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Un grafiti contra el capitalismo en Atenas, Grecia. (DIMITAR DILKOFF/AFP/Getty Images)

He aquí una reflexión a la historia entre Europa y el capitalismo.

The Anxious Triumph, A global history of capitalism 1860 to 1914

Donald Sassoon

Allen Lane, 2019

Ni la noción utópica de la “mano invisible” —la arcadia de los mercados autorregulados, falsamente atribuida a Adam Smith—, ni la concepción artesanal de la economía nacional captura del todo la destrucción dinámica, disruptiva y creativa que constituye la realidad del capitalismo. Es una fuerza que genera desigualdades, crisis y la ansiedad omnipresente que el libro de Donald Sassoon, erudito, maravillosamente escrito y que merece convertirse en un clásico, analiza tan bien.

Las tensiones creadas por las tirantes relaciones entre el Estado y el capitalismo, a veces, han estado bien contenidas. A mediados del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación del Estado de bienestar en Reino Unido y Francia y la reconstrucción de posguerra, el Estado y la economía encontraron un equilibrio magnífico. El periodo anterior a 1940 fue más inestable, y el tiempo transcurrido desde los 70, también. Hoy, esa inestabilidad ha engendrado un populismo político similar al de los 20 y 30 del siglo pasado.

La primera era de la política moderna, si no de la democracia en el sentido actual, es la comprendida entre 1850 y 1914, que es el periodo que abarca el extenso relato de Sassoon, lleno de las apariciones más impensables. ¿Cómo se frustró el liberalismo en Rumanía a finales del siglo XIX? ¿Por qué una ciudad en Iowa, Elkader, recibió ese nombre en 1846 en honor al emir Abd el Qader, el jefe de la resistencia contra la ocupación francesa en Argelia? ¿Cómo sobrevivían los pobres en la Nápoles del siglo XIX? La cronología retrocede hasta el siglo XVIII y avanza hasta el XX, pero el autor no pierde nunca el hilo de su relato. El ingenio de Sassoon y su talento para la metáfora hace que sea imposible dejar de leer.

El autor explica con gran claridad por qué la idea de que el Estado y la economía capitalista pueden prosperar de forma independiente es absurda. Por muy popular que se hiciera la noción de que “el gobierno no es la solución, sino el problema”, tan apreciada por Ronald Reagan, estaba muy lejos de la verdad. La revolución del mercado necesitó al Estado. La economía moderna y el Estado moderno nacieron en el siglo XVII y su relación evolucionó, durante el periodo de absolutismo en el siglo XVIII, hacia una interdependencia que se hizo todavía más visible en Japón y Alemania a finales del XIX.

La vertebración exacta de los intereses económicos y políticos en diversos países muy diferentes dependió, en gran parte, de la posición de cada país en la jerarquía internacional. El liberalismo tomó la delantera en la Gran Bretaña victoriana porque fue el primer país en el que se construyó una combinación poderosa de Estado fiscal centralizado e imperio mundial. En la práctica, la reducción del Estado se traduce, la mayoría de las veces, en reconfigurar esa relación. Los Estados, para ser eficientes, necesitan la política, que significa inevitablemente disputas entre las élites y unas masas más o menos movilizadas. La conclusión a la que han llegado los liberales es que, para controlar la política, hacen falta leyes, tratados internacionales, bancos centrales independientes, lo que, por supuesto, provoca la oposición de muchos, tanto en la izquierda como en la derecha.

De la ficción decimonónica de la “mano invisible”, pasamos a la versión del siglo XX, la idea macroeconómica de que la economía nacional puede dirigirse como una máquina. Se ha demostrado que esto es falso resultado de las estadísticas económicas nacionales: las cifras como las del PIB nos dan un sentimiento falso de interés común.

Los primeros capítulos de Sassoon, en los que recorre al galope la historia de la formación del Estado en el siglo XIX, no son los más interesantes. Cuando evoca la interpretación que hace Gramsci del fracaso de la burguesía italiana, el papel de la clase dirigente japonesa en la industrialización y la difusión de las prácticas políticas democráticas antes de 1914, alcanza sus mejores momentos. Los debates parlamentarios en Francia y Gran Bretaña sobre los argumentos en favor del imperio son un tema de lectura apasionante. El capitalismo avanza “sin objetivo ni proyecto”, pero el desorden de este libro es engañoso. En realidad, hay un orden, pero su resultado práctico depende del país y del periodo del que estemos hablando.

