¿Podría traer la elección de Pedro Castillo un futuro positivo y próspero para el país andino? Un repaso a la historia reciente peruana para entender los desafíos y oportunidades a la vista.

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Pedro Castillo en Lima, Perú. Raul Sifuentes/Getty Images

El 6 de junio, el pueblo peruano acudió a las urnas durante la segunda vuelta de las elecciones presidenciales para elegir entre dos candidatos que representan posiciones extremas. Sin embargo, Keiko Fujimori, aspirante a la presidencia por tercera vez, siguió siendo impopular entre la mayoría de los peruanos. Se postuló basándose en la promesa de ejercer una mano dura contra el crimen y de continuar con el apoyo a las políticas económicas neoliberales que su padre, el ex presidente Alberto Fujimori, encabezó durante la década de los 90—políticas que muchos creen han sido clave para los recientes éxitos económicos de Perú. Su contrincante es Pedro Castillo, un maestro de escuela primaria y líder de una facción del sindicato radical de maestros del país, el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú (SUTEP), proveniente de la empobrecida provincia norteña de Cajamarca. Castillo se postuló como candidato de Perú Libre, un partido cuyo líder, que no es el propio Castillo, es un declarado marxista-leninista. La plataforma de la formación política apoya causas como la nacionalización de las minas y tiene peticiones como la de una convención constituyente que amplíe el papel del Estado para abordar de manera más eficiente las necesidades de los marginados y los pobres. Esta elección polarizada —entre una derecha potencialmente autoritaria (representada por Fujimori) y una izquierda socialista empoderada (representada por Castillo)— fue descrita como una opción entre la espada y la pared para los peruanos el día 6 de junio.

¿Cómo surgió esta angustiosa elección? ¿Y qué significa la aparente, y extremadamente ajustada, victoria de Castillo —quien triunfó por apenas 0,42% del total de votos emitidos— para Perú?

El enfrentamiento entre Fujimori y Castillo se ha ido gestando durante muchos años. Durante las últimas tres décadas, Perú generó un sólido crecimiento económico y ha logrado impresionantes reducciones en referencia a la pobreza y a la desigualdad. Aunque su sistema político ha padecido crisis ocasionales, se ha mantenido fuertemente democrático desde 2001, con elecciones regularmente libres y justas; en particular, los presidentes tienen constitucionalmente prohibida la reelección inmediata. Es decir, un ex presidente sólo puede buscar la reelección una vez que haya estado fuera de su cargo por un período completo de cinco años. Sin embargo, el sistema de partidos se ha vuelto extremadamente fragmentado, con múltiples partidos establecidos compitiendo en cada comicio presidencial y legislativo, lo cual hace que la relación entre el Congreso unicameral de la República y el Poder Ejecutivo sea cada vez más disfuncional. Aun así, mientras que sus vecinos andinos, Bolivia y Ecuador, han caído en las últimas dos décadas en el populismo radical de izquierda—bajo Evo Morales y Rafael Correa, respectivamente—Perú ha mantenido una economía de mercado libre, atrayendo inversión extranjera, y es considerado como una historia de éxito regional. ¿Ha llegado a su fin la modesta y positiva trayectoria de Perú con la aparente victoria de Castillo? ¿O existe la posibilidad de que los resultados de las elecciones de junio, que aún siguen bajo revisión, continúen conduciendo a Perú hacia un futuro positivo y próspero?

Alberto Fujimori: neoliberalismo and ‘fujimorismo’

Las corrientes gemelas del crecimiento económico y cambio político de Perú se remontan al gobierno de Alberto Fujimori (presidente de Perú entre 1990 y 2000), quien puso al país en un firme camino neoliberal. Una serie de crisis en los 80 —incluyendo la hiperinflación y la incontrolable violencia guerrillera— permitió a Fujimori, rector de la Universidad Nacional Agraria (y que al igual que Castillo, era un candidato desconocido y un neófito político que nunca había ocupado un cargo de liderazgo) a obtener una sorpresiva victoria sobre el célebre escritor (ganador del premio Nobel de literatura) y político centrista, Mario Vargas Llosa, durante las elecciones presidenciales de 1990.

Los 80 fueron traumáticos para Perú, quien sólo recientemente había vivido una re-democratización tras la caída de una dictadura militar ideológicamente ambigua (que gobernó el país de 1968 a 1975) dirigida por el general Juan Velasco Alvarado. Bajo el mandato del general Velasco, los militares implementaron un ambicioso programa de reforma agraria, que puso fin a la oligarquía terrateniente tradicional. Además, su régimen experimentó con modos innovadores de propiedad y participación política, últimamente fracasando en desarrollar un modelo económico-político sustentable. Velasco, quien ya se encontraba enfermo, fue depuesto en un golpe en 1975. Para gestionar el retorno a la democracia, los militares organizaron elecciones para una convención constituyente en 1978, en las que los partidos de izquierda obtuvieron aproximadamente un tercio de los escaños. Fernando Belaúnde Terry, el presidente derrocado por las Fuerzas Armadas en 1968, fue nuevamente elegido presidente en 1980.

El favorable retorno de Perú a la democracia coincidió con el nacimiento de un movimiento insurgente de orientación maoísta, el Sendero Luminoso, que aterrorizó a las aldeas rurales del centro-sur de la sierra andina antes de, eventualmente, amenazar los centros urbanos (incluyendo a Lima). “La década perdida”, llamada así por la crisis inducida por la deuda que duró 10 años, empezando en los 80, y que fue muy desestabilizadora para toda la región de América Latina, fue particularmente devastadora para Perú, que sufrió la segunda peor caída del PIB de la región. En 1980, los partidos de izquierda del país ganaron casi un tercio de los bancas en el Congreso, donde se unieron a dos partidos establecidos—Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y la Acción Popular de Belaúnde—que ocupaban colectivamente casi el 70% de los escaños en la Cámara de Diputados (que era, en ese momento, la cámara baja de un Congreso bicameral).

Por lo tanto, un proceso que podría haber producido un sistema de partidos convencional—es decir, tres partidos principales que abarcaran más o menos el espectro político—fue desviado de esa norma. A medida que transcurría la década, el pueblo peruano fue golpeado por la violencia de Sendero Luminoso, la hiperinflación y el colapso económico inducido por las desastrosas políticas económicas del aprista Alan García (presidente de 1985 a 1990) en respuesta a la crisis generada por la deuda.

De acuerdo a la Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación de Perú, convocada a principios de la década de 2000, se le atribuye a la guerrilla más de la mitad de las casi 70.000 muertes sufridas durante el conflicto interno peruano. Las bajas restantes fueron consideradas como infligidas —en gran parte— por las fuerzas de seguridad y los paramilitares aliados al Estado.

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Peruanos que apoyan a la Keiko Fujimori sostienen la fotografía de Alberto Fujimori en Lima. Miguel Yovera/Anadolu Agency via Getty Images

Estas crisis simultáneas impulsaron la estrategia de campaña antisistema de Fujimori, quien enfatizó su identidad racial asiática, al ser de ascendencia japonesa, es decir, ni blanco ni mestizo, y su condición de desconocido. Por otro lado, sus campañas por las zonas rurales del país le permitieron ganar el apoyo de los peruanos pobres, marginados, agraviados y agotados por la violencia y el estancamiento económico. Fujimori ganó con una victoria abrumadora sobre Vargas Llosa, consiguiendo más del 62% de los votos en la segunda vuelta. Aunque durante su campaña Fujimori se había opuesto a las políticas defendidas por las instituciones internacionales financieras como soluciones a la crisis de la deuda de Perú, de hecho, fue su oposición a las agresivas iniciativas de privatización de Vargas Llosa lo que le otorgó gran parte del apoyo entre las clases pobres y trabajadoras del país. Sin embargo, tras su elección, Fujimori cambió rápidamente de rumbo, imponiendo estrictas medidas de austeridad y abriendo la economía hacia el comercio y la inversión extranjera. En 1992, ante la resistencia a las medidas de seguridad impuestas por parte de una legislatura en la que su partido tenía sólo 20 escaños, Fujimori, con la aprobación tácita de los militares, disolvió unilateralmente el Congreso. Un autogolpe que, debido al desdén público hacia la política corrupta e irresponsable de la legislatura, fue recibido con una gran aprobación popular. Ese mismo año, una unidad especial de la policía localizó y capturó a Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso. Desde entonces, la insurgencia se derrumbó efectivamente, consolidando aún más el apoyo popular de Fujimori.

Debido a la presión internacional, Fujimori convocó a elecciones y a una nueva asamblea constitucional. La Constitución de 1993, creó una asamblea legislativa unicameral y fortaleció los poderes presidenciales, al mismo tiempo estableció un régimen legal favorable al sector privado y redujo drásticamente el papel del Estado. En las elecciones de 1995, el partido de Fujimori obtuvo el 64,4% de los votos y 67 de los 130 escaños en el nuevo Congreso de la República, mientras que el APRA y Acción Popular, partidos de izquierda, sufrieron pérdidas significativas. Las ambiciosas políticas de privatización proporcionaron al presidente con los recursos para financiar una amplia variedad de programas y proyectos sociales en las aldeas rurales, aunque la inversión general en la agricultura e infraestructura rural disminuyó.

Los fuertes intentos de Fujimori de ganar un tercer mandato extraconstitucional en el 2000 tuvieron éxito, pero sólo debido a la tendencia de su gobierno a utilizar la intimidación y el soborno. Durante esa época, se revelaron videos que mostraban el alcance de la manipulación de voluntades por parte de Fujimori (escándalo conocido como Vladivideos). Éstos mostraban a su apañador sobornando a legisladores y editores de periódicos. Como consecuencia, Fujimori huyó a Japón, país de nacimiento de sus padres. La sórdida parte oculta de su régimen —su uso de tácticas coercitivas (incluyendo los escuadrones paramilitares de la muerte, particularmente el Grupo Colina) y su cínico desprecio por la ley y las limitaciones institucionales— se hizo público, para que todos lo vieran. Aunque Fujimori intentó renunciar a la presidencia desde Tokio, por fax, el Congreso de Perú lo acusó en ausencia por “incapacidad moral”, una acusación vaga que, aunque originalmente tenía la intención de aplicarse sólo al caso único de Fujimori, luego sería revivida, dando al Congreso una influencia extraordinaria sobre el presidente.

Bajo el liderazgo pacificador del presidente interino Valentín Paniagua, Perú regresó a un gobierno democrático. Cuatro presidentes, todos ellos centristas moderados, fueron elegidos posteriormente en elecciones libres, justas y pacíficas: Alejandro Toledo en 2001, Alan García en 2006, Ollanta Humala en 2011 y Pedro Pablo Kucznyski (PPK) en 2016. En contraste con sus vecinos—Bolivia, Ecuador y especialmente Venezuela—que se convertían cada vez más autocráticos, Perú era una especie de bastión de la democracia liberal en la región andina. Con las reformas de Fujimori consolidadas y Sendero Luminoso vencido, la economía de Perú creció a una tasa anual de 5,3% de 2001 a 2014, aunque este ritmo se desaceleró un poco más del 3% de 2015 a 2019. Gran parte del crecimiento del país durante este período fue impulsado por la alta demanda de sus exportaciones de minerales (como el cobre, oro, hierro y zinc), especialmente a China, que eventualmente reemplazó a Estados Unidos como el principal socio exportador de Perú.

Al igual que Chile, Perú logró diversificar sus productos minerales y aumentar la producción de productos agrícolas no tradicionales, incluyendo espárragos, arándanos y frutas tropicales. La inversión extranjera fluyó hacia el país principalmente desde China y Europa, así como desde otros países de América Latina y EE UU. El turismo también experimentó un auge en las primeras dos décadas del siglo XXI, creciendo hasta representar casi el 10% del PBI nacional. El índice de pobreza cayó del 59% en 2004 al 21% en 2011, y se estima que alrededor del 49% de la población pasó a formar parte de la clase media durante ese período. El coeficiente de Gini de Perú, la medida estándar de desigualdad, también mejoró notablemente; para 2019, entre las naciones de América del Sur, el país ocupaba el segundo lugar después de Uruguay. El gasto en infraestructura, especialmente en nuevas carreteras, mejoró los ingresos de las comunidades rurales más pobres.

Los altos costos de la fragmentación política

A pesar de este progreso, se mantuvo una enorme disparidad entre el Perú urbano, blanco y mestizo y lo que el historiador peruano Jorge Basadre ha llamado “el Perú profundo”, la población rural marginada y mayoritariamente indígena. Cuando la COVID-19 golpeó al país con fuerza a principios del 2021, el país tenía la tasa de mortalidad per cápita reportada más alta del mundo. De esta manera, los fracasos de gobiernos sucesivos para invertir en la salud pública y en general, en la infraestructura social del país, se hicieron dolorosamente claros. Por ejemplo, las instituciones educativas privadas prosperaron, pero los profesores de las escuelas públicas peruanas aún se encuentran entre los peor pagados de la región. Las reformas educativas fueron poco entusiastas y, a menudo, se encontraron con la resistencia del SUTEP (cuyos miembros representan una importante fuente de votos para Pedro Castillo en 2021).

