El presidente ruso, Vladímir Putin junto a Alexei Miller de Gazprom, visitan las instalaciones de un barco que forma parte del gaseoducto de TurkStream en el Mar Negro. (Mikhail Metzel/AFP/Getty Images)

Definir el futuro sirio es vital para establecer nuevo marco geopolítico y energético desde Oriente Medio hasta Asia Central, cuyas repercusiones se harán sentir en el tablero global.

Amparada en la búsqueda de un marco de estabilidad dentro del posconflicto sirio, la cumbre de Sochi (Rusia) celebrada el pasado 22 de noviembre tiene un marcado sabor a reparto de influencias para una nueva geopolítica energética desde Oriente Medio hasta Asia Central y el Sur de Asia.

En este sentido, auspiciada por el presidente ruso Vladímir Putin, la cumbre de Sochi, en la que también participaron el presidente turco Recep Tayyip Erdogan y su homólogo iraní Hassan Rouhaní, amplía el marco de las conversaciones de paz sobre Siria que desde enero hasta julio de 2017 se realizaron en Astaná (Kazajistán).

En estas conversaciones, claramente lideradas por el eje euroasiático establecido entre Rusia, Turquía e Irán, tanto EE UU como Europa tuvieron un perfil secundario, con la presencia de algunos observadores, pero sin cargo político relevante. Por su parte, a las conversaciones de Astaná, la ONU envió a su representante especial para Siria, Steffan de Mistura. En Sochi no hubo representación alguna de Naciones Unidas ni tampoco estadounidense o europea.

Un día antes de la cumbre, Putin sostuvo una apretada agenda de conversaciones en el Kremlin, hecho que evidencia la importancia que le otorgaba a esta reunión. Recibió al presidente sirio Bashar al Assad, lo cual revela no sólo el espaldarazo ruso al régimen sirio sino la recuperación del mismo tras las recientes victorias militares (en especial ante reductos de Daesh), principalmente propiciados por la ayuda militar rusa.

Tras Bashar al Assad, Putin estableció conversaciones telefónicas con sus homólogos estadounidense Donald Trump, el chino Xi Jinping, el turco Recep Tayyip Erdogan e incluso el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. El objetivo consistía establecer el consenso necesario para que la cumbre tuviera éxito, en particular ante los laberínticos intereses contrapuestos que gravitan dentro del posconflicto sirio.

Las nuevas rutas energéticas

Además de la estabilidad y del reparto de influencias en Siria, Putin quiere con la cumbre dar carpetazo definitivo a proyectos energéticos de antaño, originados durante la Administración estadounidense de Bill Clinton (entre 1993 y 2001), y que en la actualidad se observan prácticamente caducos ante las nuevas realidades geopolíticas.

En este sentido, la cumbre de Sochi y el futuro sirio muy probablemente claudicarán el proyecto de redes de oleoductos Bakú-Tbilisi-Ceyhán (BTC), cuyo objetivo es la distribución de redes de gasoductos y oleoductos desde el Mar Caspio hasta Europa. Esta red comenzaba en la capital de Azerbaiyán, Bakú, pasando por la capital georgiana Tbilisi y llegando al puerto mediterráneo turco de Ceyhán.

Pero la realidad geopolítica de 2017 es muy distinta. La audaz intervención militar rusa en Siria y el parcial retraimiento de la influencia estadounidense en Oriente Medio han transformado las conexiones y ejes de alianzas regionales.

Hasta el momento, Putin ha logrado confeccionar una especie de sustitución de la otrora hegemonía estadounidense en la región. El BTC ya parece más bien un proyecto desfasado, sustituido por una nueva realidad: la conexión férrea Bakú-Tbilisi-Kars (BTK), de clara inspiración ruso-turca, y que también cuenta con el total apoyo de los gobiernos de Azerbaiyán, Georgia, Kazajistán y Turkmenistán.