En el capítulo dedicado a “Dios y capitalismo”, Sassoon señala que la religión, en general, “tenía poco que decir sobre la organización económica de la sociedad, aunque había algunas actividades económicas desaconsejadas o prohibidas, como la usura”. Analiza desde una perspectiva crítica la teoría de Max Weber de que el protestantismo estimuló el capitalismo. Una comparación minuciosa del crecimiento económico de ciudades católicas y protestantes durante varios siglos (de 1300 a 1900) muestra que la religión no influyó en absoluto. (La principal diferencia es que la población de los países protestantes era más culta que la de los países católicos.) En la mayor parte del mundo, por razones históricas, la religión estaba vinculada a la vida rural. “El capitalismo estaba asociado a las ciudades, la lucha de clases y el culto al individuo, la democracia, los valores laicos y los entretenimientos pecaminosos”. Cosas poco propicias a la vida familiar, desde luego. Las ciudades creaban condiciones en las que la religión lo tenía más complicado y era muy fácil perder la fe. En Alemania, en 1860, las iglesias rurales estaban llenas, mientras que, en Berlín, solo el 1% de los que se declaraban protestantes iban a misa los domingos.

Sassoon explica muy bien por qué los conservadores británicos comprendieron enseguida que la extensión del sufragio masculino en el siglo XIX les podía favorecer. También describe a la perfección cómo el anticlericalismo fue el rasgo definitorio de muchos liberales franceses, más que cualquier idea sobre la economía o las clases sociales.

Otro debate muy interesante al que se suma el autor es el de hasta qué punto el colonialismo fue un factor que contribuyó a la primera industrialización y pudo impedir que otros entraran en el club de los “avanzados”, como afirman los teóricos de la dependencia. “Fue la adquisición de colonias en la ‘Edad imperial’ verdaderamente útil para la industrialización? ¿Fueron importantes los ingresos de las nuevas posesiones, o fueron excesivos los gastos? ¿Las adquisiciones de colonias posteriores a 1880 fueron tan importantes como las anteriores a la era industrial? ¿Y se obtuvieron como parte de un programa de construcción nacional, para asegurar el orden social y la paz en la metrópolis?” Por supuesto, este es un debate eterno, que sigue hoy en vigor.

Sassoon no se resiste a citar la frase con la que despachó Friedrich Engels al emir Abd el Qader, jefe de la resistencia argelina contra los franceses en las décadas de 1830 y 1840: “Al fin y al cabo, el burgués moderno, con la civilización, la industria, el orden y al menos una educación relativa que le acompañan, es preferible al señor feudal y el ladrón depredador, con la barbarie de la sociedad a la que pertenecen”. Engels coincidía con Tocqueville en que incendiar las cosechas y los pueblos de los argelinos nativos era “una desgraciada necesidad que cualquier pueblo que desee luchar contra los árabes debe aceptar”, en palabras del segundo. La “misión civilizadora” de Francia, como la del Reino Unido en India y, posteriormente, las de Bélgica en el Congo, Alemania en Suroeste de África e Italia en Libia, consistió en una política de tierra quemada y lo que más adelante, en el siglo XX, se denominaría limpieza étnica. La política basada en las diferencias raciales en Europa no es más que la continuación de las políticas coloniales de las grandes potencias en Asia, África y el Norte de África varias décadas antes.

Volviendo a acontecimientos trascendentales como la gran recesión de 1873, el autor afirma que despertó la conciencia de la globalización y desató una ola de proteccionismo, especialmente en Francia, que deberíamos estudiar con más detalle hoy, cuando se dan unas circunstancias similares.

Al final del libro, el autor se traslada a la política actual y los movimientos anticapitalistas, pero no resulta convincente. Parece lleno de nostalgia por épocas pasadas. Dicho esto, cada capítulo ofrece algo nuevo, algún dato que no se encuentra en otros libros de historia. Para comprender la ansiedad de la época en la que vivimos, este libro ofrece mucha materia para la reflexión.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia