Nicaragua
Un grupo de personas se manifiestan contra Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, en Managua, Nicaragua. (Inti Ocon/AFP/Getty Images)

Las manifestaciones en Nicaragua y la respuesta del Gobierno sandinista muestran cómo la familia de Daniel Ortega está perdiendo el control del poder en el país y los nicaragüenses lo saben. 

Nicaragua vive un instante de crisis. Parece estar en peligro incluso la propia capacidad de los sandinistas de seguir gobernando. En el momento de escribir estas líneas, las calles de Managua, la capital, arde en llamas, en parte por el terrible calor de abril y en parte por las tensiones visibles en un país al que prometieron una nueva revolución pero que, por el contrario, ha sido testigo de una concentración de poder sin precedentes en manos del antiguo líder guerrillero Daniel Ortega y su enigmática esposa, Rosario Murillo.

En los últimos días, un periodista murió de un disparo, han matado a varios estudiantes, han dispersado con violencia a manifestantes pacíficos y han desaparecido de las ondas los canales de noticias que criticaban al Gobierno.

La crisis actual empezó a gestarse hace años; sin embargo, el detonante fue una serie de desafortunadas decisiones del gobierno para reformar el atribulado Instituto Nicaragüense de la Seguridad Social, INSS. Después de años de mala gestión y con una deuda acumulada de millones de dólares, el Gobierno decidió aumentar la aportación de los contribuyentes, subió los impuestos sobre la pensión mensual de los jubilados y empezó a discutir la posibilidad de elevar la edad de jubilación de 60 a 65 años. El anuncio de estas reformas, el lunes 16 de abril, fue la gota que desbordó el vaso.

Los nicaragüenses ya habían salido a la calle la semana anterior para protestar por la inacción del Gobierno en la Reserva Biológica Indio Maíz, donde un espantoso incendio forestal arrasó miles de hectáreas de selva virgen. La reserva, que alberga una gran variedad de plantas y animales entre los que figuran perezosos, monos, ranas venenosas de dardo, manatíes y tapires prehistóricos, está siendo objeto de utilización abusiva y encubierta por parte de ganaderos y oportunistas que aprovechan la falta de autoridad para apoderarse de tierras y expulsar a las comunidades indígenas. A medida que el fuego barría la reserva, cada vez se hizo más evidente la complicidad del Gobierno en la cruda sobreexplotación de la biosfera. Los nicaragüenses empezaron a ver Indio Maíz como un símbolo de la mala gestión gubernamental en todo el país.

Cuando el Gobierno de Ortega anunció los cambios propuestos para el INSS las protestas por Indio Maíz cobraron un nuevo ímpetu, prueba de que el movimiento para proteger la reserva estaba impulsado, más que por el incendio en sí, por un descontento muy arraigado respecto al Gobierno sandinista.

Una semana después, parece que las tensiones en Nicaragua han alcanzado su punto crítico. El Gobierno se encuentra en la irónica posición de tener que justificar la represión de unas manifestaciones pacíficas. Todavía es demasiado pronto para saber si la presión social ha marcado un punto de inflexión o no, pero el mero hecho de que un Gobierno sandinista esté ejerciendo la represión contra manifestantes pacíficos es muy significativo.

¿Es la conclusión? Todavía no

Al reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos días, me acuerdo de algo que me dijo en una ocasión la antigua dirigente revolucionaria y líder histórica de la oposición, Dora María Téllez: “Estamos en el ojo del huracán Ortega. Es decir, todo parece ir bien, pero la tormenta puede cambiar de trayectoria en cualquier momento”.

Aquí, sobre el terreno, la tormenta está cambiando. Da la impresión de que Nicaragua no aguanta más. Independientemente de que el régimen de Ortega caiga hoy, mañana o en un futuro más lejano, hay una cosa clara: la familia gobernante está perdiendo su misterioso control del poder. Y la gente está dándose cuenta.

Tal vez el mejor símbolo de ese cambio son las imágenes de los enormes árboles de la vida de Managua en llamas y cayendo al suelo. Los primeros árboles de la vida se erigieron el 19 de julio de 2013 para conmemorar el 36º aniversario de la revolución sandinista. Desde entonces, se han levantado más de 140 en toda la ciudad, con un coste de más de 3,5 millones de dólares (2,9 millones de euros). La creadora intelectual de ese bosque de acero es la vicepresidenta y primera dama, Rosario Murillo. Fuentes próximas a ella dicen que se inspiró en el famoso mural El árbol de la vida de Gustav Klimt. Este mural ha tenido diversas interpretaciones, pero casi todas coinciden en que el árbol es un símbolo del ciclo perpetuo de la vida y la muerte. El árbol del mural sube hacia el cielo como símbolo del deseo de crecer del ser humano, mientras que sus raíces se extienden bajo el suelo como recordatorio constante del vínculo con la madre tierra. En el centro de la obra hay un mirlo solitario, que simboliza la muerte y pretende recordarnos que todo lo que empieza, tarde o temprano, debe acabar.

En Nicaragua, la gente ha empezado a asociar los árboles de Murillo con las falsas promesas y la mala gestión de los fondos públicos por parte del Gobierno. Cuando los manifestantes decidieron prenderles fuego y derribarlos, estaban enviando un mensaje. Como el mirlo de Klimt, los manifestantes están en las calles para recordarnos que nada es eterno. El cambio es inevitable. Y quienes no saben adaptarse al cambio terminan desplazados por él.

Aunque es imposible saber qué sucederá en los próximos días, es evidente que los disturbios y los saqueos de los últimos días han perjudicado gravemente el sistema de mercado de Nicaragua. Aun en el caso de que las tensiones se relajen por arte de magia esta semana, se ha hecho el daño suficiente como para que sea difícil imaginar un regreso inmediato a la normalidad de las instituciones políticas y comerciales. El régimen de Ortega ha gobernado gracias a las trampas. Si en la última semana ha quedado algo claro es que es posible que estemos presenciando el último y trágico acto de Daniel Ortega.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia