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El mariscal libio Jalifa Hafter dándole la mano al Presidente francés, Emmanuel Macron, en la conferencia Internacional sobre Libia celebrada en París, mayo 2018. Etienne Laurent/AFP/Getty Images

Mientras el plan de Naciones Unidas para Libia languidece tras un año de su puesta en marcha, las maniobras políticas de Francia e Italia, apoyando a unos u otros actores del conflicto, dan una vuelta de tuerca más al laberinto libio.

A finales de septiembre de 2017, escasos días después de ser designado nuevo enviado especial de la ONU para Libia, Ghassam Saleme presentó un ambicioso plan diseñado para atajar la inestabilidad política, la crisis económica y la violencia crónica que ensangrientan y paralizan el país desde que en 2011 la OTAN contribuyera militarmente a la victoria de los distintos grupos rebeldes sobre la larga y estrambótica dictadura de Muamar al Gadafi. El proyecto del ex ministro de Cultura libanés, que un año después languidece, descansaba sobre cuatro pilares y tenía como objetivo declarado restablecer la quebradiza armonía legislativa rota tras las aciagas elecciones de 2014. Desde entonces Libia es, de facto, un Estado fallido, un moderno reino de Taifas con varios territorios autónomos y dos gobiernos que no se reconocen mutuamente, uno en el Este bajo la tutela del controvertido mariscal Jalifa Hafter, y otro aislado en Trípoli sostenido por Naciones Unidas y la Unión Europea. Ambos adolecen de legitimidad democrática.

El primero, conocido como Parlamento de Tobruk, emergió de aquellos mismos comicios pero nunca pudo ejercer en la capital. Obligado a refugiarse en la citada localidad oriental a causa de la negativa del antiguo gobierno islamista a abandonar el poder y reconocer su derrota, fue recibido y acogido por el taimado oficial, un antiguo miembro de la cúpula militar que en 1969 aupó al poder a Al Gadafi y que años después, reclutado por la CIA, devino en uno de sus principales opositores en el exilio. Ayudado por Estados Unidos, Hafter había regresado a Libia en marzo de 2011, apenas un mes después de que estallara la insurrección, y cabildeado entre las brigadas rebeldes hasta lograr que en 2014 la cámara de Tobruk y el gobierno dependiente de ésta –establecido en la ciudad de Al Bayda– le designaran jefe del desmantelado Ejército Regular Libio (LNA, en sus siglas en inglés).  Cuatro años más tarde, sus tropas controlan cerca del 70% del territorio libio y la mayor parte de los recursos petroleros.

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Miembro de una milicia leal al Gobierno de Acuerdo Nacional disparando en Trípoli, septiembre 2018. Mahmud Turkia/AFP/Getty Images

El segundo permanece confinado Trípoli y es fruto del llamado Acuerdo Político Libio (PAL), un pacto forzado en diciembre de 2015 por el entonces enviado especial de la ONU para Libia, Bernardino León, tras el fracaso de las negociaciones entre el este y el oeste que él mismo fomentó y marró. Liderado por Fayez al Serraj, se instaló de forma furtiva en la capital en abril de 2016 y desde entonces no ha sido capaz, siquiera, de imponer su total autoridad sobre las distintas milicias que se reparten la urbe. Aún así, y pese a carecer igualmente de legitimidad democrática y de apoyo popular, cuenta con el pleno respaldo de la ONU y la financiación de la UE, que le concede millones de euros en ayudas cada año. Dos han sido hasta la fecha sus hitos: confirió la cobertura legal necesaria para la intervención de la Fuerza Aérea estadounidenses en la reconquista de la ciudad de Sirte, ocupada por la rama libia del autoproclamado Estado Islámico en febrero de 2015; y facilitó la articulación de la estrategia diseñada por Italia en la lucha contra la migración irregular. De este Ejecutivo dependen nominalmente las mafias de contrabando de personas que han sido enroladas y reconvertidas en la nueva Guardia Costera.