Este proyecto estratégico que enlaza Bakú con Tbilisi y la localidad turca de Kars (al noroeste del país, dentro del histórico Kurdistán turco y próximo a Georgia, Azerbaiyán, Armenia e Irán) implica igualmente la distribución de redes de oleoductos y gasoductos desde el Mar Caspio. Su radio de ampliación es incluso mayor: espera alcanzar las aguas mediterráneas a través de la Anatolia turca y del territorio sirio, así como enlazar rutas económicas que unan al Cáucaso y Asia Central con las provincias de la China Occidental.

El pulso por el control euroasiático

Oleoduto Bakú-Tbilisi-Ceyhán (Riza Ozel/AFP/Getty Images)

El eje euroasiático que Putin viene diseñando desde 2015 se complementa (y potencialmente rivaliza) con las famosas Rutas de la Seda que China impulsa en los últimos años no sólo a través de Asia Central sino del Sur de Asia (India y Pakistán) y el Golfo Pérsico (Irán, Qatar, Arabia Saudí). Esta nueva realidad geopolítica y energética en esta estratégica región incluye a actores emergentes de elevado nivel como Rusia, Turquía, Irán, China e India.

Por tanto, el BTK aspira a redimensionar geopolíticamente una zona altamente estratégica y conflictiva, como antaño aspiró a realizar el ahora denostado BTC. Y para ello busca beneficiarse de los nuevos ejes de alianzas, los cuales han cambiado de manera significativa en la última década.

Tanto para el BTC como ahora con el BTK, Turquía es un actor clave. Su reciente orientación geopolítica proeuroasiática hacia Rusia y China contrasta con la tradicional orientación prooccidental y atlantista vía OTAN que Ankara tenía hace casi dos décadas.

Por ello, China y Rusia pujan por el ingreso turco en la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), organismo principalmente liderado por Pekín, y que junto a la Unión Económica Euroasiática de Putin parecen rivalizar geopolíticamente con Occidente en escenarios como Asia Central, el Cáucaso e incluso Oriente Medio.

El final de las sanciones occidentales a Irán desde 2016 también ha significado otro punto de inflexión para este proyecto BTK y las Rutas de la Seda chinas. Teherán ha logrado así afianzar una nueva relación con Rusia, Turquía, China e India que le está reportando ganancias económicas y geopolíticas.

Pero los proyectos no se quedan aquí. Turquía impulsa el eje de interconexión del gasoducto Transanatoliano (TANAP por sus siglas en inglés), orientado a transportar hasta Europa, vía la Anatolia turca, el gas natural del Mar Caspio establecido en el campo azerí Shah Deniz-2. El TANAP es observado como un complemento del eje ferroviario BTK que busca ampliar una ruta energética denominada Corredor del Gas del Sur, cuyo objetivo es conectar los puertos del Sur de China con Europa a través Turquía.

Otro radio de extensión del BTK y del TANAP es el denominado oleoducto de la paz (IPI), construido desde mediados de la década de 2000 entre Irán, Pakistán e India. El IPI vincula el sureste de Irán con el norte de India y Pakistán a través de la provincia de Beluchistán hasta las aguas del Océano Índico a través del puerto paquistaní de Gwadar. Este puerto es un núcleo central del estratégico Corredor Económico China-Pakistán (CPEC).

Las administraciones de Bush y de Obama han intentado infructuosamente dar marcha atrás al proyecto IPI. Por su parte, el Gobierno de Donald Trump no parece decantarse por obstaculizar a un IPI que busca su conexión con el BTK. De hecho, ni siquiera Washington parece ahora dispuesto a alterar los nuevos nudos geopolíticos existentes en la zona, ya que el IPI se ha convertido en un auténtico rival del corredor TAPI (Turkmenistán, Afganistán, Pakistán, India) que atraviesa la conflictiva provincia afgana de Herat.

En mente hay otros proyectos: una ampliación (IPI II) construido por la estatal petrolera rusa Gazprom y que irá desde Rusia hasta Irán e India. También está evaluándose una conexión férrea desde San Petersburgo (Rusia) hasta el puerto iraní de Chabahar, en el Golfo Pérsico.

