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Niños sentados en una plantación de opio en Afganistán. (SHARIF SHAYEQ/AFP via Getty Images)

¿Cómo es la implicación de los menores dentro del mercado de drogas? He aquí una muestra de lo poco que sabemos y de lo mucho que no sabemos.

 

Una realidad diversa y poco conocida

La implicación de las niñas, niños y adolescentes en la economía de las drogas ilícitas es sin duda una de las cuestiones menos exploradas y sobre las que menos datos y documentación existe en un campo ya de por sí difícil de investigar como es el de las drogas. Las cifras sobre la participación de las personas más jóvenes (menores de 18 años) en la cadena de producción y comercio, y sobre las características de dicha participación, son escasas y dispersas. Las evidencias, cuando existen, suelen delimitarse a contextos específicos -un país, una región de un país- y a una fotografía de un momento concreto. Esto hace difícil establecer tendencias, evoluciones o comparativas entre períodos y regiones, y mucho menos patrones a nivel global. A su vez, esta falta de datos y análisis hace difícil diseñar políticas públicas eficaces destinadas a gestionar estas realidades y, muy especialmente, a incidir sobre las causas que las fomentan, alimentan y exacerban. La misma Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito lo reconoció en el Informe Mundial sobre las Drogas de 2018, que incluye una sección dedicada a las personas más jóvenes: la implicación de este colectivo en el cultivo, producción y tráfico de drogas ilícitas apenas ha sido investigada.

Esta dificultad se debe, en parte, a que cuando hablamos de niñas, niños y adolescentes implicados en la cadena de la producción y comercio de drogas ilegales estamos haciendo referencia a realidades muy diversas en la práctica. Un niño que engrosa las filas de una pandilla centroamericana, una niña campesina o indígena que cultiva coca en la pequeña parcela de su familia en Colombia, una niña afgana convertida en ‘novia del opio’, un ‘niño soldado’ de una facción de la droga en las favelas de Río de Janeiro, un adolescente que decide vender drogas en un barrio acomodado de Europa, o un niño migrante en tránsito por México captado por las organizaciones criminales para transportar droga a través de la frontera con Estados Unidos… Todos estos son ejemplos de niñas y niños que participan de la economía de las drogas ilícitas, pero sus condiciones y decisiones poco tienen que ver las unas con las otras. Es por ello que las generalizaciones no resultan de mucha utilidad ni para comprender este fenómeno ni para diseñar políticas públicas para gestionarlo. Pero disponemos de algunas realidades documentadas que pueden ayudarnos a la reflexión.

 

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Una menor arrestada acusada de pertenecer al cártel Los Zetas en Guadalajara, México. (HECTOR GUERRERO/AFP via Getty Images)

¿Cuántas niñas, niños y adolescentes están involucrados en la producción y comercio de drogas?

La mayor parte de los gobiernos no han recogido datos sobre este fenómeno de manera sistemática, por lo que para tener una panorámica del mismo es necesario combinar información procedente de organismos internacionales, organizaciones de derechos humanos, investigaciones académicas independientes o medios de comunicación.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó en 2015 el informe Violencia, niñez y crimen organizado, aportando datos y análisis sobre esta realidad en diferentes países del continente americano. Para el caso de México, el informe se hace eco de los resultados de una consulta infantil y juvenil elaborada en 2012 por el Instituto Federal Electoral mexicano que aporta cifras relevantes sobre el grado de reclutamiento y las características del mismo. El 10% de los adolescentes entre 13 y 15 años reportaron que grupos de delincuentes les habían pedido participar de sus actividades. Estas invitaciones se incrementaban con la edad, eran más frecuentes entre los varones que entre las mujeres, así como entre quienes no asistían a la escuela. Asimismo, el reclutamiento presentaba una importante variación según la zona geográfica: los estados en los que estas invitaciones sucedieron con mayor frecuencia fueron Chihuahua, Baja California, Quintana Roo y Durango. Esta misma consulta, elaborada en 2015, reportó que el 4% de las y los adolescentes entre 14 y 17 años (19.079 en total) habían contestado que “sí” a la pregunta “me obligan a formar parte de un grupo de delincuentes”. Para la franja de edad entre 10 y 13 años, ese porcentaje era del 2,9% (26.899 en total). México es uno de los países sobre los que más se ha documentado la participación de las niñas y niños en las organizaciones criminales que operan en su territorio. En 2011, la Red por los Derechos de la Infancia en México estimó que al menos 30.000 niñas y niños cooperaban activamente con la delincuencia organizada. Esta cifra parecía haberse incrementado un 150% en 2018, alcanzando alrededor de 460.000 menores, según reportó el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, Alfonso Durazo.