La hiperfragmentación y la rápida rotación, característica del sistema partidista de Perú, han hecho que sea cada vez más difícil el funcionamiento del gobierno. En un sistema tan fragmentado, los partidos pueden unirse para bloquear la legislación con mayor facilidad de la que tendrían para formar coaliciones para legislar. En 2016, había seis partidos en el Congreso; en 2020, nueve, de los cuales cuatro eran nuevos, y en 2021, 10. Dieciocho candidatos de 18 formaciones políticas diferentes disputaron la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2021. En Perú, los partidos se han convertido en vehículos para el progreso individual; pueden elegir presidentes, pero una vez elegidos, no pueden brindar apoyo a sus agendas políticas en el Congreso. Además, su proliferación  ha incrementado el incentivo para la compra de votos. Las lealtades políticas en el Congreso de Perú cambian de acuerdo al mejor postor, y la fe de los votantes en los políticos se ve aún más debilitada por un sistema electoral que, en la práctica, alienta efectivamente la corrupción, en forma de lavado de dinero, para financiar campañas.

Todos los presidentes electos de Perú desde 1990 han sido condenados o procesados —con la excepción de Alan García, quien se suicidó para no enfrentar un juicio— y más de 300 peruanos están actualmente bajo investigación por aceptar sobornos de Odebrecht, el gigante de la construcción brasileña. Por ende, no es de extrañar que los ciudadanos demuestren tan poca confianza en la clase política, ni tampoco que, dada la manifiesta incapacidad para gobernar de las administraciones recientes, sólo haya un tibio apoyo a la democracia.

Tres factores particulares han jugado un papel importante en la fragmentación política y han contribuido directamente a la actual crisis política del Perú:

El primero es la falta de un partido de izquierda viable en Perú. Esto se debe en gran parte al impacto de Sendero Luminoso, el cual asesinó a los líderes de izquierda que se oponían a su visión maoísta del derramamiento de sangre, deslegitimizando así a la izquierda no violenta. Pero el éxito percibido del modelo económico neoliberal —en contraste con las medidas económicas y políticas de Alan García durante la crisis de la deuda y el fracaso del experimento de la tercera vía de los militares bajo la dictadura de Velasco— también fueron factores importantes con respecto al encanto limitado de las alternativas de izquierda ofrecidas a los votantes peruanos, incluso cuando Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales proclamaban la llegada del “socialismo del siglo XXI” en los vecinos andinos. Aunque Chávez demostró ser capaz de influir en las elecciones de Ecuador y Bolivia, en Perú, Ollanta Humala fue derrotado por García en 2006 cuando este hacía campaña en una plataforma chavista; Humala eventualmente ganaría la presidencia en 2011, derrotando a Keiko Fujimori en la segunda vuelta, luego de realizar un giro hacia el centro.

De acuerdo con su experiencia ante un gobierno débil y escaso de respeto, por un lado, y una economía fuerte, que ha permitido a muchos peruanos lograr una movilidad ascendente, por el otro, muchos han preferido recurrir al mercado y no al Estado en busca de mejoras para sus vidas y para conseguir medios de subsistencia. El sesgo en contra del papel económico del Estado que fue incorporado en la constitución de 1993, ha reducido aún más el espacio político disponible para los partidos de izquierda.

El dominio del mercado es consistente con el hiperindividualismo y los bajos niveles de confianza interpersonal que, según algunos expertos, son característicos de la sociedad peruana. Nuestras propias observaciones de los conductores en una intersección en Lima ilustran este comportamiento. Automóviles, camiones y motocicletas compiten por la posición, entrando y saliendo, a centímetros unos de otros, compitiendo por ventajas muy pequeñas que los conductores aparentemente esperan que los lleven a su destino unos momentos más rápido. Su comportamiento imita el de los pequeños empresarios altamente individualistas e intensamente competitivos de Perú, quienes forman la base de la economía en crecimiento del país. Son resistentes a proyectos que requieren solidaridad, confianza y cortesía, y muy propensos a operar fuera de las reglas oficiales.

