Un conflicto que es más de índole político, relacionado con la distribución del poder, que de carácter religioso.

Desde la entrada en el siglo XXI, Oriente Medio ha experimentado una preocupante agudización del sectarismo. Varios son los factores que explican esta deriva que amenaza con acentuar los conflictos socio-políticos que afectan a varios países. Quizás el más relevante sea la guerra fría que libran Arabia Saudí e Irán por el control de la región y que se ha dejado sentir especialmente en Irak, Yemen, Bahréin, Siria y Líbano, países que cuentan con importantes comunidades chiíes.

En realidad, no se trata tanto de un enfrentamiento de índole religiosa, como a menudo se suele plantear, sino más bien de otro relacionado con la distribución del poder. Como advierte la politóloga Fatiha Dazi-Héni, “las actuales divisiones sectarias entre Arabia Saudí e Irán parecen estar mucho más relacionadas con el enfrentamiento geopolítico y el antagonismo ideológico en su búsqueda por el predominio en Oriente Medio, que con la religiosidad”. El hecho de que sean precisamente Arabia Saudí e Irán quienes pretendan convertirse en referentes para los países de la región debería encender todas las alarmas, ya que ninguno de ellos se distingue precisamente por sus credenciales democráticas. En ambos casos se trata de dos teocracias que violan sistemáticamente los derechos humanos más elementales y persiguen las libertades públicas.

Tras la aparición de los Estados-nación árabes a mediados del siglo XX, el proyecto panarabista puso el énfasis en la identidad árabe para tratar de limar las diferencias confesionales. Además impulsó un ambicioso programa de reformas socio-económicas con el objeto de modernizar los nuevos países, lo que produjo importantes avances pero también rompió con las dinámicas precedentes. La centralización estatal requirió la creación de una vasta administración, lo que a su vez provocó el crecimiento de las ciudades y un éxodo del campo a la ciudad. Las minorías confesionales chiíes, que tradicionalmente habían vivido en la periferia lejos de los centros de poder suníes, se desplazaron a nuevos barrios de las grandes urbes. Los barrios chiíes de Dahiye en Beirut o de Sadr City en Bagdad son buenos exponentes de este fenómeno. El geógrafo Xavier de Planhol describe este proceso como el descenso de las montañas y el asalto a las ciudades. En un contexto histórico marcado por la Guerra Fría árabe entre el movimiento panarabista y el bloque conservador, las minorías chiíes fueron desalojadas del poder, tal y como ocurrió con la desaparición del imamato zaydí en Yemen en 1962, o accedieron a él, como hicieron los alauíes en Siria en 1970.

 

Irak: terreno de batalla entre Arabia Saudí e Irán

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Miembros de la Brigada Hezbolá, un movimiento chií que apoya al Gobierno iraquí en su lucha contra los ‘yihadistas’ suníes del Estado Islámico. HAIDAR HAMDANI/AFP/Getty Images

La invasión estadounidense de Irak en 2003 y la caída de Saddam Husein crearon un peligroso vacío de poder en un país que desde el siglo VII había servido de frontera entre el Islam suní y el chií. Irak, que más recientemente había sido un Estado-tapón que había separado a los dos grandes rivales de la región: Arabia Saudí e Irán, se convierte, a partir de entonces, en territorio donde ambos actores libran su particular guerra a través de actores interpuestos. Riad tratará de desestabilizar el país a través de su apoyo a la insurgencia suní y a otros grupos yihadistas que se presentan como los defensores de la minoría árabe suní (un 20% de la población), tradicional detentadora del poder desde épocas inmemoriales. Teherán, por su parte, respaldará el establecimiento de un Estado confesional dominado por los chiíes, que representan una clara mayoría (un 60%), que además gravitará a partir de entonces bajo la órbita iraní. El resultado será una devastadora guerra sectaria, librada entre 2005 y 2007, en la que se ven envueltas las milicias suníes y chiíes, Al Qaeda en Mesopotamia y el Ejército regular. La población civil fue la principal víctima de este conflicto fratricida que devastó el país, en el curso de la cual se produjo la limpieza étnico-confesional de importantes zonas. En total, cinco millones de personas, una quinta parte de la población, se vieron obligadas a abandonar sus hogares convirtiéndose la mitad de ellos en refugiados en los países del entorno (en particular, Jordania y Siria). Esta fractura sectaria también favoreció, a partir de 2013, la implantación del Estado Islámico (Daesh en su acrónimo en árabe) en importantes zonas del país, en particular en la cuenca del Éufrates.

