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Un grupo de personas de Zimbabue descargan un ferry con materiales de primera necesidad procedente de Sudáfrica. (ZINYANGE AUNTONY/AFP/Getty Images)

La situación empeora en el país, mientras sus dirigentes continúan enzarzados en guerras internas.

Desde que en la última década de la dictadura de Robert Mugabe el país se sumiera en una grave crisis económica no resuelta, Zimbabue se desliza hacia un precipicio tras la huelga del pasado 14 de enero. La reforma agraria de 2000 a 2008 le hizo perder un 50% de su PIB y ser la economía más contraída del mundo. Al acierto de haber alfabetizado al 90% de su población le ha seguido la misma cifra en desempleo crónico y 4/5 partes de zimbabuenses viviendo en la pobreza. Diez años después reaparecen la hiperinflación, las restricciones de bienes básicos y de la moneda, al impedir las intestinas guerras faccionalistas del partido hegemónico ZANU-PF las reformas que el país necesita para adaptarse a los nuevos tiempos.

En noviembre de 2017, la facción Lacoste promovió el golpe de Estado que depuso a Mugabe a través de la operación Restaurar el Legado, venciendo a la resistencia del temible G40 mugabiano (el núcleo duro de poder entorno al depuesto líder que le preparaba la labor de policía política). ZANU no es más que una lacónica expresión de viejas soflamas anticolonialistas y de profundas divisiones entre los cuerpos de seguridad, donde los veteranos de guerra marcan la agenda. Aquella elite que llegó al poder hace 38 años tras la guerra de liberación, adoptó las mismas malas prácticas del colonialismo contra el que luchó. Prueba de ello fueron los desalojos forzados de tierras de altos mandos del régimen -policiales, militares y políticos-, que, con la presión de los propietarios originales en los tribunales, empiezan a verse sometidos a auditorías. También les están abriendo investigaciones relacionadas con otros sectores lucrativos.

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El presidente de Zimbabue, Emmerson Mnangagwa, atiende a la prensa tras una reunión con los líderes políticos del país. (JEKESAI NJIKIZANA/AFP/Getty Images)

Al depuesto Mugabe le sucedió su exvicepresidente, Emmerson Mnangagwa, ministro de Seguridad cuando se produjo la famosa matanza de Gukurahundi de 20.000 Ndebeles en los 80. El Cocodrilo, apodo que hace honor a la facción Lacoste, ganó la presidencia en las primeras elecciones sin Mugabe el pasado 30 de julio, a muy escasa distancia del líder opositor del MDC Nelson Chamisa. Tras los comicios hubo protestas de la oposición y se abrió fuego contra los manifestantes, causando seis muertos y cientos de heridos. La comisión de investigación, nombrada a dedo por Mnangagwa, probó el uso excesivo de la fuerza estatal, pero sigue sin depurar responsabilidades. Trató de legitimar su presidencia invitando a los observadores internacionales a supervisarlas, prometiendo inversiones extranjeras y una prosperidad con su programa Visión 2030 para transformar el país en una economía media a un crecimiento anual del 6%. Todo puro humo a juzgar por el rápido empeoramiento con su gestión de gobierno.

Su mandato está destacando por una tasa-castigo del 2% sobre las transacciones electrónicas, medio de pago mayoritario ante la escasez de efectivo, una hiperinflación del 57% y una subida del fuel de un 150% decretada el 12 de enero, que lo ha convertido en el país con la gasolina más cara del mundo y ha disgustado a su benefactor ruso. Tras cuarenta días de huelga de médicos y profesores que apenas tienen para subsistir ni hacer su trabajo, el vicepresidente Constantino Chiwenga ordenó despedirlos. Ante tal asfixia, los sindicatos iniciaron el 14 de enero una huelga de 3 días, que según el fórum zimbabuense de derechos humanos dejó un balance de 12 muertos, 78 heridos de bala, más de 242 torturas y 800 detenciones arbitrarias, 46 saqueos, 9 niños torturados y decenas de mujeres violadas en unos asaltos casa por casa que tienen la marca del régimen. Una acción contra opositores y ciberactivistas que retrotrae al país al más oscuro pasado que tendría que dejar atrás tras celebrar elecciones libres.