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Hombres indígenas peruanos trabajando en Taquile. Perú. Ana Karina Delgado/picture alliance via Getty Images

Finalmente, a diferencia de Ecuador y Bolivia, países que, como Perú, tienen poblaciones importantes de ciudadanos indígenas, o incluso de Colombia, con una población de esta naturaleza comparativamente pequeña, Perú carece de un movimiento indígena significativo, organizado y movilizado. Los pueblos indígenas peruanos se organizan a nivel local, pero las movilizaciones nacionales se han visto impedidas por su tendencia a integrarse en la sociedad a través del proceso de cholificación —es decir, el proceso de intercambiar una identidad rural, indígena y campesina por una urbana mestiza al migrar del campo hacia Lima y otras ciudades. En general, las poblaciones marginadas peruanas buscan la integración económica, no la reivindicación cultural; esta realidad cierra un camino potencial a través del cual podría emerger un partido de izquierda más radical.

Un segundo factor clave que ha producido la fragmentación política es el papel de saboteador que juega el fujimorismo, ahora representado electoralmente por el partido Fuerza Popular, encabezado por la hija de Fujimori, quien cuenta con el 20% y el 25% del electorado. Bajo el liderazgo de Keiko, Fuerza Popular ha disfrutado de un poder de veto en el Congreso, pero nunca ha usado ese poder para establecer una mayoría gobernante.

El fujimorismo no representa una ideología unificada y coherente; su apoyo se deriva de aquellos peruanos que se mantienen leales al anciano Fujimori por su derrota de Sendero Luminoso, su exitoso modelo económico y por aquellos quienes se beneficiaron de sus programas sociales. En los 90, la creciente población evangélica de Perú apoyaba a Fujimori, pero las comunidades evangélicas ahora están divididas y muchas apoyaron a Castillo. El grito de guerra de Fuerza Popular es la liberación de Alberto Fujimori de la prisión, donde ha estado detenido desde su condena en 2007 por corrupción y violaciones a los derechos humanos.

En la última década, la fragmentación política ha asegurado que Keiko podría confiar en sus votantes centrales para impulsarla hacia una segunda vuelta presidencial en las últimas tres elecciones: 2011, 2016 y 2021. Pero la fuerza de Keiko también es su debilidad: muchos peruanos rechazan lo que perciben como una vuelta hacia el autoritarismo represivo de su padre y sus tácticas de soborno utilizadas para ganar en el 2000. Además, su personalidad avasallante ha limitado su atractivo popular. Los comentaristas en general están de acuerdo en que Humala fue elegido en 2011, y Kuczynski (apenas) en 2016, por el voto de “nunca Keiko”, en lugar de por sus propios méritos.

La persistencia del fujimorismo ha impedido que el sistema de partidos peruano se reorganice a lo largo de un eje convencional izquierda-derecha. Su ensamblaje ideológico atrae a algunos de los que normalmente votarían a la izquierda convencional, mientras que también domina gran parte de la derecha peruana. En el 2011, la clase dirigente económica y política de Lima se opuso tanto a Keiko que votaron por Humala a pesar de su anterior afinidad con el chavismo. En el 2015, Kuczynski venció a Keiko, con tan solo 40.000 votos, con el apoyo de Verónika Mendoza, una legisladora izquierdista de Cuzco que se hizo conocida por su profundo apoyo en las provincias rurales de habla quechua en el centro-sur de Perú durante sus fracasadas postulaciones a la presidencia en 2016 y 2021. Pedro Castillo recibió el apoyo de Mendoza en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2021, mostrando una vez más (como en 2016) el rechazo al fujimorismo por parte de las poblaciones rurales marginadas del país. Sin embargo, dicha oposición obligó a la clase dirigente limeña a unirse a Keiko Fujimori a pesar de su mutua antipatía, por temor a que Castillo pudiera ganar.

La tercera causa principal de la fragmentación partidista es la descentralización, impulsada por una política peruana que exige la redistribución de los ingresos fiscales de la minería y la producción de gas a través del canon minero. Desde el 2004, el 50% de los impuestos que pagan las empresas mineras se desvía a los gobiernos de las regiones y municipios donde se extraen los recursos minerales. Estos fondos están destinados a financiar proyectos de infraestructura para aliviar los daños causados por las actividades extractivas de la zona, incluyendo la contaminación del agua, el aire y la deforestación. El canon permite al gobierno nacional delegar la responsabilidad de los conflictos sociales que inevitablemente surgen a raíz de las actividades mineras del Estado hacia los gobiernos y comunidades locales. Perú nunca ha controlado el cumplimiento del requerimiento legal de la consulta previa a las comunidades indígenas sobre nuevos proyectos mineros.

