He aquí un repaso a las fortalezas y debilidades del ecosistema de compañías de base tecnológica en la región y el gran reto de que sus beneficios lleguen a todos.

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Un bestiario es una recopilación o compendio de animales de fábula. En el caso de América Latina, se trata de un zoológico diverso que designa a empresas tecnológicas que recaudaron más de un millón de dólares de capital. Las unicornios son, por ejemplo, valoradas en más de 1.000 millones de dólares, las centauros son aquellas con un valor entre 100 y 1.000 millones de dólares y las ponis entre 10 y 100 millones de dólares. Las cebras son firmas que tiene además de un fin económico, uno social. En la región hay varias como Hablalo, aplicación que permite comunicarse de manera gratuita a personas hipoacústicas, o Atomic Lab, desarrolladora de prótesis en impresión 3D.

De acuerdo a un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, existen hoy 1.005 empresas latinoamericanas de base tecnológica que conforman un ecosistema de 221.000 millones de dólares. El 83% de su valor ha sido creado en los últimos cuatro años, pandemia de por medio. Su crecimiento, sin embargo, es desparejo. El 76% del valor de este bestiario se concentra en Brasil y Argentina. Y sólo otros seis países –Colombia, México, Uruguay, Chile, Guatemala y Perú– gozan también del privilegio de contar con este tipo de compañías. Brasil posee un ecosistema relativamente diversificado dado que tiene 513 empresas de esta naturaleza valoradas en 91.000 millones de dólares, mientras que en Argentina está más concentrado, tiene 78 firmas por un valor de 99.000 millones, y en México existen 170 que suman 10.000 millones de dólares.

La primera pregunta a formular: ¿cómo puede ser que convivan en estos países este ecosistema tan resplandeciente y una buena cantidad de empresas tecnológicas con altos niveles de pobreza y desigualdad? Lo cierto es que estos Estados poseen un buen número de animales de este bestiario porque varios de ellos tienen una serie de condiciones que lo facilitan: un PBI per cápita de países de ingreso medio, un buen número de consumidores, de investigadores per cápita, de usuarios de Internet, de egresados universitarios y un ecosistema científico-tecnológico potente, por mencionar solo algunos.

Entonces el interrogante que se desprende a continuación es: ¿cómo se logra que los efectos positivos de este ecosistema lleguen también a la población más vulnerable y a otros países de la región? Para ello es fundamental promover el desarrollo de más cebras, centauros y ponis, en estos y en el resto de los Estados latinoamericanos. Porque crean soluciones diferentes para viejos y nuevos problemas, pero, sobre todas las cosas, porque en muchos casos promueven la innovación y el avance tecnológico, aspectos clave para lograr saltos en los niveles de productividad y, por lo tanto, en el crecimiento económico. Asimismo, generan empleo, contribuyen a diversificar la economía, incrementan las exportaciones de servicios en muchos casos y algunas impactan en los sectores más vulnerables, reduciendo, por ejemplo, costes de servicios financieros. En una región con el 45% de su población en situación de pobreza o extrema pobreza, esto podría ser un canal efectivo que contribuiría a la disminución de esta lacra.

Sin embargo, en este bestiario, varios de estos seres tienen sus imperfecciones. A veces no generan empleo formal, tienen desafíos en materia de derechos de los trabajadores y alcanzan valuaciones muy altas asociadas a sus poderes monopolísticos u oligopolísticos. Existen en estos países 28 unicornios que representan el 79% del valor total del ecosistema.

Como señala la economista italiana-estadounidense Mariana Mazzucato en su libro El valor de las cosas, una de las características de la economía de la innovación es la ventaja que adquieren las grandes empresas con estrategias monopolísticas a través de economías de escala, atrapando clientes que consideran demasiado engorroso o inconveniente cambiar de servicio. Hasta 2018 había solo 18 Estados del mundo que tenían un PBI superior al valor de mercado de estas grandes compañías. Hoy seguramente, este número es mucho menor, por la caída del PIB en muchos países y por el incremento del valor de estas compañías que trajo aparejada la pandemia. Esta creación de valor ha facilitado una suerte de privatización de los beneficios de la innovación, que llega únicamente a unos pocos.