Chabahar es un punto neurálgico importante para los intereses indo-iraníes, establecidos en el Corredor de Transporte Norte-Sur (INSTC) que incluye a Irán, India y Rusia junto a otros países del Cáucaso y Asia Central, especialmente Kazajistán y Turkmenistán. El INSTC es una respuesta de Nueva Delhi al proyecto BRI que une Afganistán y Pakistán con Asia Central.

La clave saudí

No obstante, la geopolítica que está diseñándose en la región tiene otro escenario en mente: la anunciada transición monárquica en Arabia Saudí. Aquí los actores clave son más bien EE UU y China, con Rusia, Turquía e Irán, y otros como Qatar, a la expectativa.

Los ministros de exteriores ruso y qatarí, Sergei Lavrov y Mohammed bin Abdulrahman Al-Thani
respectivamente en Doha. (Karim Jaafar/AFP/Getty Images)

En especial, tras su intervención militar en Siria en 2015, Rusia ha logrado fortalecer el eje chií existente en la región, tradicionalmente liderado por la alianza estratégica de Irán con el régimen sirio de Bashar al Assad. De manera general, a este eje se incluye el partido islamista libanés Hezbolá. Del mismo modo, un país suní como Turquía también ha ingresado como actor clave dentro del núcleo chií, a través de sus alianzas euroasiáticas vía Rusia e Irán.

Pero Moscú no se limita a establecer sus intereses solo a través de los actores chiíes. Putin se ha convertido en el verdadero eje de gravitación de una serie de delicados equilibrios e intereses contrapuestos y que claramente dificultan la confección de una nueva geopolítica regional.

El Kremlin adelanta mecanismos de cooperación militar con otros actores como Emiratos Árabes Unidos, a fin de ocupar posiciones clave en la presumible nueva balanza de poder regional. Acercamientos que Putin también realizó con anterioridad hacia nuevos socios económicos como Israel, Qatar y Egipto. En el posconflicto sirio, Rusia debe igualmente atender los temores israelíes ante un previsible fortalecimiento de las posiciones iraníes y del Hezbolá en Siria y su inevitable influencia en el mosaico libanés.

En cuanto al eje chií, si bien tradicionalmente liderado por Teherán, en el contexto actual parece más bien capitalizado desde Moscú. Esto significa un nuevo balance geopolítico que contrasta con la pérdida de influencia de Washington en Oriente Medio, especialmente tras la guerra de Irak en 2003 y que ahora la Administración de Donald Trump busca de alguna forma recuperar.

Durante décadas, Washington focalizó su política en Oriente Medio en la contención de Irán, en este caso a través del desaparecido régimen de Saddam Hussein en Irak y gracias a su alianza estratégica con Riad. El caos de la posguerra iraquí trastocó de alguna forma estas alianzas. EE UU intentó acercarse al eje chií de Teherán a través de la mayoritaria comunidad chií iraquí, un aspecto que irritó a Arabia Saudí, principal monopolizador del grupo suní.

En la actualidad, y a través de la anunciada sucesión dinástica saudí, Washington busca reacomodar sus intereses con este eje suní fijando igualmente su atención en la contención del emergente eje chií y euroasiático. El ascenso de Mohammed bin Salman al trono saudí anuncia nuevas realidades en materia de seguridad regional. El pasado 28 de noviembre se realizó en Riad una reunión de los ministros de Defensa de la Coalición Militar Islámica Anti-Terrorista (IMCTC).

Arabia Saudí espera liderar el IMCTC con la finalidad de proveer un nuevo marco de seguridad (algunas fuentes lo identifican como una especie de “OTAN árabe suní”) que le permita contrarrestar ese grupo chií liderado por Teherán, pero motorizado también desde Moscú. Por ello, será especialmente clave observar en qué medida confluirán las futuras relaciones entre Riad y Moscú con Mohammed bin Salman ya instalado en el trono saudí, particularmente por el enfoque que Rusia le da a sus estratégicas relaciones con Irán.