 

Yemen: la rebelión Houthi y la amenaza de Al Qaeda

Tras el arranque de la Primavera Árabe en 2011, Yemen fue uno de los Estados que se sumó a las denominadas revoluciones de la Dignidad. Debe tenerse en cuenta que Yemen es uno de los países más pobres del mundo árabe, con un 50% de los 25 millones de yemeníes viviendo bajo el umbral de la pobreza y con unas tasas de analfabetismo sin parangón. La vulnerabilidad económica de Yemen le ha hecho cada vez más dependiente de la ayuda exterior y, en particular, de Arabia Saudí, que cada año proporciona 4.000 millones de dólares para evitar que el vecino sureño se hunda en el caos.

Como en el resto de los países árabes, los manifestantes exigían el fin del autoritarismo y la caída del presidente Abdalá Saleh, en el poder desde 1978, que controlaba con mano de hierro las estructuras estatales y había establecido un complejo entramado clientelar dominado por la tribu Sanhan, cuyos miembros copaban casi la mitad de los altos cargos. La caída en desgracia de Saleh y la mediación del Consejo de Cooperación del Golfo permitió la apertura de un incierto proceso de transición. Sin embargo, la formación de un nuevo gobierno dirigido por Abd Rabbo Mansur Hadi no devolvió las aguas a su cauce, puesto que en las montañas del norte recobró fuerza el movimiento houthi, que en 2004 se había creado con el objeto de reforzar la identidad religiosa zaydí. Esta variante septimana del islam chií es profesada por casi un tercio de la población yemení.

Aprovechando el vacío de poder, los houthis ampliaron su radio de acción llegando a conquistar la capital Sanaa en septiembre de 2014. Ante la inacción del Ejército regular yemení fueron los líderes tribales suníes, junto a Al Qaeda en la Península Arábiga y elementos del movimiento islamista Al Islah (la rama yemení de los Hermanos Musulmanes), quienes trataron de frenar su avance. La propaganda oficial ha intentado deslegitimar las reivindicaciones de los houthis, a los que se acusa de recibir financiación y consignas de Irán. La actual disputa por el poder ha permitido a Al Qaeda en la Península Arábiga recuperar parte del terreno perdido en la última década, así como reforzarse como retaguardia estratégica, base logística y reserva espiritual de Al Qaeda en un momento en el que el Estado Islámico le disputa su propio liderazgo en la escena yihadista. Además de acentuar el desgobierno, la dimisión del presidente Hadi en enero de 2015 puede ser el prólogo de un nuevo estallido de la violencia.

 

Bahréin: un poder suní impuesto

Un manifestante carga una pancarta con el rostro de Sheikh Ali Salman, líder del movimiento opositor chií al-Wefaq en Baharén
Un manifestante carga una pancarta con el rostro de Sheikh Ali Salman, líder del movimiento opositor chií al-Wefaq en Baharéin. Mohammed al Shaikh/AFP/Getty Images

Tres países árabes cuentan con mayoría chií: Líbano, Irak y Bahréin. En este último país, el más joven de la región puesto que alcanzó la independencia en 1971, los chiíes representan un 70% de sus 600.000 habitantes. A pesar de ello han sido tradicionalmente relegados a un segundo plano por el poder político monopolizado por la dinastía Khalifa, que controla los destinos de esta pequeña isla desde 1820. En las últimas décadas, la monarquía ha tratado de alterar la composición demográfica mediante la naturalización de decenas de miles de árabes suníes procedentes de Irak, Yemen, Siria, Jordania o Egipto, lo que ha soliviantado los ánimos de la mayoría chií.

La principal riqueza del país es el petróleo, aunque sus reservas distan mucho de la que poseen de sus principales vecinos. Tras la irrupción de la Primavera Árabe, la población chií aprovechó la coyuntura para reclamar el fin de su discriminación y una plena igualdad entre todos los ciudadanos, así como el fin de las violaciones de los derechos humanos y la liberación de los presos políticos. Tras la brutal represión de las manifestaciones registradas en la plaza de la Perla de Manama el 17 de febrero de 2011, la oposición también demandó la deposición del primer ministro Khalifa bin Salman al Khalifa.

Ante la posibilidad de que estas reivindicaciones se contagiaran al conjunto de petromonarquías del golfo Pérsico donde existen minorías chiíes, el Consejo de Cooperación del Golfo decidió intervenir militarmente para apuntalar al rey Hamad. Un millar de militares saudíes, así como 500 emiratíes, entraron en el reino por el puente del Rey Fahd que, a través de sus 28 kilómetros, comunica Bahréin con la península Arábiga. También Estados Unidos, cuya Quinta Flota fondea en Manama, respaldó de manera inequívoca a la monarquía. Como en otros lugares, Riad acusó a Irán de promover las manifestaciones, aunque el informe de la comisión de investigación independiente descartó una posible implicación iraní.

