Una joven con una camiseta con la bandera de la Unión Europea participa en la Marcha por Europa el 12 de mayo de 2018 en Milán, Italia. La Marcha por Europa es una manifestación "en defensa de los valores de libertad, solidaridad y fraternidad comunes a los pueblos de Europa". (Foto de Emanuele Cremaschi/Getty Images)

La juventud europea lleva demasiadas crisis a sus espaldas, lo que ha intensificado la sensación de pérdida de horizonte de las nuevas generaciones. ¿Cuáles son las principales cuestiones que preocupan a los jóvenes? ¿Cómo puede la UE y España satisfacer mejor las demandas de este colectivo?  

El año 2022 fue designado por las instituciones como el año europeo de la Juventud, algo acompañado de varios guiños. Por ejemplo, este hito tuvo lugar en paralelo a la celebración de la Conferencia para el Futuro de Europa (CoFoe), un ejercicio deliberativo y participativo, donde era requisito que hubiese un tercio de los paneles ciudadanos compuestos por miembros entre 16 y 25 años. De igual modo, cada vez que se habla de los fondos Next Generation, los planes de recuperación tras la crisis de la COVID-19, se piensa en inversiones de futuro que aseguren la prosperidad de la “siguiente generación”. Nadie duda de que la Unión Europea ha apostado por hacer explícita su voluntad de colocar a los jóvenes en el centro de la agenda política.

Otra cosa diferente es que desde la perspectiva sociológica el concepto juventud sea algo fácil de aprehender. El consenso es que ser joven es un estadio transitorio en algún punto entre la adolescencia y la madurez, pero su frontera es difusa, y más a medida que la sociedad envejece. Incluso con el bache de la pandemia, en la UE la esperanza de vida es de 77,8 años para hombres y 83,3 para mujeres, mientras que la tasa de fecundidad es del 1,58. Esto hace que, pese a las diferencias entre países, los jóvenes sean cada vez menos en términos relativos (la imagen contraria a la del otro lado del Mediterráneo). Por ejemplo, en España los menores de 35 años son la mitad que los mayores de 55 años. Por tanto, hoy los jóvenes europeos son muchos menos que hace 50 años.

El concepto de juventud siempre se ha asociado antropológicamente con los ritos de paso hacia la autonomía individual. Que este envejecimiento haya ido en paralelo con trayectorias educativas más largas y una formación de familias más tardía han empujado al retraso de dicho proceso. Ahora bien, no se debería perder de vista que todo europeo ha sido joven en alguna ocasión (o lo es ahora) y aquellos eventos que te ocurren en este periodo generan una marca indeleble que se arrastra de por vida. Por eso sociológicamente se trabaja con generaciones políticas (es decir, con gente que ha sido joven en diferentes momentos históricos). Décadas de investigación acreditan que los “eventos impresionables” que vivimos en infancia y juventud nos dejan un efecto persistente.

Fue sobre generaciones enteras traumatizadas por el impacto de la Primera y la Segunda Guerra mundial que se edificó el proyecto europeo. Millones de jóvenes muertos que motivaron crear unas Comunidades Europeas vistas como la vía más segura, en el contexto de la incipiente Guerra Fría, para evitar errores pasados, para asegurar la paz y la prosperidad en el Viejo Continente. El punto de partida fue legar un mundo mejor a sus hijos y nietos, de ahí que la UE sea una construcción basada en el sedimento de generaciones que se pasan el testigo. Esta es la razón que acredita la importancia política de mirar a los jóvenes hoy: sin su aliento el proyecto será, a la postre, insostenible.

La crisis económica de 2008 fue un primer toque de atención, especialmente para los países del sur de Europa, donde el desempleo juvenil escaló a cifras cercanas al 50% y los índices de pobreza juvenil e infantil se dispararon. Es más, hasta la fecha el proceso de recuperación ha sido muy lento. Por ejemplo, en España en 2019, cuando ya estaba creciendo económicamente, la tasa de pobreza entre los menores de 30 años se disparó hasta el 28,3%, ocho puntos más que la media del país y uno de los índices más altos de la UE.