Los principales receptores de los fondos del canon minero son los 25 gobiernos regionales de Perú, establecidos en 2002 como parte de un esfuerzo para descentralizar el poder de la capital. Devolver los ingresos de la minería a las áreas en las que operan las empresas mineras permite, al menos en teoría, financiar soluciones locales a los problemas locales. Sin embargo, el 45% de los fondos se destina sólo a tres gobiernos regionales, particularmente al de Cuzco, donde se encuentra el gran campo de gas de Camisea. Por lo tanto, muchas partes del país reciben un beneficio mínimo. Además, los fondos del canon pueden usarse únicamente para gastos de infraestructura, no para programas sociales. En muchos casos, el dinero generado por el canon ha excedido la capacidad de absorción de los gobiernos regionales y locales, fomentando la corrupción política y aumentando aún más el descreimiento de los peruanos hacia su gobierno. El sistema regional, respaldado por el canon, contribuye directamente a la fragmentación partidista al trasladar la disputa política al nivel regional, socavando así los partidos nacionales.

En conjunto, estos tres factores —la falta de un partido de izquierda viable, el papel de saboteador que desempeñó el fujimorismo bajo el liderazgo de Keiko y la transferencia de la contienda política al nivel regional y subregional— han provocado la fragmentación del sistema de partidos que alguna vez fue relativamente estable en Perú. Esa fragmentación, a su vez, ha permitido que florezca la corrupción y ha contribuido a la relación disfuncional entre el Congreso y la presidencia.

2016 a 2020: preparando el escenario para las elecciones de 2021

La hostilidad entre el Congreso y el primer mandatario aumentó drásticamente en 2016 cuando Keiko Fujimori, enojada por su derrota ajustada ante Kuczynski, quien la había derrotado por solo 0,24% (40.000 votos), usó la mayoría legislativa de su partido, Fuerza Popular, para obstaculizar las iniciativas ejecutivas y eventualmente desbancar a su rival. En 2016, Fuerza Popular ganó el 36% de los votos que de acuerdo al sistema electoral peruano, le otorgó el 56% de los escaños en el Congreso. Keiko y Fuerza Popular atacaron vigorosamente el gobierno de Kuczynski, obligando a numerosos miembros del gabinete a renunciar y hasta a negarse a brindar apoyo a las iniciativas del presidente.

En 2017, Pedro Pablo Kuczynski, también conocido como PPK, se vio involucrado en un escándalo de corrupción al descubrirse que una de sus consultoras había recibido pagos de Odebrecht. Para la consternación de sus partidarios antiKeiko, PPK indultó al ex presidente Fujimori por motivos de salud a cambio de los votos que el hijo del enfermo ex presidente, Kenji Fujimori, entregó en oposición al juicio político de Kuczynski. Cuando se publicaron videos que mostraban a los aliados de PPK y Kenji aparentemente sobornando a un legislador para que votara en contra de un segundo cargo de destitución, Kuczynski renunció. Fue sucedido por su vicepresidente Martín Vizcarra, exgobernador regional de Moquegua (2011-2014), en marzo de 2018.

El apoyo de Vizcarra a las reformas anticorrupción y al fortalecimiento del sistema de pensiones impulsaron su popularidad. Cuando el Congreso le negó un voto de confianza sobre un mandato para reformar el proceso de selección de jueces en la Corte Suprema de Justicia de Perú, disolvió la cámara y convocó elecciones para enero de 2020. Las encuestas mostraron que esta medida contaba con el apoyo del 80% de la población.

