Un hombre sostiene un retrato de Vladímir Lenin y Iosif Stalin durante la conmemoración de la Revolución Bolchevique en Crimea. Max Vetrov/AFP/Getty Images
Un hombre sostiene un retrato de Vladímir Lenin y Iosif Stalin durante la conmemoración de la Revolución Bolchevique en Crimea. Max Vetrov/AFP/Getty Images

La última obra de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich recoge una infinidad de voces, llenas de esperanzas y frustraciones, para retratar todo el siglo pasado, desde la Revolución de Octubre hasta casi el presente.

El fin del “Homo sovieticus”

Svetlana Alexiévich

Acantilado, Barcelona, 2015

En un reciente libro en el que los intelectuales franceses Marcel Gauchet y Alain Badiou dialogan sobre el capitalismo, el comunismo y el futuro de la democracia, Badiou asegura que “el portador de la hipótesis comunista es un sujeto colectivo absolutamente real: aquellos a quienes llamamos los comunistas”. A Svetlana Alexiévich, la escritora bielorrusa galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2015, no le interesan los grandes sistemas o los sujetos colectivos. La obra de su vida, por el contrario, ha sido servir de cañamazo en el que ir tejiendo centenares de pequeñas historias, las vidas en minúscula del mundo soviético: las de las mujeres de la Segunda Guerra Mundial, las de los soldados enviados por Moscú a morir a Afganistán a una guerra que tenía más de último estertor que de guión de epopeya, la de los bomberos a los que la radiactividad de Chernóbil deshizo en apenas 14 días. En su último libro El fin del “Homo sovieticus” Alexiévich pone de nuevo la mirada en lo que llama ella misma define como “las migas de la historia” y, en este caso, las de la historia del derrumbe del mundo soviético. “Siempre me ha atraído –escribe– ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo”.

La perestroika, el golpe de Estado de Guennadi Yanáiev en agosto de 1991 o el auge del capitalismo oligárquico a la Yeltsin son los hitos del desmoronamiento de la más grande de las utopías del siglo XX. El fin del “Homo sovieticus” es un coro de decenas de testimonios que muestran esa verdad que los libros de historia tienden a difuminar, a saber, que el mundo soviético eran miles, millones de otros mundos, millones de destinos individuales, de esperanzas y frustraciones.

Entre marzo de 1990 y diciembre de 1991 las 15 repúblicas socialistas soviéticas que componían la URSS fueron, una a una, declarando su independencia. Aquellos fueron los meses del entusiasmo de los que veían materializarse la esperanza despertada por la retórica de Mijaíl Gorbachov. Fueron también los meses de las elecciones de junio –en las que Boris Yeltsin saldría nombrado presidente de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia– y de la incertidumbre por el golpe de Estado de Vladímir Kryuchkov, apenas dos meses después. Con el Tratado de Belavezha, que daba forma a la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y la renuncia formal de Gorbachov a la presidencia del PCUS y la disolución del Comité Central del Partido, el 25 de diciembre se ponía punto y final a una de las aventuras políticas más significativas, y sangrientas, del siglo XX. Esos meses fueron la bisagra de la historia soviética en los que, parafraseando uno de los testimonios de Alexiévich, no se conocía el futuro, pero estaba claro que se había dejado atrás el pasado.

Al entusiasmo de los disidentes de cocina que, con razón, vieron en la llegada de la democracia y del la economía de libre mercado una ventana a la libertad, la oportunidad de lanzarse a un futuro prometedor, responden quienes, con razón, descubrieron que la muerte del mundo soviético no era más que el nacimiento de un capitalismo deshumanizador.  “Las tiendas están llenas de embutidos –exclama uno de los entrevistados por Alexiévich–  pero no se ve a nadie feliz. No veo a nadie a quien le brillen los ojos”. Los 90 son los años de esa generación a la que se había enseñado a morir por la libertad  –“Con puño de hierro conduciremos a la humanidad a la felicidad”, era uno de los primeros lemas de la Revolución– pero, como repite Alexiévich, no se había enseñado a vivir con ella.

Los testimonios recogidos por la autora bielorrusa nos ofrecen una verdad sinfónica, hecha de infinidad de voces y no menos dramas y contradicciones, en la que se despliega todo el siglo pasado, desde la Revolución de Octubre hasta, casi, el presente. Historias de tal crudeza que, en ocasiones, uno tiene que dejar reposar el libro, para leerlo sorbo a sorbo, como si fuera a abrasarnos el esófago y el corazón. Toda esa crudeza está salpicada, sin embargo, de momentos de tal humanidad y belleza que dan respiro al lector y lo llevan hasta la última página, de destello en destello. Como en esas líneas en las que una mujer habla sobre su infancia, cuando tras acercarse junto a una amiga a vender unos bordados a casa de una señora, ésta les abrió un mundo de compasión, en medio del infierno en que vivían: “Dejadme que os corte unas flores”, “¡No dábamos crédito! –recuerda la mujer. ¿Flores? ¿Para nosotras? Dos niñas pobres, vestidas con trozos de saco, hambrientas, heladas… ¡¿Y aquella mujer quería regalarnos unas flores?! Vivíamos soñando con mendrugos y aquella mujer supo percibir que también éramos capaces de anhelar algo más. Estás aislado, secuestrado por la miseria, y de repente te abren una ventanilla…”

Y es que, como dijo Alexiévich en una entrevista reciente, sus libros “no son de terror”, porque “además de horror y muerte también hay amor y alegría, pues en las guerras y las catástrofes, todo se da de un modo intenso”. El fin del “Homo sovieticus” no nos saca de los libros de historia, pero nos empuja a las cocinas y los salones en los que convivieron, puerta con puerta, la nostalgia por un mundo que se deshacía y el entusiasmo por otro que no terminaba de amanecer.