La confrontación entre gobiernos y población se incrementan y se extiende la sensación de un retroceso en los principios de la democracia y en el respeto de los derechos.

Los síntomas se repiten: detenciones de activistas, acoso a la oposición, presiones y amenazas a periodistas, hostigamiento de la sociedad civil, control de los contenidos digitales, prohibición de manifestaciones. Sin poder atribuirle un nombre preciso, el fenómeno se extiende en África Occidental. “Algunos países están volviéndose más autoritarios. En general, en la región se ha producido un retroceso en los valores democráticos, de las libertades políticas. Incluso en países más progresistas, como Benín, han retrocedido. Los líderes son elegidos en las urnas, pero cuando asumen el cargo se comportan como militares vestidos de civil. Reprimen brutalmente las protestas, bloquean Internet o intentan aprobar leyes de control de las redes sociales para silenciar a la oposición, como ocurre en Nigeria”, señala Idayat Hassan, directora Centre for Democracy and Development (CDD).

senegal-protestas
Protesta en Senegal, marzo 2021. Cherkaoui Sylvain/Anadolu Agency via Getty Images

El pasado 23 de febrero, en Níger, la proclamación de los resultados provisionales de las elecciones presidenciales desencadenó las protestas en las calles y la represión. Internet fue bloqueado y se registraron detenciones masivas. Cuatro días después, en Chad, el Ejército lanzó una operación en la casa de uno de los aspirantes de la oposición, entre los muertos estaban la madre y un hijo del político que se refugió en un lugar desconocido. Las redes sociales fueron parcialmente bloqueadas. Desde entonces se han ido sucediendo las renuncias de los principales candidatos a las elecciones previstas para el 11 de abril por falta de garantías. En Senegal, la sociedad civil lleva meses alertando del deterioro de la calidad democrática y había convocado movilizaciones cuando el líder de la oposición, Ousmane Sonko, fue detenido por un turbio procedimiento judicial y se desató la peor crisis social, institucional y política de la última década. La protesta se desbordó en seis días de intensa contestación popular, varios medios de comunicación críticos fueron bloqueados y el tráfico de Internet restringido. Senegal sigue homenajeando a los 13 muertos en las protestas, la mayor parte como consecuencia de disparos de la policía.

Antes, a finales del año pasado la República de Guinea fue escenario de fuertes y largas tensiones, con las que un amplio frente de la sociedad civil intentaba evitar que el presidente Alpha Condé modificase la Constitución para poder acceder a un tercer mandato, no lo consiguió y Condé continúa en el poder. La ONG Amnistía Internacional documentó el asesinato de 50 personas durante la protestas y, al menos, dieciséis más justo después de las elecciones. Todo con las redes sociales bloqueadas. El recuento podría continuar con las protestas que desencadenaron el golpe de estado en Malí, en agosto; o la rebelión ciudadana experimentada en Nigeria en octubre, iniciada por los abusos policiales pero que acabó cuestionando el aparato del Estado, por ejemplo.

Los analistas no están de acuerdo en la existencia o no de una línea que una todos estos episodios y muchos otros ocurridos en la región y destacan la diversidad de estos acontecimientos y de las trayectorias históricas de cada uno de los países. “Insisto mucho sobre la necesidad de no quedarnos en una lectura global de las situaciones políticas de los Estados de la región. Es como si hiciésemos un juicio único sobre la evolución del juego político interno de los países europeos. Más allá de que sean vecinos y pertenezcan a una misma comunidad política, hay diferencias importantes entre Francia, Alemania y España o Hungría y Portugal”, advierte Gilles Yabi, fundador de Wathi, un prestigioso observatorio ciudadano basado en Dakar. Después de ese matiz, Yabi reconoce: “En los últimos años tenemos una tendencia negativa, sobre la cuestión del Estado de Derecho, pero también hay que tener en cuenta que en algunos de esos países no podemos hablar de regresión porque la democracia y ese Estado de Derecho no tenían una fuerte implantación”.

La República de Guinea o Costa de Marfil “no pueden ser consideradas, por su historia política de los últimos 20 o 30 años como modelos de democratización y ya no hablo de Chad, donde el presidente está en el poder desde hace cerca de 40 años”, según Yabi. En estos casos, afirma, “estamos ante la reproducción de modelos políticos, más bien autoritarios o en los que las elecciones nunca no han sido transparentes”. Sin embargo, en otros lugares que sí que tienen una trayectoria democrática en la “también estamos observando tendencias negativas, sobre todo en Benín o Senegal”.

Para Yabi la razón de este deterioro es que “hemos puesto el acento de la democracia en las elecciones y no en todas las demás dimensiones fundamentales de la democracia, la fuerza de todas las instituciones y el equilibrio entre ellas y no simplemente de la institución presidencial”. Zachariah Mampilly, catedrático en Asuntos Internacionales en la City University of New York y un prolífico investigador de los movimientos sociales recuerda: “Muchos países, incluidos los que reprimen los movimientos sociales, siguen celebrando elecciones y permitiendo la existencia de partidos políticos. Creo que tiene más que ver con la definición muy limitada de democracia en la que nos basamos en África y cada vez más en otros lugares, una forma de democracia que se ha vaciado y que es fundamentalmente incapaz de reflejar la voluntad real de la gente de un cambio significativo en sus condiciones económicas y políticas”.

