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Un cartel en Irán muestra al presidente de EE UU, Donald Trump, junto al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y al rey saudí, Salman.
(STRINGER/AFP/Getty Images)

Con Trump contra Irán y alejado de la UE o Arabia Saudí gobernando desde la soberbia, ¿conseguirá la Unión tener una política exterior a la altura de su peso económico?  

La Unión Europea afronta dos retos. En primer lugar: ¿sería capaz de labrar una política exterior común en relación con Irán y Oriente Medio si Francia, Gran Bretaña y, en menor grado, Alemania siguen defendiendo los que consideran sus intereses nacionales y, por consiguiente, no tienen en cuenta los sentimientos de otros miembros de la Unión Europea? En segundo lugar, y seguramente más importante: ¿tiene Europa la sensatez y el valor de reconocer que sus intereses son distintos de los de Estados Unidos y de actuar en consecuencia? Este es un dilema que sus clases dirigentes han tardado en abordar, a pesar de la enorme fractura que se creó durante la invasión de Irak encabezada por EE UU en 2003 y que ha quedado muy patente con la reciente indignación europea ante la política inflexible de Donald Trump respecto a Irán.

La desaparición del disidente saudí Jamal Khashoggi del consulado de su país en Estambul se produjo una semana después de que un tribunal alemán ordenara la extradición de un diplomático iraní acusado de intervenir en un plan para cometer un atentado terrorista en Francia, y nos ha recordado que Rusia no es, en absoluto, el único Estado que constituye una amenaza para la paz y los intereses europeos. El espionaje ruso es una obsesión de Europa, pero ¿acaso no es peligrosa la profunda y maligna influencia de Arabia Saudí, con los 200.000 millones de dólares que ha dedicado desde 1979 a propagar una versión extremadamente intolerante del islam suní, sobre todo entre europeos de origen musulmán? ¿No es igualmente peligrosa la corrupción que caracteriza a los grandes contratos de armamento firmados por empresas británicas, francesas y alemanas con el reino saudí?

Los saudíes han tenido una capacidad impresionante, solo por detrás de la de Israel, a la hora de utilizar la influencia del dinero para manipular el inmenso poderío militar estadounidense en su favor dentro de la geopolítica de Oriente Medio. La familia real saudí ha proyectado una imagen benévola en el gran bazar político de Washington durante décadas, pero su corrupta relación con la familia Bush es muy similar a la que mantiene con los Trump. Me atrevo a decir que no hay ninguna familia europea que pueda compararse con ellas, dentro de una élite a la que se exigen más responsabilidades a este lado de Atlántico.

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Una foto del Mohamed bin Salman en Riad, Arabia Saudí. (FAYEZ NURELDINE/AFP/Getty Images)

Entre las enormes repercusiones de lo que la mayoría de los observadores objetivos considera el asesinato de Jamal Khashoggi a manos del régimen saudí podemos destacar cuatro cuestiones.  Una tremenda pérdida de credibilidad de la política exterior estadounidense y del presidente Trump, cuya defensa de Mohammed bin Salman no indica precisamente un buen criterio. El traslado inevitable de algunos grandes inversores internacionales del Golfo y Arabia Saudí hacia Asia, donde el entorno económico y político promete más estabilidad y menos política sectaria y violenta. Más dificultades para obtener el respaldo internacional con el objetivo de presionar a Irán, puesto que a Trump le va a costar cada vez más acusarle de ser el Estado irresponsable por antonomasia en Oriente Medio. Una oportunidad perfecta para que Turquía repare sus relaciones con Estados Unidos y Arabia Saudí, sobre los que ahora tiene cierto grado de superioridad moral.

A los observadores más veteranos, la situación les recordará a los años anteriores al nacimiento de la República Islámica de Irán, cuando un estrecho aliado de Estados Unidos y Occidente y un gran productor de petróleo, el sha de Irán, empezó a tener un comportamiento cada vez más errático y temerario, similar al que exhibe hoy el príncipe Salman en Yemen —una catástrofe estratégica y humanitaria— y Qatar, un país al que ha tratado de debilitar pero que sigue acogiendo la principal base militar estadounidense en la región.

