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Una mujer llora la muerte de un familiar en un ataque llevado a cabo por las Fuerzas Democráticas Aliadas en Beni, República Democrática del Congo. JOHN WESSELS/AFP/Getty Images

Todas las complejidades e incógnitas que se esconden tras el conflicto silenciado que asola parte del país africano.

Después de superar montañas con cerca de 2.000 metros de altitud, bosques tropicales, pueblos humildes y campos cultivados, la carretera termina al lado de un control de militares y una barrera ensuciada por el barro. A partir de este punto, la calzada se transforma en una pista destartalada. Es Bunagana, una de las fronteras entre Uganda y la República Democrática del Congo. Los soldados de ambos países, armados con fusiles de asalto AK-47, observan a los comerciantes que pasan de un lado a otro de la frontera arrastrando bicicletas repletas colchones, artículos de plástico, racimos de plátanos machos y otras frutas y verduras. Son ciudadanos de los pueblos de los alrededores y tienen permisos especiales. El autobús de una empresa local con un cartel del logotipo de ACNUR en el parabrisas está a punto de llegar. Un ritual que se repite todas las semanas o, cuando el número de ataques en Congo aumenta, cada pocos días. Está lleno de refugiados que escapan de una guerra silenciada. Casi todos son mujeres o menores de edad con una única mochila o unos pocos objetos en el interior de un trozo de tela atado por los bordes. No podrán regresar a sus casas en mucho tiempo. Para ellos, cruzar esta frontera significa escapar de la violencia de los grupos armados, pero también vivir en lugares donde no entienden sus idiomas, depender de las ayudas humanitarias y, a menudo, no saber nada de los familiares que se han quedado atrás.

Por eso los refugiados no sonríen. Al llegar a la frontera, siguen las indicaciones de los soldados en silencio: les enseñan su identificación y los documentos de Naciones Unidas. Desde hace meses, un equipo de enfermeros también les mide la temperatura y les preguntan si han estado enfermos. Son medidas para evitar que el ébola entre en Uganda.

Muchos de estos refugiados proceden de los alrededores de la ciudad Beni. Una región de colinas redondas, cultivos, selvas y ríos, donde han muerto más de 1.000 personas a manos de los grupos armados desde 2014. Según el gobierno, las Fuerzas Democráticas Aliadas (conocidas por sus siglas en inglés, ADF), un grupo rebelde que nació en Uganda para derrocar a su presidente, son las responsables. Pero no ha presentado pruebas. En el 2017, el Grupo de Investigación de Congo de la Universidad de Nueva York descubrió que los autores de los ataques son varios grupos rebeldes y funcionarios del Ejército, pero todavía desconoce el objetivo de los mismos: es un enigma para los expertos. La confusión aumentó el 18 de abril de este año, cuando el autoproclamado Estado Islámico reclamó un ataque en esta región a través de su agencia de noticias, conocida como Amaq. Murieron por lo menos dos soldados congoleños y un civil. Era la primera vez que estos yihadistas reivindicaban un atentado en el país.

El 4 de junio, mientras los analistas debatían la importancia de ese anuncio, Daesh reclamó otra emboscada: los rebeldes mataron a al menos 13 ciudadanos.

 

¿Quiénes son las fuerzas democráticas aliadas?

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Niños congoleños en un Orfanato, que han sido abandonados o separados de sus familias por la violencia en la región de Beni. JOHN WESSELS/AFP/Getty Images

Para la gente de Kilembe, un pueblo ugandés en las montañas Rwenzori, las ADF son un recuerdo amargo. Una cicatriz macabra. Todos los atardeceres, mientras el sol se esconde detrás de una cordillera con picos de más de 5.000 metros de altitud, se escuchan llantos, risas y gritos de niños; decenas de aves; los balidos de las cabras; el rumor de un río. Los atardeceres son tan tranquilos que es complicado imaginar el horror que empujó a más de 100.000 personas a escapar de esta región en 1996. Las ADF, con la colaboración de los gobiernos de Omar al Bashir (Sudán) y Mobutu Sese Seko (Congo), mataron a centenares de ciudadanos en los bosques y las montañas del oeste de Uganda. En menos de una semana tomaron algunas ciudades de la zona: un golpe duro para el régimen. Cuando los militares contraatacaron, los rebeldes se escondieron en el este de Congo: un territorio enorme con un Estado débil y muchos recursos naturales, donde ha proliferado más de un centenar de grupos armados.