Justo antes del último estallido social en Senegal una encuesta del Afrobarometer daba una pista del deterioro de la confianza en las instituciones, al revelar que el 69% de los senegaleses consideraban que la ley trata de manera desigual a la ciudadanía “a menudo” o “siempre”. Una situación similar se evidenciaba en Malí, donde otra encuesta de la misma organización mostraba el divorcio entre la confianza depositada en la democracia como sistema y las acciones de los gobernantes. Un arrollador 85,6% de los encuestados señalaban que el país iba “en la mala dirección” y, a pesar de ello, un 63,6% mantenía que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”.

La mayor parte de los analistas sitúan esta deriva en un contexto más amplio, en un “ejemplo global de endurecimiento del poder” como señala Vincent Foucher, investigador del CNRS francés especializado en la región. “Podemos pensar en Rusia, en China, por ejemplo, regímenes que funcionan, se mantienen, se desarrollan incluso, sin hacer demasiadas concesiones a la democracia”, comenta Foucher que sentencia: “Los poderes en ejercicio están un poco más a la ofensiva que antes”. Por su parte, Bakary Sambe, director del Timbuktu Institute-African Center for Peace Studies, habla de esta situación como “una especie de pragmatismo político, que hace que las potencias tradicionales no se preocupen de imponer las reglas democráticas o de intervenir en procesos en los que hay una violación manifiesta de los derechos humanos y la democracia”.

Así es como Sambe introduce en el análisis una derivada que está presente en el resto de observaciones: la actual crisis de seguridad en la región, más o menos instrumentalizada, es uno de los factores fundamentales de los nuevos equilibrios. “La subregión está viviendo momentos muy difíciles”, comenta este analista, “con el recrudecimiento de la violencia por el aumento de los grupos terroristas, y el estallido de conflictos en el ámbito interno. Paralelamente el debate sobre los derechos humanos y la democracia, ha pasado a un segundo plano en un contexto de despreocupación a nivel internacional”. Y eso dibuja una nueva situación para la gobernanza: “Las oposiciones se enfrentan a regímenes muy poderosos y que privilegian la represión política antes que el diálogo, sabiendo que en el ámbito internacional ya no hay presión en ese sentido”. Gilles Yabi, además destaca una especie de institucionalización de estos equilibrios. “El terrorismo y las amenazas a la seguridad son utilizadas por los poderes para reforzar su control sobre la sociedad y para reducir las voces críticas; permiten no poner el acento sobre la importancia de las libertades, el Estado de Derecho y la democracia; se pone la prioridad en la seguridad y el gobierno utiliza esto para imponer leyes cada vez más restrictivas”, advierte Yabi,  y añade: “Hay una capacidad mayor de los gobiernos para restringir las libertades, respetando la ley y eso es todavía más peligroso, además son leyes utilizadas por una justicia que no es independiente y permite reducir el espacio de acción y de expresión de la oposición y de las voces de la sociedad civil o los medios”.

La amenaza al respeto de los derechos fundamentales se evidencia cuando el aumento de la represión de las manifestaciones se cruza con el descenso del tráfico de Internet, cuando en medio de los estallidos sociales, los gobiernos aprietan el botón que apaga la Red. “Tienen miedo”, afirma Idayat Hassan, “mucho miedo, de que los ciudadanos utilicen las redes sociales para pedir cuentas a los políticos. Los medios sociales y las plataformas como WhatsApp o Telegram cambian las reglas del juego. Los ciudadanos las usan para articular sus demandas y para organizarse”. Bakary Samb añade: “Las redes sociales son un desahogo para las poblaciones en lugares en los que la libertad de expresión no está garantizada y la prensa no es libre. Se han convertido en esos países en el refugio de todo tipo de reivindicaciones sociales, sobre todo, de los jóvenes. Hay una verdadera obsesión de los poderes públicos por controlar Internet y las redes sociales que eran la única fuerza de respiración democrática en estos Estados”.

Precisamente las tensiones han aumentado con la pandemia, a pesar de que su impacto en la salud haya sido menor que en otros lugares del mundo, ya que en toda la región de África Occidental los contagios se sitúan todavía por debajo del medio millón. Sin embargo, las condiciones materiales se han deteriorado por las medidas para frenar la crisis sanitaria. Los confinamientos, la suspensión de actividades económicas o las restricciones a la movilidad han afectado especialmente en la economía informal, en la que se inscriben tres de cada cuatro empleos en la región, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo. Estas trabajadoras y trabajadores disfrutan además de una muy reducida protección social, que les ata más todavía a sus actividades por precarias que sean. Con el paso de los meses, a las cuestiones económicas se ha sumado la desconfianza frente a las autoridades. Medidas como los toques de queda han sido muy mal recibidos y muy poco explicados y los escándalos de corrupción o al menos la opacidad de la gestión de los fondos de emergencia han aumentado la temperatura social.