Cuatro años después del estallido de la revuelta, las reformas demandas por la población chií y por el Wifaq, el principal partido de la oposición, siguen sin ser respondidas. El descenso de los precios del petróleo ha golpeado especialmente a Bahréin e incrementado su dependencia de Arabia Saudí. Una eventual retirada de los generosos subsidios aprobados tras las movilizaciones populares podría contribuir a una nueva desestabilización del reino.

 

Siria: la ‘sectarización’ del conflicto

Al igual que en los casos anteriores, también la evolución de la situación en Siria guarda una estrecha relación con la brecha sectaria. El régimen sirio está controlado esencialmente por la minoría alauí, una rama heterodoxa del islam chií que representa el 11% de los 22 millones de sirios. A partir de 2012, la revuelta antiautoritaria derivó en una guerra civil con una fuerte implicación de los países del entorno. Mientras Arabia Saudí, Turquía y Qatar apoyaron a los grupos opositores, Irán y Hezbolá acudieron en socorro del presidente Bashar al Asad. El vacío de poder también fue aprovechado por el Estado Islámico para hacerse con el control de la cuenca del Éufrates donde proclamaron el nacimiento de un nuevo califato con presencia también en territorio iraquí.

Tras el inicio de las movilizaciones populares el 15 de marzo de 2011, el régimen sirio apostó todas sus cartas a la denominada “solución militar”. El presidente Bashar al Asad interpretó que libraba una batalla a vida o muerte en la que sólo habría un ganador. La inacción de la comunidad internacional allanó el terreno para la intervención de las principales potencias regionales y, en particular, Arabia Saudí e Irán, que libran en territorio sirio una guerra a través de actores interpuestos. Este enfrentamiento ha dado pie a una profunda sectarización del conflicto con la irrupción de grupos salafistas y yihadistas que libran una guerra sin cuartel contra los alauíes, que son tachados de apóstatas, y los yazidíes, a los que se denominada adoradores del diablo.

 

Líbano: el constante miedo a una confrontación

Una poster gigante con el rostro del asesinado del ex primer ministro libanés, Rafiq Hariri , en el décimo aniversario de su asesinato, Beirut. JOSEPH EID/AFP/Getty Images
Una poster gigante con el rostro del ex primer ministro libanés, Rafiq Hariri, en el décimo aniversario de su asesinato, Beirut. JOSEPH EID/AFP/Getty Images

Al contrario que el resto de los países árabes, Líbano no fue contagiado por la Primavera Árabe. Una de sus principales asignaturas pendientes es la reforma del Estado confesional establecido por Francia en la época de entreguerras. Según este esquema, el poder se distribuye en función del peso demográfico de cada una de sus 17 comunidades confesionales. En base al censo de población de 1932, el Pacto Nacional de 1943 estableció que un miembro de la comunidad maroní debería detentar la jefatura del Estado al ser la más numerosa, un representante suní debería presidir el Consejo de Ministros y un chií debería situarse al frente del Parlamento. Esta repartición del poder está detrás de buena parte de los problemas que ha venido arrastrando el país del cedro desde su independencia.

Hoy en día la distribución de fuerzas ha cambiado radicalmente. La comunidad chií se ha convertido en mayoritaria, ya que suma al menos el 40% de la población libanesa, aunque esta fortaleza demográfica no se traduce en poder político. Los precarios Acuerdos de Taef que pusieron fin a la guerra civil en 1990 tan sólo contienen medidas cosméticas (como la repartición equitativa de los escaños de la Asamblea entre cristianos y musulmanes), pero no abordan el corazón del problema. Desde entonces Líbano padece una inestabilidad congénita en la que las principales fuerzas políticas rivalizan por el apoyo de las principales potencias regionales. Arabia Saudí es el principal sostén del Bloque 14 de Marzo, liderado por Saad Hariri, mientras que Irán respalda al Bloque del 8 de Marzo, comandado por Hezbolá, que en la actualidad dispone de minoría de bloqueo en las decisiones gubernamentales. El enfrentamiento entre ambos bando explica situaciones surrealistas, por ejemplo que no se haya alcanzado un consenso en torno a la elección del nuevo presidente. Pero quizás la principal amenaza que se cierna sobre Líbano en el medio plazo es una nueva confrontación sectaria que ponga fin a la situación de falsa calma en la que vive instalado el país desde hace 25 años.