En ese momento, James Mukulu, musulmán de la secta Tabligh, era el líder de las ADF. Los periódicos publicaron su nombre por primera vez en 1991, después de haber irrumpido en la mezquita más importante del país. Mató a varios policías. Mukulu y 400 de sus seguidores estuvieron tres años en una cárcel de máxima seguridad. Sin embargo, las rejas no les intimidaron. Todo lo contrario. Durante su estancia en prisión, hablaron con algunos desertores del ejército de Uganda que después se transformaron en comandantes de las ADF. Tras conseguir compañeros tanto dentro como fuera de Uganda, el grupo, que en principio había atentado únicamente para oponerse a la dirección del Consejo Supremo Musulmán de Uganda —en ese momento estaba liderado por un jeque de una facción rival de la secta a la que pertenecía Mukulu: las peleas por el control de las mezquitas locales eran habituales en la comunidad musulmana desde los 70—, luchó en contra del presidente del país, Yoweri Kaguta Museveni. Los islamistas tenían pocas posibilidades de reclutar a suficientes personas para desafiar al régimen; en realidad, solamente el 12% de los ugandeses era musulmán. Pero en los alrededores de las montañas Rwenzori, una región pobrísima donde los pueblos pensaban que el Estado los había abandonado a su suerte, algunos ciudadanos no musulmanes también colaboraron con estos rebeldes.

Escondidos en los bosques congoleños, escapando de los ataques de los militares de la región, los rebeldes perdieron la fuerza de los primeros años. En ese tiempo, según un estudio del Grupo de Investigación de Congo de la Universidad de Nueva York, el liderazgo del grupo comenzó a radicalizarse. El protagonismo de la religión aumentó a partir del 2003. Las leyes islámicas se aplicaron de una manera más estricta entre los combatientes. Mientras los soldados arrasaban sus campamentos, Mukulu pidió a sus rebeldes que luchasen contra las FARDC (el Ejército congoleño) y matasen a los “infieles” que podrían informar al Gobierno de las actividades de las ADF.

Las autoridades de Tanzania arrestaron a Mukulu en el 2015; está en una cárcel de Uganda. Pero las ADF han resistido como uno de los grupos armados más misteriosos de Congo. Conocemos pocos detalles sobre sus objetivos, su número de rebeldes y sus estructuras de mando. En el 2016, de acuerdo con los servicios de inteligencia de la región, estaban reclutando a combatientes en las mezquitas de todo el este de África y se beneficiaban del tráfico de minerales. También se sabe que estaban usando a menores de edad. En el 2015, las ADF secuestraban sistemáticamente a niñas congoleñas, algunas de ellas con poco más de cuatro años, para que trabajen en sus campamentos.

 

¿Una relación con el Estado Islámico?

Conocí a P. en un autobús a pocos kilómetros de la frontera congoleña, en Uganda. Era un refugiado de la región de Beni. Acababa de graduarse como economista en una universidad congoleña, y estaba buscando un trabajo para salir del campamento que la ONU le habían asignado. Cuando coincidimos, había visitado varias ciudades y decenas de empresas, y todo el mundo le había dicho que no tenía un puesto para él. Sus ahorros estaban a punto de terminarse. Así que decidió coger un autobús y regresar con los demás refugiados. No tenía otra opción. Después de charlar un buen rato conmigo, pasó el resto del tiempo durmiendo. Estaba agotado. Y decepcionado. Escapó de Congo cuando unos rebeldes mataron a su padre. Ocurrió durante un ataque al pueblo donde había nacido. Su madre, dice, desapareció. Es probable que esos hombres armados la secuestrasen. En el este del país, los familiares casi nunca reconocen que uno de sus parientes ha sido secuestrado porque es admitir en voz alta que esa persona está matando, en el caso de los hombres, o es una esclava sexual, en el caso de las mujeres, y condenarla a un estigma que persistirá hasta su muerte.

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Miembro de las Fuerzas armadas congoleñas. JOHN WESSELS/AFP/Getty Images

Este tipo de historias son habituales en Beni. Durante los últimos años he escuchado decenas de crónicas parecidas. El Gobierno insiste en que las ADF son las responsables de este horror. Y en las reuniones con otros países, pide la colaboración de los militares  extranjeros. Parece que Félix Tshisekedi, el nuevo Presidente congoleño, nombrado en enero, sigue el mismo discurso de su predecesor. El 4 de abril, el mandatario solicitó una “asociación estratégica” con Estados Unidos para “luchar contra el terrorismo”. “Después de la derrota del Estado Islámico en Siria e Irak, estos grupos podrían aprovechar la pobreza generalizada y el caos de lugares como Beni o Butembo para imponer un califato”. En los vídeos de las ADF, los rebeldes usan símbolos, banderas y retóricas parecidas a las de Daesh . Por lo tanto, es probable que deseen acercarse a los yihadistas internacionales. Pero el alcance de estas relaciones es turbio. Aunque recibieron dinero de un colaborador keniano asociado al Estado Islámico por lo menos en una ocasión, nadie ha descubierto vínculos sólidos entre las ADF y Daesh. “Estos hechos no son pruebas para confirmar una relación estrecha con el Estado Islámico y es probable que ambos grupos no tengan los mismos objetivos. Los análisis que destacan los enlaces de las ADF con Daesh pasan por alto la fluidez de la identidad del primero y sus conexiones con la política local”, escribió Hilary Matfess, del departamento de ciencias políticas de la Universidad de Yale, en la revista Foreign Policy.

En realidad, aunque en este momento estos rebeldes congoleños quieren mostrar un mensaje similar al de los yihadistas, es necesario recordar la naturaleza cambiante de sus objetivos. Como ha señalado Paul Nantulya, del Centro de África para Estudios Estratégicos, las ADF nacieron en Uganda pero han operado sobre todo en Congo, “donde se integraron profundamente en las dinámicas y en los conflictos sociopolíticos locales. Estos rebeldes adoptaron muchas caras […], cada una de ellas dirigida a audiencias diferentes y usada con distintos propósitos. […] Un desafío importante para derrotar a las ADF radica en la dificultad de determinar cuál es su identidad dominante en un momento determinando”. Las ADF, como otras milicias de la región, son el resultado de unos Estados despreocupados por el bienestar del pueblo. Como en la última década las emboscadas de los militares han diezmado el número de combatientes, es probable las ADF simplemente luchen para sobrevivir.

La alerta de la presencia de terroristas islamistas en el este de Congo es útil para muchas personas. Puede usarse como una eficiente herramienta política. De acuerdo con Hilary Matfess, que el Estado Islámico haya reclamado el atentado de una insurgencia local con la que tiene una participación mínima no es más que una operación “para que el público olvide las espectaculares derrotas que ha sufrido el grupo”. Por otro lado, para el Gobierno congoleño, es una oportunidad para atraer la colaboración militar de otros países, y para reprimir a la población sin contestar preguntas incómodas. Y, por último, también es una oportunidad para las mismas ADF, pues supone una propaganda con mucha repercusión en todo el mundo que podría encantar a más combatientes. En palabras de la investigadora Laren Poole, “este tipo de anuncios atrae a islamistas africanos que no pueden pagarse un billete de avión hasta Oriente Medio, pero sí pueden permitirse viajar en autobús desde los países de la región. En el último año hemos interrogado a hombres de Suráfrica, Tanzania, Kenia, Ruanda, Burundi, Reino Unido y Sudán”.