Como advirtió el clarividente Herfried Münkler en Empires (2007), el “desafío imperial” de Europa tiene dos partes claras y diferentes. “Por un lado, los europeos deben mantener una relación bilateral con Estados Unidos, un país más poderoso; han de tener cuidado de no limitarse a proporcionar recursos para las operaciones norteamericanas y lidiar después con las consecuencias sin tener voz ni voto en las decisiones políticas y militares fundamentales. En este sentido, su labor es resistirse a la marginación política”. Un ejemplo histórico es el papel de Europa en la cuestión palestina, menor pero crucial a la hora de financiar a la Autoridad Palestina. La decisión de Trump de trasladar la Embajada de Estados Unidos en Israel a Jerusalén ha echado más sal en la herida europea.

Al verse obligada a enfrentarse a Irán, en alianza con un Israel fanático y con Arabia Saudí, Europa corre el riesgo de quedar todavía más aislada en la política internacional y de que sus empresas pierdan sus contratos con la República Islámica. Sea cual sea la evolución de ese enfrentamiento, solo servirá para aumentar la marea de personas desplazadas en una región increíblemente ensangrentada desde 2011 y para agravar las tensiones entre suníes y chiíes y dentro de los propios suníes, al tiempo que alimentará la radicalización de los jóvenes musulmanes dentro y fuera de Europa.

Mientras tanto, el caso de Jamal Khashoggi está siendo un serio problema para los aliados de los saudíes en Europa y otras partes del mundo. Ha dejado al descubierto el hecho de que calificar de reformista al príncipe heredero Mohammed bin Salman, que es quien gobierna Arabia Saudí de facto, es una estupidez, y pone en tela de juicio la prudencia de establecer una relación muy cercana con un régimen al que le gusta ofrecer a los europeos una estrecha cooperación en materia de seguridad. El príncipe heredero ha dicho que el líder supremo de la República Islámica de Irán es “un nuevo Hitler”. Si se demuestra fuera de toda duda razonable que Khashoggi murió asesinado en el consulado saudí en Estambul el 3 de octubre, esas palabras lo perseguirán, igual que su irresponsable decisión de emprender una guerra imposible de ganar en Yemen, iniciar el bloqueo de Qatar y ordenar el duro trato infligido al primer ministro libanés Said Hariri hace un año. Las autoridades saudíes dicen que “nahnou dawla ‘uzma’” (somos una gran potencia), como si estuvieran a la altura de Estados Unidos, China y Rusia. Pero la soberbia tiene un precio.

Europa necesita reflexionar en serio sobre sus intereses estratégicos en Oriente Medio y el Norte de África. Debe evitar a toda costa el paradójico peligro de excederse en sus ambiciones imperiales sin ser verdaderamente un imperio, que es una descripción bastante apropiada de lo que ha sucedido en los últimos años en el Sahel, Libia y Ucrania y puede suceder en Irán. En noviembre, Washington volverá a imponer su segundo tramo de sanciones —dirigidas contra los sectores energético, financiero, naviero, portuario y de seguros de Irán, así como contra las transacciones entre entidades financieras de fuera de Estados Unidos y el Banco Central iraní—, tras la retirada unilateral del acuerdo nuclear de 2015. Hasta ahora, las empresas europeas han cumplido, en gran parte, las sanciones secundarias de EE UU, pero ¿seguirán haciéndolo, y en qué medida, a largo plazo? El resultado de esta disputa creará un precedente para la cooperación transatlántica en el caso de futuras sanciones y construirá la imagen que tengan otros Estados de la soberanía europea en política económica.

Europa está elaborando instrumentos para sortear las sanciones, lo cual podría tener tres efectos. Daría a la UE una capacidad de influencia en Irán similar a la que Estados Unidos tiene en Europa, puesto que se convertiría en el medio de conexión financiera de Teherán con el resto del mundo; se enfrentaría abiertamente a la política estadounidense en un desafío sin precedentes y crearía un embrión de sistema mundial de pagos alternativo al basado en el dólar. Los dirigentes de la Unión no deben olvidar que China, Rusia e India, actores internacionales importantes a los que pocas veces se escucha en estos asuntos, van a estar observando atentamente. ¿Será seria la ambición europea de tener una política exterior digna de su peso económico, o un mero tigre de papel?

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia