
He aquí las claves para entender por qué el tradicional pragmatismo político del país es importante y sirve de termómetro para medir las relaciones entre los diferentes Estados del región.
Decía el primer presidente de la República de Macedonia, Kiro Gligorov, que los macedonios actuales nada tenían que ver con Alejandro Magno. Que en realidad, los macedonios actuales son originarios de los eslavos que llegaron al sureste europeo en el siglo VI. Gligorov renunció a inventarse o a apropiarse ADN ajenos, algo muy tentador en la política balcánica. No obstante, eso no fue suficiente para regir un gobierno plácido. Aunque Macedonia fue la única república yugoslava que no estuvo implicada en una guerra durante los 90, hubo turbulencias. Gligorov tuvo que lidiar con el nacionalismo serbio, búlgaro, albanés o griego, que siempre vieron en Macedonia a un país débil con muy pocas probabilidades de subsistir. De hecho, Gligorov sufrió un grave atentado en 1995 –perdió un ojo–. Y no son pocos los que lo vinculan con su gestión y con los difíciles equilibrios geopolíticos del momento.
Esa condición de país pequeño con la misma extensión y población que Eslovenia, y, sin embargo, más pobre, –aunque con mejores huertas de pimiento, tomate y cebolla, todo hay que decirlo–, no excluye que por sí solo Macedonia haya generado una nueva narrativa. Ha discutido desde la base el autoritarismo y el identitarismo que recorre toda Europa del este, desde Polonia a Turquía. Skopie parecía terminar con el relato victimista. Los macedonios han sido los que con más determinación han renunciado a ser los tradicionales perdedores de la transición y con resultados positivos: abandonando esas estampas tristes de manifestantes con chaquetas de cuero barato, barbas de varios día y las botas caladas de nieve asustados frente a las incertidumbres del momento.
La llegada al poder de dos partidos políticos de izquierdas en Macedonia (SDSM) y Grecia (Syriza) acercó posiciones que muy probablemente dos partidos nacionalistas y conservadores nunca habrían logrado. El conflicto por el nombre podía ser al fin solucionado y las cuestiones identitarias encontraban su encaje en las negociaciones firmadas. De hecho, los acuerdos de Prespa, aunque obligan al país balcánico a llamarse Macedonia del Norte, mantienen la continuidad legal de Macedonia como Estado, y el reconocimiento de la lengua, la cultura y la identidad macedonias. En definitiva, les garantiza su condición de nación. Pero había que ratificarlos por referéndum popular.
La tentación del patriotismo para los políticos relegados estaba ahí. El presidente Gjeorge Ivanov no estaba de acuerdo con este acuerdo y alegó la pérdida de identidad como una razón de peso para no apoyar el referéndum. No obstante, a Ivanov le acompaña una retahíla de decisiones erráticas más propias de alguien que ha parecido más preocupado por boicotear la actividad política de sus rivales y proteger su patio político, que del interés general de la ciudadanía: cuando intentó indultar a la clase política imputada y, ...
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