 

Preguntas sin resolver

En la región de Beni, el número de combates presuntamente cometidos por las ADF se multiplicó por 10 entre 2017 y 2018. Los rebeldes han asesinado tanto a soldados como civiles. Uno de ellos se considera el ataque más mortal de los últimos años contra los funcionarios de Naciones Unidas. Ocurrió el 7 de diciembre del 2017. Centenares de milicianos embistieron un campamento de los cascos azules cerca de la ciudad de Beni. Tenían fusiles de asalto, morteros y granadas propulsadas por cohetes. Murieron 14 soldados tanzanos y hubo 53 heridos. El organismo internacional y el Gobierno congoleño inculparon a las ADF; y aunque muchos analistas dudaban de estas acusaciones, 15 días más tarde, los soldados ugandeses entraron en Congo con la determinación de liquidar a este grupo. Lo hicieron con armas de largo alcance y aviones de combate. Sin anuncios públicos ni la aprobación del Parlamento. ¿Su justificación? Poco tiempo después, en la prensa nacional, los portavoces del Ejército anunciaron que “el ataque contra la ONU era una distracción. La intención de los rebeldes era entrar en Uganda y atacarnos”. Según sus propias declaraciones, el Ejército ugandés actuó con “el pleno conocimiento y consentimiento” de las autoridades de Congo, aunque los militares congoleños con los que se pusieron en contacto los medios de comunicación locales no quisieron hablar sobre este tema.

En los últimos años, el gobierno de Uganda ha colocado a las ADF en las portadas de los periódicos al culparlas de una serie de asesinatos de personajes públicos de alto perfil. Pero para Helen Epstein, la autora de un libro sobre las intervenciones militares de Uganda en los Estados de la región, es poco probable que las ADF pensasen en atacar a este país, con una de las fuerzas armadas más disciplinadas de la región y fuertemente patrocinado por Estados Unidos. Tampoco cree que las ADF hubiesen podido matar ellas solas a tantas personas en la región de Beni, ni dirigir un ataque tan violento contra una base de Naciones Unidas, con militares armados y permisos para contraatacar y perseguir a los agresores. Los expertos del Grupo de Investigaciónn de Congo han demostrado que muchos de los ataques en el suelo congoleño que se atribuyeron a las ADF en realidad estaban orquestados por una amalgama de actores armados: grupos rebeldes y miembros importantes del Ejército. ¿Por qué? Los informes son prudentes. Aunque está claro que milicianos y altos funcionarios de las Fuerzas Armadas congoleñas han participado en las masacres, se desconoce para quiénes estaban trabajando en última instancia. El Ejército congoleño es un puzle de antiguos rebeldes que se unieron cuando eran tan poderosos que el Estado no tenía otra opción más que integrarlos para detenerlos. Desde dentro, los líderes de estas milicias consiguen puestos de poder, beneficios económicos, y una posición privilegiada para seguir luchando por sus propios intereses o por los de los países vecinos, como Uganda o Ruanda. Cuando esos intereses están en peligro o piensan que el Gobierno no está cumpliendo del todo con su parte del trato, organizan una insurgencia. Algunos de los grupos rebeldes más poderosos de los últimos años nacieron de esta manera.

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Cascos azules en Goma, República Democrática del Congo. EDUARDO SOTERAS/AFP/Getty Images

Las investigaciones señalan al Ejército Popular Congoleño (conocido como Armée Populaire Congolaise o APC). Tras pelear contra el régimen, su líder ocupó cargos ministeriales desde 2003 a 2010. Después pasó a la oposición, colaborando con otros grupos rebeldes. En 2013, cuando los soldados se concentraron en Beni para acabar con las ADF, sus combatientes percibieron estos ataques como un intento de desmantelar las redes políticas y económicas que establecieron en la región. Por eso lucharon al lado de las ADF. Organizaron una serie de asesinatos para demostrar que el Gobierno no protegía a la población, deslegitimar a las autoridades y “crear una rebelión”. Enseguida se unieron algunas milicias locales de pueblos minoritarios, que se sentían marginados desde el período colonial. Y a partir del 2014, cuando el general Akili Mundos tomó el mando de las operaciones del Ejército en la región, los oficiales de las Fuerzas Armadas se transformaron en cómplices. El número de ataques aumentó. En lugar de terminar con las masacres, el general Mundos incitó a los combatientes armados a continuar matando a los ciudadanos. El Ejecutivo decidió retirarle de estas operaciones militares en 2015. Pero las pruebas de sus delitos eran tan claras que la ONU le impuso sanciones financieras y de desplazamiento en 2018. Hasta el momento, siempre ha negado todas las acusaciones y las autoridades congoleñas no han investigado su implicación en los atentados: “Abandoné la región en 2015. ¿Desde entonces no han muerto más personas en Beni?” —dijo el general Mundos ante los micrófonos de los medios de comunicación locales—. “Hubo soldados que murieron. ¿Pude haber matado a mis propios hombres?”