Decretó un apagón generalizado de Internet que fue declarado ilegal por la Corte Suprema y ahora plantea una ley que lo limite cuando se convoquen manifestaciones, más una reciente medida que disparará al 300% el precio de los alimentos básicos. Tras el derrocamiento de Mugabe y la celebración de elecciones libres, el poder militar ha ido ganando terreno en puestos clave de la administración y dentro del mismo partido, en especial en las primarias. Empezaron por purgar a destacados políticos y G40 vinculados a Mugabe y a Augustine Chihuri, quien dirigió el principal aparato represor de la dictadura, la policía, identificada por los informes internacionales y por la población civil como la institución más corrupta y torturadora del país. Muchos figuran en la lista de buscados por la Interpol desde 2005. Sociedad e instancias internacionales clamaban por una necesaria purga policial desde niveles senior hasta comisionados. Ante la avalancha de manifestaciones al presidente han despedido a los que no han empleado más mano dura y han promocionado a altos mandos policiales manchados por su pasado mugabiano. Con el descontrol del Ejército y postergando la purga de mandos policiales (exigencia de la comunidad internacional para levantar las sanciones), al igual que echando la culpa de esta violencia a Occidente y con sus increíbles medidas económicas, el presidente está llevando al país al caos.

ZANU está representando su guerra intrapartidista en el Gobierno, entre el vicepresidente Chiwenga con el poder militar y el policial de Mnangagwa. Ambos no son más que antiguos ministros-vicepresidentes de Mugabe, es decir, siguen representando a lo peor de la dictadura, pero travestidos de transición democrática. Teniendo en cuenta el riesgo regresivo con el papel de los aparatos de seguridad del Estado tras la violencia poselectoral del pasado agosto, con las recientes huelgas y que el presidente fue elegido con un exiguo 50,8%, se reclama un gobierno de unidad nacional con el MDC como el de hace diez años o de tipo transicional hasta nuevas elecciones. O uno de más amplio espectro que integre a las organizaciones de profesionales en huelga. La otra opción es el caos, con las nuevas limitaciones al sector del transporte y el aumento de las represiones, el país vive una militarización de facto. El Gobierno británico ha planteado varias opciones ante Naciones Unidas, una de ellas la intervención, según palabras de la primera ministra Theresa May, ante la preocupante violación sistemática de los Derechos Humanos por parte del aparato de seguridad del Estado -con un marcado carácter partisano-, y ha ampliado, junto con la UE y EE UU, las sanciones a individuos del régimen.

Mientras ZANU sigue con sus envenenadas guerras internas, la sociedad está cambiando sin que apenas se den cuenta. Tras cuatro décadas de tanta represión, corrupción y pobreza sistemáticas, que no han ido más que contra la población, el discurso de la revolución ya no alimenta los estómagos de un país con 7,4 billones de dólares de deuda externa, castigado por las sanciones internacionales. Más del 60% de la población son jóvenes formados que aspiran a vivir mejor, hay una pujante clase urbana opositora y las tradicionales lealtades del mundo rural a ZANU podrían diluirse con el largo fracaso económico. La situación se va a agravar por las nuevas medidas que afectan a los transportistas y al precio de los bienes básicos, ante lo que hay una clara especulación, porque médicos y profesores volverán a la huelga y no tendrán la tradicional cosecha del tabaco y del grano.

Naciones Unidas ha condenado la violación de las convenciones internacionales al abrir fuego contra manifestantes y las denuncias de torturas, detenciones arbitrarias y desapariciones, estas últimas cada día más ensañadas contra periodistas independientes y destacados parlamentarios. Pero la comunidad internacional podría ir más allá, al depender su colapsada economía de la ayuda externa (principalmente de China), condicionándola a una reforma del sector de seguridad que lo democratice. Zimbabue se verá una y otra vez atrapado en una espiral endemoniada que combina desastre económico con represiones, un mayor aislamiento con más atrocidades abusando de la fuerza, estas ya dignas de llevar a la Corte Penal Internacional.

Zimbabue guarda muchos paralelismos con Venezuela y ambos regímenes están organizando comités cívico-militares para responder a la creciente presión interna e internacional.