos que van desde las represalias de los jefes del crimen organizado contra los jóvenes que quieran abandonar la delincuencia a la potencial resistencia de las fuerzas de seguridad.

¿Qué se debería hacer? El nuevo Gobierno mexicano debería priorizar las reformas clave: buscar la justicia en casos emblemáticos de participación del Estado en las atrocidades; desarrollar la capacidad de la policía civil para que la fuerza pueda reclamar su papel a los militares y empoderar y solicitar la participación de las víctimas en las comisiones de la verdad para fomentar la legitimidad del asesoramiento de dichas comisiones en la construcción de la paz a nivel local.

 

El atractivo del cambio radical dio a Andrés Manuel López Obrador, líder del izquierdista Movimiento Regeneración Nacional, una victoria abrumadora en las elecciones presidenciales de México celebradas el 1 de julio de 2018. Una vez que asuma el cargo el 1 de diciembre, promete poner fin a los doce años de un conflicto letal vinculado al crimen organizado, en el transcurso de los cuales unas 120.000 personas han muerto y 37.000 han desaparecido. Promete sustituir el enfoque de seguridad de mano dura, liderado por los militares, por reformas que apuntan a establecer las condiciones necesarias para la paz civil. Desea promover el crecimiento económico equitativo, junto con amnistías para los delincuentes no violentos, a fin de llegar a la raíz del reclutamiento por parte del crimen organizado. Promete reparar a las víctimas y poner fin a la corrupción dando ejemplo de austeridad desde la cima del Estado. Todas estas son metas loables, pero el nuevo presidente de México debería proceder con cautela para evitar que su ambiciosa agenda provoque una reacción adversa. Tendría que reducir las expectativas y hacer hincapié en las reformas clave, en especial los esfuerzos para eliminar la colusión policial con el crimen, empoderar a las comisiones de la verdad para que propongan políticas de construcción de la paz, obligar a rendir cuentas a los responsables de los crímenes de Estado cometidos en el pasado y disuadir abusos futuros.

López Obrador ha generado tales esperanzas son tan rápidos resultados que la confianza del público en las instituciones del Estado podría caer en picado si no logra cumplir sus promesas. Sin embargo, ni él ni su equipo han elaborado sus propuestas en detalle. No hay una salida fácil de la crisis de seguridad de México. En 2017, la tasa de homicidios alcanzó su máximo de los últimos veinte años; 2018 va camino de ser aún más letal, mientras que el 95% de los asesinatos quedan impunes. Detrás de las estadísticas desalentadoras yacen una serie de conflictos criminales fragmentados que desafían a las autoridades locales con sus características locales y su resistencia a la represión.

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El presidente electo, Andres Manuel Lopez Obrador, en Tlaxcala, México. (Alfredo Estrella/AFP/Getty Images)

El crimen organizado mexicano ha dejado atrás su dependencia del narcotráfico como única fuente de ingresos. Debido, en parte, al enfoque de las dos últimas administraciones en la persecución de los jefes criminales, las organizaciones más grandes se han fragmentado en docenas de pequeños y medianos grupos armados que buscan el control territorial y extorsionan a los civiles. En Michoacán, por ejemplo, uno de los estados más violentos de México, la competencia criminal por el territorio y las oportunidades de extorsión y otros negocios lucrativos impulsan ciclos de violencia; en Guanajuato, organizaciones criminales nacionales compiten con grupos criminales locales, amenazando con desbordar las débiles instituciones estatales; en la periferia de la Ciudad de México, los delincuentes recién llegados se han instalado en contextos urbanos ya de por sí turbulentos, alimentando la competencia y la violencia. En diciembre, López Obrador heredará una multitud de conflictos regionales, cada uno de los cuales tiene su propio patrón y requiere un enfoque individualizado.