El informe de la CIDH reconoce que, para el caso de Colombia, no existen datos exactos y confiables sobre la cantidad de niñas y niños vinculados con grupos criminales. Pero la propia Comisión recoge algunos estudios que apuntan que alrededor del 50% de las personas que operan en estos grupos son menores de 18 años. Esto sucedería en 26 de los 32 Departamentos del país, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo colombiana, siendo las bandas criminales dedicadas fundamentalmente al narcotráfico quienes más personas menores reclutaban en 2015. El escenario colombiano es una realidad compleja en la que las niñas y niños se ven imbricados en una encrucijada de narcotráfico, grupos armados que se financian con el comercio de drogas y unas políticas de drogas muy represivas, que incluyen fumigaciones de cultivos y erradicación forzosa, que aboca a miles de familias campesinas al desplazamiento forzado y a la pobreza.

 

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Barrio de Pissevin en Nimes, Francia, tras una redada por tráfico de drogas. (PASCAL GUYOT/AFP via Getty Images)

¿Qué edad tienen y qué tareas desempeñan?

¿A qué edad comienzan las niñas y niños a participar de la economía de las drogas ilícitas? ¿Cuáles son sus principales funciones dentro de las organizaciones criminales? Los datos varían según los estudios y el contexto, pero existen ciertas coincidencias. En Brasil, desde los 8 años se recluta a niños para tareas de vigilancia, aunque es un poco más tarde, entre los 15 y los 17, cuando los adolescentes comienzan a tener acceso a armas de fuego. En México, desde los 9 años las organizaciones criminales reclutan niños para tareas de vigilancia, como informantes o para el envío de drogas ilícitas. Sobre los 12 años se les emplea para cuidar escondites y ya desde los 16 están implicados en tareas más violentas, como el secuestro, la extorsión y el homicidio. Los niños también participan en el cultivo de amapola y cannabis, así como en diferentes tareas en los laboratorios de drogas sintéticas. Las niñas, por su parte, parecerían estar más involucradas en el empaquetado y el transporte de drogas. Europa occidental no queda al margen de este fenómeno. Según ha informado el diario británico The Guardian en varias ocasiones, en el Reino Unido cada vez es más común que las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas recluten a niños vulnerables para que viajen largas distancias y vendan las sustancias, un sistema conocido como “county lines” (líneas del condado). Aunque la edad más común de los niños a quienes se intenta involucrar es entre los 14 y los 17 años, algunos incluso son menores de 10 años.

 

¿Por qué engrosan las filas de las organizaciones criminales?

La implicación de las niñas y niños en el narcotráfico es un fenómeno que preocupa a la comunidad internacional desde hace varias décadas. En el Preámbulo de la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de 1988 los Estados signatarios se mostraron profundamente preocupados por “la utilización de niños en muchas partes del mundo como […] instrumentos para la producción, la distribución y el comercio ilícitos de estupefacientes y sustancias sicotrópicas”. Asimismo, la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada en 1989 incluyó, en su Artículo 33, la obligación para los Estados parte de adoptar “todas las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, administrativas, sociales y educacionales, para proteger a los niños contra el uso ilícito […], y para impedir que se utilice a niños en la producción y el tráfico ilícitos de esas sustancias”. También el Convenio 182 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre las peores formas de trabajo infantil adoptado en 1999 identifica en su Artículo 3.(c). “la utilización, el reclutamiento o la oferta de niños para la realización de actividades ilícitas, en particular la producción y el tráfico de estupefacientes, […]” como una de las peores formas de trabajo infantil.

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Un menor esposado tras ser acusado de vender marihuana en Manila, Filipinas. (NOEL CELIS/AFP via Getty Images)

Ya a principios de la década de los 2000 la OIT se hacía eco de esta problemática y publicó diversos informes específicos sobre este asunto. Para la región de Asia-Pacífico, el organismo reportaba que un número significativo de niñas y niños estaban involucrados en el tráfico y producción de drogas ilícitas, en particular en Indonesia, Filipinas y Tailandia, y reconocía la dificultad de identificar y hacer un seguimiento de estos jóvenes. También en este período se elaboraron informes sobre otros contextos, como para el caso de Estonia, para el que señalaba el uso de drogas como uno de los factores más relevantes que conducían a las niñas y niños a implicarse en la cadena de comercio de drogas.

Hoy sabemos que esta relación es mucho más compleja y que, si bien el uso de drogas es un elemento a tener en cuenta, la implicación de las y los menores en la economía de las drogas tiene su causa en factores más estructurales. La pobreza y la falta de perspectivas económicas y sociales, los conflictos armados, los desplazamientos de población, la presencia de organizaciones dedicadas al tráfico de drogas en determinados barrios y comunidades, el abandono social o la violencia estructural son algunas de las causas subyacentes que parecen explicar, mejor que el uso de drogas, la implicación en la cadena del comercio de estas. Lógicamente, estos factores varían en función del contexto y de las características del mercado de drogas en el que se ven involucrados. También tienen un impacto fundamental los esfuerzos de control de drogas de las autoridades: en general, allá donde la producción y comercio tienen una presencia significativa, las políticas de control tienden a exacerbar estas causas subyacentes, y no al contrario, acarreando graves violaciones de los derechos humanos, incluidos los de las niñas y niños.