Para Foucher, una parte de la confrontación resulta esperanzadora. “Demuestra que la gente tiene esperanza, va a votar masivamente porque creen que vale la pena, cada vez más decepcionados y, sin embargo, continúan movilizándose y, en el fondo, es así como la democratización avanza. No se puede negar que en algunos lugares se producen pequeños avances. Quizá estas mejoras son los gestos necesarios para la construcción democrática”. Y así es como se dibuja también otro elemento fundamental del análisis, el del papel de la juventud. “Durante mucho tiempo, los africanos han confiado en que la democracia traería desarrollo y una vida mejor en forma de bienes y servicios públicos. La gente está viendo que los que están en el poder les están fallando. La ciudadanía ve cómo los funcionarios se enriquecen, pero ellos se empobrecen. Hay una población joven, los milenial y centenial que han demostrado tener mucho empuje y compromiso con la gobernanza, están cumpliendo con su papel y presionan por los derechos”, señala Idayat Hassan.

Niger_trabajadores
Dos hombres empujando cajas y una mujer vendiendo en la calle en Níger. Scott Peterson/Getty Images

Y es que, más allá de los discursos que sitúan a la juventud alternativamente como principal dividendo del desarrollo africano y como problema más grave, lo cierto es que los jóvenes sufren especialmente la falta de perspectivas. Es cierto que en la región las cifras oficiales de desempleo resultan sorprendentemente bajas, pero las de precariedad laboral son abrumadoras. En Guinea, por ejemplo, el desempleo juvenil ronda el 5,3%, pero el empleo vulnerable que se sitúa por encima del 89% hace que uno de cada tres guineanos tenga menos de dos dólares para pasar el día, o que dos de cada tres habitantes del país estén en situación de pobreza multidimensional, según el PNUD. O que en el caso de Níger, que aparece en la última posición del mundo en el Índice de Desarrollo Humano, solo un 0,6% de los jóvenes no desarrollan ningún trabajo, pero la tasa de informalidad en el trabajo no agrícola llegue a tres de cada cuatro empleos, el mismo porcentaje de trabajadores que recibe menos de 3,2 dólares al día. Por ello, conseguir un trabajo aparece como el principal motivo para migrar, en 2017 la mitad de los jóvenes senegaleses de entre 18 y 35 años habían pensado en dejar su país y el motivo que argumentaban más de la mitad de ellos era la búsqueda de empleo, según el Afrobarometer.

“Ha habido una decepción por parte de los jóvenes que siempre se sitúan en la vanguardia del combate por los avances democráticos, pero luego no se ven incluidos en la gestión de los asuntos públicos y descubren que hay una continuidad del sistema a pesar de los cambios de hombres”, explica Bakary Sambe. “Creo que la división entre los manifestantes, que son abrumadoramente jóvenes, y los políticos, que son abrumadoramente mayores, está provocando la desilusión de la juventud africana ante los sistemas políticos y económicos que controlan sus vidas, y es probable que alimente las protestas en el futuro”, advierte Zachariah Mampilly.

Además hay que inscribir esta confrontación en la situación actual. “Las frustraciones actuales en la región y, sobre todo, entre los jóvenes, no se deben sólo a la situación del Estado de Derecho o de la independencia de las instituciones, se deben a las dificultades económicas y sociales. El debilitamiento de la democracia es también el resultado del hecho de que las experiencias democráticas, hasta el momento, no han permitido responder a las necesidades económicas y sociales de las poblaciones”, afirma Gilles Yabi.

Todo apunta a que las tensiones van a mantenerse en el tiempo y que la tendencia puede ser hacia una mayor crispación, como señala Bakary Sambe: “Habrá que tener en cuenta, los aspectos socioeconómicos de la Covid-19, que afecta a todas las economías del mundo, incluidas las nuestras. Las tensiones y los conflictos sociales van a aumentar en nuestros países en los que hay una insuficiencia de recursos del Estado y una demanda cada vez más fuerte de una juventud que se impacienta”. Además, otras amenazas aparecen en el horizonte. La lista incluiría la delincuencia común en Nigeria, combinada con el descontento social y las tensiones comunitarias que también se producen, por ejemplo, en Burkina Faso a la sombra de la lucha contra el terrorismo, o la transición de poder en Malí. Foucher señala que la piedra de toque es la gobernanza: “Hay muchos otros riesgos, pero están todos relacionados. Si la gente abraza las solidaridades étnicas o el proyecto yihadista es porque la democratización es decepcionante y no produce la justicia o la sensación de igualdad que la gente espera”. Y Gilles Yabi sentencia: “Hay una demanda cada vez más fuerte por parte de los jóvenes de cambio político que permite hacer frente a todas esas amenazas securitarias y políticas. Así que, en esta parte del mundo, el fin de la historia no es ahora, hay muchas incertidumbres, muchos movimientos y riesgos que continúan siendo importantes”.