Las masacres no han terminado. En 2018, Naciones Unidas y el Ejército congoleño iniciaron una serie de operaciones militares conjuntas contra las ADF. En los últimos meses han matado a decenas de rebeldes. Sin embargo, es probable que las ADF estén usando este caos para reclutar a más milicianos (en la actualidad pueden tener alrededor de 400 personas en sus filas, incluidas mujeres y niños; en julio de 2015 tenían menos de 200 personas, de los cuales solamente 30 eran combatientes), y el número de desplazados por la violencia continúa creciendo a un ritmo alarmante. Solamente en el mes de abril unas 100.000 personas de la región abandonaron sus casas.

Para Helen Epstein y el activista congoleño Boniface Musavuli, el régimen de Ruanda, con un largo historial de intervenciones militares en el este de Congo, podría estar detrás de este caos. Los informes del Grupo de Investigación de Congo son más cautelosos; aunque en ningún momento mencionan al Gobierno de Kigali, destacan la participación de ruandeses en los asesinatos, un hecho que ha desconcertado a los expertos. Lo cierto es que si las operaciones que iniciaron los militares congoleños en 2013 en la región de Beni hubiesen seguido su curso, probablemente habrían terminado con la influencia de algunos comandantes ruandeses o de descendencia ruandesa que se establecieron durante la guerra, entre 1997 y el 2003. Por otro lado, parece que miles de descendientes de ruandeses que llegaron a Congo hace centenares de años, conocidos como banyamulenge, están ocupando los terrenos que han abandonado las poblaciones locales por culpa de los combates. Estas personas, con un idioma idéntico al de los ruandeses y conexiones estrechas con algunas milicias poderosas, permitirían al régimen de Ruanda conservar su influjo tanto en Beni como en el resto del este del país.

Los textos de Epstein y Musavuli también sugieren que el ejército de Uganda pudo haber usado la amenaza de las ADF como una coartada para intervenir militarmente en la zona, rica en oro y petróleo, y contrarrestar la influencia ruandesa, en un momento de mucha tensión entre ambos países (se acusan mutuamente de colaborar con sus opositores). El subsuelo de Uganda esconde 6.500 millones de barriles de crudo. Sin embargo, para colocarlo en los mercados internacionales, el Gobierno debe construir primero el oleoducto con calentadores más largo del mundo, desde los bosques del oeste de Uganda hasta la costa del océano Índico. Las empresas Total (Francia), China National Offshore Oil Corporation (China) y Tullow Oil (Reino Unido) están dispuestas a poner el dinero para terminarlo. Pero los expertos opinan que el proyecto no será rentable a no ser que también explote las bolsas de petróleo de Congo: es decir, el oro negro de las entrañas de Beni. Los militares ugandeses que lucharon en Congo a finales de 2017 formaban parte de un comando especializado en terrenos montañosos entrenado por el ejército de Francia desde 2015.

¿Por qué los actores armados están asesinando a tantas personas en la región de Beni? ¿Quiénes son los interesados? ¿El Estado Islámico podría penetrar con fuerza en la zona? ¿El interés por explotar las bolsas de crudo está relacionado con la violencia de los grupos armados? Es un misterio. En muchas ocasiones, en el escenario caótico de la guerra congoleña, es complicado encontrar respuestas importantes.