En el estudio sobre el caso de Afganistán incluido en Children of the Drug War, Ata Ahmadzai y Christopher Kuonqui argumentan que la erradicación de cultivos juega un rol dinámico en el endeudamiento de los campesinos, el eslabón más vulnerable del ciclo de producción y comercio de opio. Dicho endeudamiento está en el origen de que el trueque de niñas se haya convertido en una práctica habitual para resolver las denominadas ‘deudas del opio’. El fenómeno de las ‘novias del opio’ es quizá una de las expresiones más desgarradoras de la utilización de niñas en la cadena de la producción de drogas ilícitas. A grandes rasgos, supone el comercio o trueque infantil para resolver deudas del opio, normalmente casando a las niñas (hijas, hermanas) de la familia endeudada con alguien que pueda hacer frente a la deuda, o directamente con un ‘señor de la droga’. Se trata de una práctica opaca, que normalmente opera en zonas rurales aisladas, y que es muy difícil de reportar para las organizaciones de derechos humanos o los medios de comunicación. El trueque de niñas es, además, según reportan estos investigadores, una práctica muy mal considerada por la comunidad y tanto las niñas como sus familias sufren un gran estigma social.

 

¿Se trata de una decisión libre o coaccionada?

La participación en actividades ilegales es considerada una opción legítima de movilidad social en muchos contextos, en los que los líderes de las bandas son a su vez líderes comunitarios que proporcionan seguridad física y económica, y a veces incluso suplantan al Estado. Además, es común que muchos menores tengan a algún familiar, vecino o amigo participando de dichas actividades. Entonces, ¿ingresan las niñas, niños y jóvenes en la cadena de producción y comercio de drogas de manera obligada o voluntaria? Hasta qué punto podemos valorar si este ingreso es libre o responde a coacciones, ya sean directas (mediante violencia y amenazas) o estructurales (motivadas por el contexto de las comunidades en las que viven) es una cuestión cuya respuesta no resulta tan simple como pudiera parecer.

El investigador Luke Dowdney, quien ha estudiado a fondo el fenómeno de los niños que trabajan para las ‘facciones de la droga’ en las favelas de las grandes ciudades de Brasil, considera que esta voluntariedad es cuestionable, pues se trata de niños procedentes de comunidades pobres y violentas, controladas por estos grupos criminales dedicados al tráfico de drogas. No podemos hablar de ‘reclutamiento voluntario’ sin tener en cuenta el contexto social, cultural, económico y político en el que este fenómeno opera, tampoco sin tomar en cuenta las diversas presiones que estos niños sufren. Dowdney reclama una mayor conciencia sobre la difícil situación de estos niños, y para ello trae a la ecuación el término de ‘niños soldado’. Este concepto le parece más cercano a la realidad de estos niños que el de ‘delincuente juvenil’ o criminal, aunque no opere en una situación de conflicto armado, como es el caso de Río de Janeiro, escenario de su investigación.

Una vez integrados en las estructuras criminales resulta prácticamente imposible para los menores abandonarlas, pues las represalias suelen ser muy altas. Además, se trata de una dedicación ‘laboral’ a tiempo completo, que les impide tener acceso a oportunidades más formales de educación y más tarde de empleo, y que les convierte en blanco permanente de los grupos criminales rivales y de las fuerzas de seguridad del Estado. El hecho de que, en su mayor parte, se trate de niños pobres procedentes de comunidades vulnerables también tiene una consecuencia importante sobre la vida de todas las niñas y niños que viven en los contextos en los que estos grupos criminales operan. Independientemente de que estos menores se involucren o no en sus actividades, todos los niños de estas zonas pasan a ser potenciales delincuentes para las fuerzas de seguridad. Esta realidad ha tenido consecuencias dramáticas en países como Filipinas, donde las ejecuciones extrajudiciales de personas pobres supuestamente implicadas en el tráfico de drogas se han cobrado la vida de 122 niñas y niños entre 1 y 17 años, solo entre julio de 2016 y diciembre de 2019. Esta cifra podría ser mucho mayor, según un reciente estudio de la Organización Mundial Contra la Tortura, pues el miedo a las represalias hace que la mayoría de familias no informen o testifiquen ante las autoridades sobre la muerte de sus hijos.

Estos diferentes escenarios nos recuerdan que no podemos ignorar el rol de las políticas de drogas punitivas en el mantenimiento de las condiciones de violencia y de exclusión que llevan a las niñas y niños a implicarse en los mercados de drogas. Y que, con toda probabilidad, perpetuarán esta situación para la siguiente generación. La política internacional de drogas ha tardado demasiado tiempo en reconocer esta cuestión como prioritaria, y no fue hasta la UNGASS 2016 que el asunto adquirió una cierta visibilidad. El argumento de la protección de la infancia para justificar las sanciones más severas ha sido utilizado incansablemente a la hora de formular las políticas de drogas, mientras se dejaba a miles de niñas y niños en la más absoluta desprotección. Es necesario desvelar esta gran contradicción. Y, para ello, urge incrementar nuestro conocimiento sobre estas realidades y formular políticas públicas acordes a las mismas.