Este hecho tuvo importantes implicaciones. Si ya en una crisis suelen ser los más vulnerables los que más sufren, cuando la pobreza se ceba en los jóvenes y los niños se corre el riesgo de dejarles una cicatriz indeleble. Son los años de desarrollo, los más productivos, en los que un ser humano muestra su potencial. Este rejuvenecimiento de la pobreza y persistencia de la precariedad necesariamente ha marcado a unos jóvenes socializados en un relato de confrontación en el marco de la UE entre el norte acreedor y el sur deudor. De hecho, fue en lo más crudo de la crisis cuando la imagen de la Unión tocó suelo (según datos de Eurobarómetro de 2013, solo el 30% tenía una visión positiva de esta institución).

Apenas estaban cauterizando las heridas de la Gran Recesión cuando llegó la crisis de la COVID-19. Como es sabido, esta emergencia ha tenido un fuerte en nuestras sociedades, y no sólo por la propia mortalidad que provoca la enfermedad, sino también por las medidas de confinamiento emprendidas para combatir su expansión. Unas medidas que iban a suponer que un mayor impacto económico y social sobre los sectores más vulnerables entre los que, una vez más, se encuentran los jóvenes.

Una mujer pasa por delante de una oficina del Servicio Público de Empleo Estatal (Sepe), el 02 de junio de 2022 en Madrid, España. El número de parados registrados en las oficinas de los servicios públicos de empleo bajó en mayo en 99.512 desempleados (-3,3%), lo que sitúa la cifra total de parados por debajo de los 3 millones por primera vez desde finales de 2008, cuando comenzó la crisis financiera. (Foto de Carlos Lujan/Europa Press vía Getty Images)

Tras la declaración de los confinamientos globales en marzo de 2020, según datos de la Organización Internacional del Trabajo, un 16% de los jóvenes en el mundo dejaron de trabajar. Además, de los que conservaron su empleo, un 23% vieron disminuir sus horas laborales, con lo que aún se precarizó más su situación. Así fue como España cerró los datos de desempleo juvenil en el 43,9% en 2020, la cifra más alta de toda la UE, en un contexto en el que el pesimismo entre los jóvenes para encontrar un empleo estable volvió a los niveles propios de la crisis de 2008. A esto habría de sumarse el cierre en los centros escolares, los cuales supusieron una pérdida de conocimientos estimada del 17%, alrededor de un curso académico. Un elemento que ha golpeado particularmente a las familias más vulnerables de toda Europa, para las que la escuela ejerce un papel fundamental. Por ejemplo, se estima que en Países Bajos o en Reino Unido las familias modestas perdieron hasta cuatro veces más conocimientos durante el confinamiento que las acomodadas. No debería olvidarse, por tanto, que los efectos generacionales se ven igualmente atravesados por el resto de formas de desigualdad.

Pasar los momentos más intensos de vitalidad y socialización entre dos crisis necesariamente ha afectado a la personalidad de los más jóvenes, a su pérdida de horizonte. La generación de sus padres y abuelos afianzaron en la Unión Europea trayendo consigo un bienestar que no tenía parangón en la historia, algo asociado a tener desde una casa en propiedad hasta vacaciones pagadas o un puesto de trabajo estable, sanidad o educación. La idea de progreso tenía bases empíricas sólidas. Por el contrario, si un elemento define hoy a los jóvenes es su escepticismo ante esa posibilidad. La nostalgia de un horizonte de mejora hace que, en países como España, según el CIS, siete de cada diez hogares piensen que sus hijos vivirán peor que sus padres. Una sensación de pérdida de futuro que es particularmente intensa entre aquellos que lo han pasado peor en las crisis.

Uno podría pensar que estos shocks girarían las orientaciones de los más jóvenes hacia las urgencias materiales más inmediatas. Sin embargo, para los europeos de menos de 30 años no hay conflicto entre estas y las preocupaciones de medio plazo. Cuando se les pregunta, según datos del Eurobarómetro de 2022, la lucha contra el cambio climático debería ser una de las prioridades para la UE (67%), seguido por mejorar la educación y la formación (56%), luchar contra las desigualdades económicas y sociales (56%), contra el desempleo (49%), mejorar la salud y el bienestar (44%) y promover los derechos humanos y la democracia (44%).

Por tanto, los sondeos apuntan que los jóvenes europeos tienen una orientación muy centrada en los aspectos fundamentales de su bienestar, siendo el medio ambiente, que ha dejado hace mucho de ser un tema secundario en la agenda, su gran bandera generacional. No en vano las principales movilizaciones políticas y protestas juveniles en Europa han tenido que ver con este tema ya desde antes de la pandemia, así que la lucha contra el cambio climático va rumbo de ser ese evento impresionable que puede marcar a los jóvenes presentes.