En los márgenes de ambos, movidos por sus propios intereses, trabajan las ciudades-Estado de Zintan (oeste) y Misrata (costa centro-oeste), que mantienen alianzas líquidas con ambos gobiernos y acumulan arsenales repletos de armas. Y la histórica región de Fezzan, en el sur, en la que se mezclan tribus nómadas Tebu y Tuareg con clanes árabes, y que en las últimas semanas se ha declarado independiente. Fezzan es clave tanto para el control de las fronteras con Argelia y Níger – ruta principal de entrada del contrabando de armamento, combustible y personas, esencial también para el movimiento de yihadistas en el Sahel– como para el suministro de crudo y gas en el oeste de Libia. De los yacimientos próximos a Sebha, capital meridional, arrancan los oleoductos y gasoductos que surten Trípoli, explotados por multinacionales como Eni, Total o Repsol, y vigilados por milicias que de tanto en tanto aprovechan su pequeño poder para chantajear al Ejecutivo de Al Serraj. De la fragmentación se benefician grupos radicales islámicos heterogéneos, que han arraigado en todo el territorio libio y establecido estrechos vínculos con el movimiento panyihadista regional que se extiende en el Sahel; y las mafias dedicadas al matute de todo tipo de mercancías –incluidos los migrantes–, que se han apropiado de la economía nacional.

En este contexto, Saleme explicó a los escasos periodistas presentes en su primera alocución en Túnez que la solución que proponía se estructuraba en cuatro fases: con la primera pretendía acercarse a los rivales en liza y convencerlos de que regresaran a una mesa de diálogo que abandonaron más alejados y desengañados. Una vez recuperadas las sillas, el siguiente objetivo sería persuadirlos de las ventajas de ceder para enmendar el apresurado acuerdo gestado por su predecesor, y adecuarlo a la nueva realidad política del país –el documento de 2015 incorporaba un polémico artículo que exigía la renuncia de todos los cargos públicos, incluidos los de responsabilidad militar, condición a la que siempre se ha opuesto Hafter. Logrados los dos primeros, aspiraba a organizar una amplia Conferencia Nacional que sirviera para allanar la convocatoria de un referéndum nacional sobre la nueva Constitución; como colofón, Salame prometía que serían los propios libios quienes elegirían el nuevo Parlamento y al nuevo presidente en unas elecciones a todas luces instrumentales.

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El Vicepresidente italiano, Mateo Salvini, muestra una camiseta con las banderas italiana y libia sobre un mapa de Libia tras una conferencia de prensa donde estuvo hablando de inmigración, junio 2018., Roma. Tiziana Fabi/AFP/Getty Images

Doce meses más tarde, este proyecto, estancado en el primer punto, boquea víctima tanto de las pulsiones cainitas de las tribus libias como de la injerencia de las potencias europeas, cada vez más invasivas. En especial del Presidente francés, Enmanuel Macron, y del Vicepresidente italiano, Mateo Salvini, que parecen decididos a transformar el laberinto libio en un nuevo episodio de su pulso en el Mediterráneo, bajo la atenta mirada del Reino Unido, EE UU y Rusia. Resuelto a acabar con la masiva llegada de migrantes a sus costas, el entonces Gobierno italiano de Paolo Gentiloni optó en el verano de 2017 por dar un arriesgado paso al frente, contrario a los planes del Elíseo: servicios de inteligencia italianos contactaron con los principales señores del estraperlo y les ofrecieron un trato tan eficiente como indecoroso. Financiación y patrulleras a cambio de que en vez de alentar la salida de pateras, se ocuparan de que éstas ni siquiera abandonaran las playas. Afamados contrabandistas, como Abdurahman al Milad Aka al Bija, o la familia Khuslaf, mudaron la naturaleza de sus rentables negocios en pos de una inmunidad supuestamente prometida.

Francia respondió a nivel político. En contra de la estrategia seguida hasta entonces por la comunidad internacional, Macron decidió erigirse en mediador necesario incorporando un viejo y  codicioso jugador en la partida. De manera unilateral, convenció a Al Serraj para que se aviniera a  estrechar la mano de Hafter en territorio neutral europeo. La reunión celebrada en julio de 2017 en París permitió al denostado mariscal –al que entonces solo apoyaban Egipto y Arabia Saudí– crecer en estatura política, legitimar su discurso y normalizar el papel de interlocutor necesario en cualquier negociación sobre el futuro de Libia, que hasta ese momento se le negaba. Sobre el terreno las consecuencias fueron igualmente favorables para los planes del militar: unidades especiales francesas sumaron al cerco que mantenía –sin éxito– desde 2014 sobre la ciudad oriental de Bengasi, ocupada por milicias salafistas próximas al antiguo gobierno islamista en Trípoli. Un mes más tarde, el entonces ministro británico de Asuntos Exteriores, Boris Johnson, se convertía en el primer responsable político de alto nivel que visitaba al mariscal en el extrarradio de la referida urbe, que finalmente lograría reconquistar este mismo año.

