macedonia
Un grupo de personas en Skopie dan su apoyo al Sí al referéndum. (Robert Atanasovski/AFP/Getty Images)

He aquí las claves para entender por qué el tradicional pragmatismo político del país es importante y sirve de termómetro para medir las relaciones entre los diferentes Estados del región.

Decía el primer presidente de la República de Macedonia, Kiro Gligorov, que los macedonios actuales nada tenían que ver con Alejandro Magno. Que en realidad, los macedonios actuales son originarios de los eslavos que llegaron al sureste europeo en el siglo VI. Gligorov renunció a inventarse o a apropiarse ADN ajenos, algo muy tentador en la política balcánica. No obstante, eso no fue suficiente para regir un gobierno plácido. Aunque Macedonia fue la única república yugoslava que no estuvo implicada en una guerra durante los 90, hubo turbulencias. Gligorov tuvo que lidiar con el nacionalismo serbio, búlgaro, albanés o griego, que siempre vieron en Macedonia a un país débil con muy pocas probabilidades de subsistir. De hecho, Gligorov sufrió un grave atentado en 1995 –perdió un ojo–. Y no son pocos los que lo vinculan con su gestión y con los difíciles equilibrios geopolíticos del momento.

Esa condición de país pequeño con la misma extensión y población que Eslovenia, y, sin embargo, más pobre, –aunque con mejores huertas de pimiento, tomate y cebolla, todo hay que decirlo­–, no excluye que por sí solo Macedonia haya generado una nueva narrativa. Ha discutido desde la base el autoritarismo y el identitarismo que recorre toda Europa del este, desde Polonia a Turquía. Skopie parecía terminar con el relato victimista. Los macedonios han sido los que con más determinación han renunciado a ser los tradicionales perdedores de la transición y con resultados positivos: abandonando esas estampas tristes de manifestantes con chaquetas de cuero barato, barbas de varios día y las botas caladas de nieve asustados frente a las incertidumbres del momento.

La llegada al poder de dos partidos políticos de izquierdas en Macedonia (SDSM) y Grecia (Syriza) acercó posiciones que muy probablemente dos partidos nacionalistas y conservadores nunca habrían logrado. El conflicto por el nombre podía ser al fin solucionado y las cuestiones identitarias encontraban su encaje en las negociaciones firmadas. De hecho, los acuerdos de Prespa, aunque obligan al país balcánico a llamarse Macedonia del Norte, mantienen la continuidad legal de Macedonia como Estado, y el reconocimiento de la lengua, la cultura y la identidad macedonias. En definitiva, les garantiza su condición de nación. Pero había que ratificarlos por referéndum popular.

La tentación del patriotismo para los políticos relegados estaba ahí. El presidente Gjeorge Ivanov no estaba de acuerdo con este acuerdo y alegó la pérdida de identidad como una razón de peso para no apoyar el referéndum. No obstante, a Ivanov le acompaña una retahíla de decisiones erráticas más propias de alguien que ha parecido más preocupado por boicotear la actividad política de sus rivales y proteger su patio político, que del interés general de la ciudadanía: cuando intentó indultar a la clase política imputada y, especialmente, a los responsable del entramado delictivo que el VMRO creó en los años del primer ministro, Nikola Gruevski, o cuando bloqueo ilegalmente en el Parlamento la formación del gobierno socialdemócrata junto a sus socios de los partidos albaneses.

Una vez conocidos los resultados –37% de participación y 91% de apoyo al "Sí"­– se puede concluir que no son un seguro para aprobar el cambio de nombre constitucional en el Parlamento. De hecho, son desalentadores. Aunque no era vinculante, el referéndum para ser legal debía superar el 50%, pero lejos del derrotismo, el primer ministro macedonio, Zoran Zaev, declaró tras el referéndum que "la propuesta de una Macedonia europea ha conseguido más votos que cualquier candidatura en unas parlamentarias en la historia de la Macedonia independiente". De hecho, en todas las municipalidades el “Sí” al acuerdo no bajó del 80%. Sin embargo, si no se llega a un acuerdo en el Parlamento, que supere la mayoría de 2/3, unas nuevas elecciones son más que probables en noviembre, para que el Parlamento griego ratifique el acuerdo en su propio feudo si es que hay algún papel que ratificar. En la rueda de prensa posterior a la convocatoria los periodistas no tardaron en preguntar a Zaev si cambiaría los fotos favorables de los diputados del VMRO por amnistías judiciales. Decidió no responder.