¿En qué medida las instituciones europeas están canalizando estas demandas? Una vez más, se produce una curiosa paradoja: las principales políticas que preocupan a este colectivo son justamente en las que la UE puede acompañar, pero apenas actuar. El empleo, la educación o la salud son políticas que corresponden en su mayoría a los Estados miembros. Obviamente, el refuerzo del programa Erasmus Plus, el Pilar Europeo de Derechos Sociales o la incorporación de la salud mental como uno de los elementos de la Estrategia Europea de Juventud 2019-2027 siempre son bienvenidos. Sin embargo, ello no obsta para que sean los Estados miembros los que en última instancia se hagan cargo de estas políticas. La UE puede complementar e impulsar, pero no suplir.

Con todo, España debería tener un interés clave en esta cuestión dada la enorme problemática que tiene en desempleo juvenil y pobreza infantil. Al fin y al cabo, toda apuesta por comunitarizar medidas que tengan que ver con el desempleo, la formación profesional o rentas mínimas de inserción hacen de nuestro país un receptor neto. Ahora bien, ello también incide en la importancia de cambiar la propia concepción que tiene España sobre las inversiones que provienen de Europa, las cuales han tendido a priorizar mucho más los activos físicos que el capital humano. Es cierto que parte de los fondos Next Generation ya han pensado ese cambio sobre el papel, pero esta cuestión tiene mucho que ver con alterar las inercias en nuestra administración y gobiernos, cosa que no es fácil. Que las políticas de inversión en los jóvenes no tengan un retorno inmediato tiende a postergarlas, incluso en su ejecución, un enfoque particularmente miope para la mejora tanto de la competitividad de España como su propia cohesión social.

España también tiene mucho que ganar en políticas vinculadas a los resultados de la CoFoe. La potenciación de la red ferroviaria europea para hacerla más accesible (mirando a Francia, pero muy especialmente a Portugal), invertir más en competencias de salud y tecnología o mejorar “radicalmente” los aprendizajes de idiomas son políticas están plenamente alineados con las inversiones de los fondos COVID-19. Una juventud más formada, sana y móvil en Europa es una fuerza de trabajo más cualificada y, al tiempo, un aporte en términos tanto de equidad como de eficiencia. De nuevo, es imperativo romper los cuellos de botella administrativos para poder desplegar el impulso de las inversiones europeas. 

A este desafío hay que añadirle el impacto de la guerra de Ucrania, la cual nos aboca a una nueva crisis en un contexto incierto con la energía como telón de fondo. En esta situación la discusión sobre el ritmo de la transición ecológica también está encima de la mesa ¿Cómo reaccionarán los jóvenes ante el solapamiento de una crisis económica y climática, siendo esta una de sus principales preocupaciones? Pese a la magnitud del reto que haya diferentes tableros de juego en paralelo abre la oportunidad de diferentes negociaciones. España está bien situada, dada su menor dependencia del gas ruso, para poder transaccionar si entiende que cualquier política que busque distribuir de manera justa las cargas de esta crisis necesariamente pasa por invertir y proteger mejor a niños y jóvenes. Si por una vez lo urgente y lo importante pueden estar alineados, España podría ser el actor que no fue en la crisis de 2008 y mitigar el impacto social de esta coyuntura adversa.

2019/05/24: Se ve a una niña sosteniendo una pancarta con una muñeca, durante la protesta. Decenas de miles de niños en más de 60 países se pusieron en huelga para exigir medidas contra el cambio climático. (Foto de Ana Fernández/SOPA Images/LightRocket vía Getty Images)

La sostenibilidad de la UE va a depender mucho de que los jóvenes hoy (adultos mañana) den aliento a la integración. A diferencia de la Gran Recesión, esta vez las instituciones europeas parecen haber aprendido la lección de no descargar el mazo de ajustes sobre ellos. Ahora bien, dos dimensiones son fundamentales en un contexto de incertidumbre geopolítica. De un lado, la eficiencia de las propias instituciones a la hora de proveer de bienestar. Del otro, la receptividad ante las demandas de los ciudadanos en términos de políticas.

Hoy los jóvenes europeos están dando una señal de hacia qué tipo de Europa quieren avanzar. Es bueno que las instituciones hayan tomado nota y son más que bienvenidas iniciativas como la CoFoe.

Sin embargo, esto no será suficiente si no se es capaz de pasar de las musas al teatro para unos jóvenes que llevan demasiadas crisis en su cuenta.