 

Las variables del ecosistema emprendedor

En este contexto, y debido a que los beneficios sociales y económicos son muy altos, todos los Estados de la región deberían tener la posibilidad de ver crecer su ecosistema emprendedor. Se necesita para ello un mercado con potencial de crecimiento, emprendedores con buena educación y determinadas habilidades, infraestructura digital y servicios tecnológicos e inversores. Varios países, como fue mencionado anteriormente, cuentan con estas condiciones, pero en muchos otros aún no se dan estos factores. La buena noticia es que, en algunos casos, logran impacto regional, generando incrementos en los niveles de empleo y transferencia tecnológica a Estados más pequeños.

Debido a la importante presencia de Pymes en la región, debe haber lugar también para que éstas avancen digitalmente, se incrementen en número y puedan crecer. Pero no existe aquí ni dicotomía ni fisura. Ambos ecosistemas pueden coexistir de manera congruente y confluyente. Y es este último el que más necesita de políticas públicas focalizadas para expandirse e invertir en tecnología.

 

Ejes del desarrollo

Durante la pandemia logró acelerarse la transformación digital en las Pymes de la región. A pesar del cierre de gran cantidad de este tipo de empresas, y aunque en menor medida que las grandes compañías, el porcentaje de Pymes que incorporaron nuevas tecnologías en pleno crisis sanitaria global fue muy similar al porcentaje que lo había hecho durante los tres años anteriores. Además, incrementaron la inversión en Investigación y Desarrollo (I+D). Esto muestra que, al igual que para los creadores de las criaturas mitológicas, para las Pymes la innovación también es central.

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Campus Party en Bogotá, Colombia, donde se reunen universidades, empresas, instituciones… con el objetivo de fomentar el uso de la tecnología para cambiar el mundo de manera responsable. Vanessa Gonzalez/NurPhoto via Getty Images

Afortunadamente, estos avances están siendo acompañados con políticas públicas virtuosas en la materia, como en Argentina, Colombia, Chile, Uruguay y Costa Rica, que brindan beneficios fiscales y reducciones impositivas para el sector tecnológico y, en algunos casos, también para el ámbito emprendedor.

Existe, por lo tanto, un horizonte esperanzador: a pesar del siniestro 2020, se han creado nuevas empresas de base tecnológica, se ha invertido en capital de riesgo y se ha avanzado digitalmente. Y el mismo estudio citado estima que para 2030 el ecosistema latinoamericano tendrá un valor de 2 billones de dólares. De acuerdo a la última encuesta del Latinobarómetro, solamente un 42% de los latinoamericanos utiliza alguna aplicación, lo cual confirma el enorme potencial de crecimiento que tiene gran parte de este sector en la región.

Pero no debemos pecar de ingenuos. Para tener una América Latina más equitativa, tenemos que socializar los beneficios de la innovación. Y, para ello, es necesario desconcentrar la distribución de empresas de base tecnológica, así como también incrementar las habilidades tecnológicas de los trabajadores, de tal manera que puedan participar de la creación de valor.

Una vez más, como señala Mazzucato, la innovación debe estar dirigida de manera adecuada para asegurar que lo que se produce, y cómo se produce, genere creación de valor y no trucos que deriven en apropiación del mismo. Ello significa prestar atención al ritmo y al sentido de la innovación, así como también a los acuerdos que se cierran entre los distintos creadores de valores del sector. Es clave promover iniciativas que busquen una innovación inclusiva, tanto desde el punto de vista de los beneficiados por ella, como desde los involucrados en su creación, principalmente, los trabajadores. En este punto, el papel del estado se torna entonces fundamental.

Y también hay que ser conscientes del rol del capital de riesgo en el proceso de creación tecnológica, que gran parte de su éxito se ha logrado a partir de tecnologías financiadas y desarrolladas por inversiones públicas de alto riesgo. Para 2030, de acuerdo al mismo estudio mencionado anteriormente, se estima que la inversión anual de este tipo en la región alcance los 30.000 millones dólares. Números que motivan, pero que pueden esfumarse si no se toman medidas que contribuyan a socializar estos beneficios.

América Latina necesita profundizar en la discusión sobre quién produce y hacia dónde va la innovación. Y acompañar este debate por la multiplicación de su bestiario de compañías de base tecnológica. Un zoo de emprendimientos que cree empleo genuino, competitivo y que le permita salir de la excesiva dependencia del sector primario. Pero un bestiario que, a diferencia del de los cuentos del escritor Julio Cortázar, no nos transmita salvajismo ni brutalidad, y que al igual que éste, nos interpele, nos plantee interrogantes para cuestionar la realidad, ayudándonos así a aprender y emprender, dos ejes fundamentales para un desarrollo inclusivo en América Latina.