Las maniobras políticas de Francia se han repetido e intensificado desde entonces, hasta convertirse en una de las razones principales que explican el camino descendente hacia el fracaso emprendido por el plan Saleme. Cauto por naturaleza, el diplomático libanés siempre optó por dejar los detalles en el aire. Aunque en cada una de sus intervenciones insistía en que el objetivo era convocar los comicios a lo largo de 2018, jamás se aventuró siquiera a sugerir una fecha aproximada. En mayo, sin embargo, Macron volvió a juntar a Hafter y Al Serraj en París, reunión de la que salió una fecha: el 10 de diciembre, para enfado de la ONU y desmayo de Italia, más cómoda con las imprecisiones y divagaciones del exministro. En Roma aún entienden que una previsible victoria de los candidatos próximos al mariscal y una hipotética caída del gobierno instrumental en Trípoli establecerían una nueva realidad y ésta afectaría a su pacto con milicias y contrabandistas. Peor posicionados en el este, la presión de Francia ha obligado, sin embargo, a la dupla Conte-Salvini a reconsiderar parte de su estrategia: el pasado 11 de septiembre, el ministro italiano de Exteriores, Enzo Moavero, viajó a Bengasi para entrevistarse con Hafter. La primera demanda del militar fue toda una declaración de intenciones: le pidió la renuncia del molesto Embajador italiano en Libia, firme defensor del gobierno en Trípoli.

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Un niño monta en bicicleta cerca de edificios destruidos por el conflicto en la ciudad de Bengasi. Abdullah Doma/AFP/Getty Images

El penúltimo episodio de esta batalla que influirá en las políticas energéticas y de migración europeas comenzó a librarse el pasado 27 de agosto en los suburbios del sur de Trípoli. Desde entonces, milicias contrarias y favorables al llamado Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) –sostenido por la ONU– luchan por garantizar el control del antiguo aeropuerto internacional –todavía en reconstrucción– y de la base militar de Maitiga, único aeródromo en funcionamiento de la capital. Los primeros, bajo el mando del coronel Salah Badi, un antiguo piloto de combate encarcelado durante años por Al Gadafi que fue uno de los primeros oficiales en sumarse a la sublevación. Originario de la ciudad de Misrata, está considerado uno de los principales culpables del inicio de la guerra civil que desangra al país desde 2014. Derrotado entonces, huyó a Turquía de donde regresó a finales de agosto para cobrarse venganza al frente de la “Séptima Brigada” y las milicias de la ciudad vecina de Tarhouna. Enfrente, las Brigadas Revolucionarias de Trípoli y la Fuerza Especial de Disuasión (RADA), conducidas por los señores de la guerra salafistas Haizam Tajouri y Abdel Rauf Kara, tratan aún de mantener su posición como las milicias más poderosas de la capital, dueñas de los ministerios de Interior y Defensa del GNA. A los combates, los más cruentos en la capital en los últimos cuatro años, se sumaron en las últimas semanas milicias procedentes de Misrata –aliadas del gobierno sostenido por la ONU en la guerra contra el Estado Islámico– y brigadas de Zintan, acusadas de ser una quinta columna del mariscal Hafter.

El oficial no ha movido un solo soldado, pero se perfila como el auténtico vencedor de una batalla que parece diseñada para ajusticiar el plan de Saleme y probablemente le obligue a reconfigurar la estrategia global. Desde Bengasi, Hafter exige la salida definitiva de todas las milicias de Trípoli –en particular las favorables al GNA– y advierte que de lo contrario “la solución militar no es descartable”. Opuesto a las elecciones –en enero pasado concedió una entrevista a la publicación Jeune Afrique en la que aseguraba que “Libia no está madura para la democracia”–, es proclive ahora a la consulta, como desea París. Y ha dejado por ello que se emprendan los trámites legales exigidos, aunque expertos locales e internacionales coinciden en que la fecha del 10 de diciembre es ya insostenible. A finales de septiembre, mientras la artillería aún bramaba con su estruendo metálico en la capital, el Parlamento de Tobruk anudaba las disensiones que durante meses han bloqueado el proceso y aprobaba la esperada enmienda a la Ley de referéndum constitucional necesaria para asfaltar el camino a las urnas. Solo Misrata –que considera a Hafter un criminal de guerra– parece interponerse en la ruta del hombre rehabilitado por Macron, con el que ya negocia también –a regañadientes– Salvini. Púgiles de una guerra –su guerra–que sus predecesores comenzaron a librar mucho antes de que llegara Al Gadafi.