Pero el desafío más grave concierne al Estado. Numerosos informes apuntando a la existencia de corrupción y criminalidad sugieren que estas explican, al menos parcialmente, la ineficacia de las fuerzas armadas y la policía. A nivel municipal, donde los esfuerzos para calmar la violencia relacionada con el crimen organizado son más necesarios, es donde las instituciones de seguridad mexicanas son más débiles. Por su parte, las fuerzas federales han estado implicadas en desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales que en algunos lugares han alcanzado una escala tal que constituyen delitos de lesa humanidad. Comandantes confabulados con criminales supuestamente han violado controles legales en operaciones contra el crimen, cometido delitos en beneficio propio y obligado a sus subordinados a actuar en complicidad.

Reformar las fuerzas de seguridad federales requerirá un equilibrio delicado. Avanzar demasiado rápido – intentar repentinamente castigar a los oficiales responsables de graves delitos, por ejemplo – podría inducir a la resistencia, mientras que la retirada abrupta de las fuerzas armadas de las tareas policiales en los estados más afligidos por la violencia podría provocar una mayor inestabilidad. Si bien el Estado debe honrar las demandas de justicia de las víctimas de cualquier desaparición o asesinato que involucre a las fuerzas de seguridad, las debilidades crónicas en materia de investigación y persecución penal entorpecerán los intentos de perseguir todos los casos pendientes. El Gobierno de López Obrador debería centrarse en los casos de crímenes de Estado emblemáticos – en particular aquellos vinculados al asesinato o desaparición de civiles – del pasado reciente, a la vez que establece sólidas salvaguardias y promete respuestas judiciales inmediatas e implacables a todos los abusos futuros.

Debería fortalecer y aplicar mecanismos de supervisión civil de las fuerzas de seguridad y restaurar, aunque sea gradualmente, a la policía civil como la única proveedora de seguridad pública en México. En este sentido, el Congreso ha de derogar la Ley de Seguridad Interior, que consolida el papel de las fuerzas armadas en la seguridad pública. Los nuevos organismos de supervisión independientes dentro de las fuerzas armadas tendrían que priorizar la protección de los oficiales subalternos frente a la intimidación por parte de sus comandantes. La mejora general de las condiciones de trabajo a través de salarios mejores y prestaciones sociales y la profesionalización de las fuerzas mediante planes de estudios unificados en academias policiales reformadas, son esenciales. Un acuerdo de cooperación revisado con EE UU debería allanar el camino para conseguir apoyo financiero para estas iniciativas.

Mientras tanto, la propuesta insignia de López Obrador para construir la paz en los estados más violentos de México aún no ha sido definida en detalle. Su Gobierno ha celebrado una serie de consultas populares, los Foros por la Pacificación y Reconciliación Nacional, por todo el país, con el objetivo de elaborar un paquete de medidas. Pero hasta ahora los foros han sido polémicos, con tensiones manifiestas entre las expectativas oficiales de perdón y las exigencias de la sociedad civil de la investigación exhaustiva y enjuiciamiento de los autores de actos de violencia.

A fin de contener cualquier desencanto popular, López Obrador y su equipo deberían evitar imponer soluciones rápidas y, en cambio, tendrían que permitir que las comisiones de la verdad sirvieran de espacios para la discusión pública destinada a identificar las fuentes de conflicto de cada región y sugerir respuestas adecuadas en materia de políticas. Su Administración, con la ayuda de las agencias de la ONU, debería proporcionar fondos y apoyo operativo a estas comisiones, y procurar minimizar los riesgos que suponen para este proceso los jefes criminales. En este sentido, habría que reconsiderar su negativa a permitir que tales figuras se beneficien de amnistías parciales si las comisiones de la verdad apoyaran genuinamente tal medida, y los criminales estuvieran dispuestos a brindar reparación y compensación a las víctimas.

El presidente electo ha logrado un apoyo público notable con su condena rotunda de la corrupción estatal y el abuso de poder. Sus ideas para abordar la inseguridad descontrolada del país están pensadas para desmantelar la lógica y el aparato institucional de la guerra contra la droga y el crimen en México de los últimos doce años. Pero el éxito de este cambio radical dependerá por encima de todo de cómo se desenvuelve en los microconflictos esparcidos por el país y de las medidas que tome su Gobierno contra la complicidad estatal con el crimen en los distritos desgarrados por la violencia.

 

El artículo original se ha publicado en International Crisis Group.