Cabe preguntarse: ¿por qué ha habido tan baja participación? Muchas respuestas resultan válidas para explicar por qué más del 60% de la población no acudió al referéndum: un censo electoral desajustado (de 2002) en relación a una población que desde hace más de una década es un caudal incesante de emigración; la tradicional apatía y desafección política de una parte del electorado que no se siente responsable del devenir de su país; una pregunta del referéndum que por su formulación no solo implicaba el cambio de nombre de Macedonia, sino también la integración en la Unión Europea y en la OTAN, con lo que esto significa para un votante que puede tener opiniones que difieren respecto a ambos concursos políticos y que siente como vagas cualquier promesa respecto a la integración europea; los rumores extendidos por diferentes portales de que el Gobierno no publicaría los resultados; la negativa del VMRO a apoyar los acuerdos de Prespa; la oposición nacionalista y/o prorusa que ha hecho campaña por el boicot y una ausencia de vitalismo político en las calles durante la campaña (incluso dejando 48 horas de jornada de reflexión).

El resultado de un no acuerdo deja todo un reguero de interrogantes: la paradoja de fortalecer a los nacionalismos griego y macedonio –y es que no es posible llegar a un acuerdo en esta era política que no sea este (ha costado 27 años lograrlo)–; el no acuerdo decepciona al nacionalismo albanés, que es proeuropeo y pro OTAN, pero con una segunda faceta irredentista que tendría un potencial de conflicto en relación al status quo en Kosovo y en la zona oriental macedonia; el impacto negativo sobre las constante vitales de las negociaciones entre Serbia y Kosovo, una vez la UE vería afectado su halo transformador, y la polarización entre los dos principales partidos macedonios, lo que afectaría todavía más a la orientación del país en cuestiones de Estado y a la convivencia política de un país que es un termómetro de las relaciones regionales.

La reflexión que vale la pena hacerse, es si en el periodo 2014-2016, en el que las cancillerías europeas mostraron desinterés por el sureste europeo y por Macedonia o, directamente, apoyaron al Gobierno de Gruevski, no ha alejado a la población de la senda europea. Desde luego, la negativa del presidente francés, Emmanuel Macron, a apoyar en esta fase la integración de Macedonia a la UE, aunque luego pidiera a los macedonios que acudieran a las urnas, son mensajes contradictorios que cuestionan el compromiso de la Unión con el país y atentan contra la cordura macedonia. Son demasiados años de promesas europeístas que, no habiéndose cumplido, provocan, bien, la salida masiva de población o una resiliencia curtida en la supervivencia económica y en el patriotismo étnico frente al interés de las potencias internacionales.

Desde los tiempos de Gligorov, Macedonia ha apostado su viabilidad como Estado a la carta internacional. Tuvo que combatir los nacionalismos regionales que rodean al país por los cuatro costados buscando la integración en la UE y en la OTAN. Podrá diferirse de este camino por muchas razones, pero ha sido Macedonia el único país de la región que ha desmontado su propia mitología nacional apostando por la realidad de la pragmática política y del interés de la ciudadanía. Y eso en los Balcanes es oro. El único que desde la base ha salido triunfante frente a la clase autoritaria, el clientelismo y la corrupción. Macedonia será un país pequeño, pero el mensaje que pueda mandar es más grande que todo el sureste europeo para bien, pero también para mal. Por eso es importante lo que ocurra de aquí en adelante.