Los recientes acontecimientos parecen evidenciar la correlación de fuerzas que están estableciéndose a través de estos dos ejes geopolíticos. Paralelo a la reunión del IMCTC, la capital iraní Teherán acogía la reunión trilateral comercial entre Irán, Turquía y Qatar, escenario que confirma las esferas de intereses que determinan esta nueva balanza de poder geopolítico regional.

El ascenso de Mohammed bin Salman y el anunciado retorno del eje suní podría ampliar su radio de influencia desde el Golfo Pérsico hasta Oriente Medio, el Magreb, Asia Central e incluso el Sureste Asiático. En esta perspectiva, EE UU, China, Rusia e Irán observan con atención cómo será la nueva política exterior y de seguridad saudí con el nuevo monarca al frente, en especial a la hora de traducir el radio de influencia que tendrá este eje suní.

Un caso particularmente significativo sobre el alcance del eje suní liderado desde Riad podría observarse en Rusia y China. Dos tercios de los musulmanes que viven en estos dos países son de afiliación suní. Moscú y Pekín tienen conflictos con el yihadismo integrista, particularmente a través de las redes de Al Qaeda, Daesh y los talibanes desde el Cáucaso hasta Asia Central, así como en el caso de los uigures musulmanes de la provincia china de Xinjiang. Todos ellos tuvieron de algún modo sus orígenes en el apoyo de este eje suní vía Arabia Saudí y Pakistán, en conflictos de antaño como la guerra de Afganistán de la década de 1980.

Por tanto, Estados Unidos, China y Rusia observan con atención en qué medida Mohammed bin Salman podrá ahora desarticular y reordenar estos incómodos apoyos otorgados al integrismo yihadista suní, sin que afecte a los respectivos intereses de estos países.

Dentro de la hierática estructura de poder monárquica, Salman no sólo es el heredero al trono sino que también es asistente del primer ministro, presidente del Consejo para Asuntos de Economía y Desarrollo y ministro de Defensa del reino saudí. Todos ellos cargos que elevan su perfil dentro de la estructura de poder, con sus implicaciones para la geopolítica regional.

Esto ha sido patente en su actuación en los conflictos sirio y yemení, así como en la reciente crisis política libanesa que llevó a la renuncia de su primer ministro Saad Hariri, la cual también es observada como un manejo clave de Riad para disminuir la influencia iraní en el país de los cedros.

El eje suní que Washington espera ver en manos de Mohammed bin Salman fortalecerá su razón geopolítica: contener el emergente ascenso de Irán. Otro actor clave es Turquía, también aliado ruso e iraní dentro del eje euroasiático. A China le tocará el papel de moderador, pero seguirá siendo un actor decisivo, tomando en cuenta su respectiva implicación en ambos ejes, el chií y el suní, sin menospreciar sus conexiones con el euroasiático.

No obstante, existen otros intereses geopolíticos que pueden dificultar estas expectativas. Turquía busca convertirse igualmente en el líder del mundo suní, expandiendo la idea de una especie de nuevo califato posmoderno con Erdogan al mando. Para ello rebusca en su pasado otomano a fin de recuperar los argumentos necesarios para afianzar este proyecto.

Siria también es vital para los intereses turcos, que deberán readaptarse en la medida en que convergen los de Ankara, Moscú y Teherán. Cobra un significado particular el recelo de Turquía ante la complacencia ruso-iraní para mantener a Bashar al Assad en el poder, así como el hecho de que Moscú no reconozca (tampoco lo hace EE UU) como organización terrorista a las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF) y a las Unidades de Protección del Pueblo (YPG), ambos considerados como los principales brazos político y militar de los kurdos de Siria, claramente contrarios a los intereses turcos.

Por su parte, el emergente ascenso iraní refleja las aspiraciones de Teherán de liderar al mundo chií y sus ejes geopolíticos. Pero parece ser más decisiva la alianza iraní con Turquía, Rusia y Qatar como colofón estratégico que le permita contrarrestar el emergente peso que está teniendo Arabia Saudí a través de sus nuevas alianzas, contando con el beneplácito de Washington.