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Un peruano que apoya a Keiko Fujimori protesta contra el recuento electoral, junio 2021. Raul Sifuentes/Getty Images

Durante las elecciones de enero, los peruanos expresaron su frustración ante los miembros del Congreso, castigando a los partidos establecidos, especialmente Fuerza Popular, que perdió 58 de sus 73 escaños. Acción Popular obtuvo 25 escaños, suficientes para elegir al nuevo portavoz, y cuatro nuevos partidos obtuvieron representación, incluyendo a un partido evangélico mesiánico, Frente Popular Agrícola del Perú (FREPAP), prácticamente desconocido para las élites limeñas pero con una base comprometida en la Amazonía peruana. Sin embargo, el nuevo Congreso —cuyos miembros tenían mandato solo hasta las elecciones programadas para 2021— también se resistieron a la agenda de reformas de Vizcarra, reactivando viejos cargos de corrupción (derivados de su mandato como gobernador regional de Moquegua, todos los cuales ya habían sido investigados y destituidos) para atacar al presidente. En noviembre del 2020, Vizcarra fue destituido por el Congreso bajo la misma dudosa figura constitucional de “incapacidad moral” que se había utilizado para acusar a Fujimori dos décadas antes. Para cuando se llevó a cabo el juicio político de Vizcarra, la pandemia de la COVID-19 ya había golpeado al país con toda su fuerza. Oficialmente, el desempleo se situó en el 16%.

Como jefe del Congreso, Manuel Merino de Acción Popular, que había encabezado la acusación contra Vizcarra, fue el siguiente en la línea de sucesión presidencial y prestó juramento al día siguiente. La asunción de Merino llevó a miles de manifestantes a las calles de Lima y otras ciudades de Perú, y los manifestantes le acusaron de ser un derechista que buscaba preservar el orden político corrupto. Las encuestas de opinión mostraron que aproximadamente el 88% de los peruanos desaprobaban el juicio político. Cinco días después de que dos jóvenes fueron asesinados y hasta 200 manifestantes heridos por la policía en Lima, Merino renunció. La efímera candidatura de la congresista Rocío Silva-Santisteban no logró los votos necesarios en el Congreso para asegurar la presidencia y, el 16 de noviembre, Francisco Sagasti —egresado de la Wharton School de la Universidad de Pensilvania, destacado economista y respetado legislador centrista— fue elegido presidente interino por el Congreso, a pesar de que el partido Moreno (Púrpura) de Sagasti había ganado solo nueve escaños en el Congreso en las elecciones de 2020, las primeras que había disputado.

El ciclo electoral de Perú convocó elecciones en abril del 2021 para elegir un nuevo Congreso y determinar a un nuevo presidente. Entre los candidatos de la primera vuelta había un banquero, miembro de la secta católica conservadora Opus Dei, y autoproclamado “el Bolsonaro peruano” (Rafael López Aliaga); un futbolista centrista retirado y ex alcalde del distrito de La Victoria de Lima (George Forsyth); y Pedro Castillo en la extrema izquierda. Las primeras encuestas indicaron que el 44% de los votantes de Perú no favorecían a “nadie” entre los 18 posibles candidatos. A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, se supuso que Keiko —a pesar de no salir bien en las encuestas al comienzo de la carrera presidencial— obtendría un lugar en la segunda vuelta, mientras que Yonhy Lescano —el candidato de Acción Popular de la ciudad sureña de Puno— consideró que podía atraer votos a través de las divisiones raciales, socioeconómicas y regionales para así aspirar el segundo lugar en la siguiente ronda electoral. Al fin y al cabo, Castillo ganó el primer lugar con el 18,92% de los votos, mientras que Keiko se clasificó como su oponente, terminando en segundo lugar con el 13,41%.

La política actualmente fragmentada de Perú se polarizó inmediatamente. Los partidarios de Keiko —junto con muchos que se habían opuesto apasionadamente a ella en elecciones anteriores— atacaron a Castillo como un “terruco”, un epíteto peruano utilizado para denigrar a quienes se consideran simpatizantes de Sendero Luminoso. Castillo recordó a los votantes que se encontraba lejos de ser un simpatizante de la guerrilla ya que se había desempeñado como líder de una ronda campesina, las fuerzas de autodefensa de las aldeas que proliferaron en el norte y centro de los Andes peruanos durante los 80 y los 90, resistiendo a Sendero Luminoso mientras luchaban para combatir el robo y la corrupción. Mientras defendió su convicción de que las ganancias mineras deberían distribuirse más ampliamente, Castillo rápidamente se distanció de los llamados a la nacionalización de su partido, proponiendo en su lugar un aumento de los impuestos sobre los ingresos mineros. Junto con Verónika Mendoza, Castillo emitió una declaración de principios de cuatro puntos, enfatizando las prioridades de la vacunación universal contra la COVID-19 y un sistema de salud fortalecido; la creación de empleo combinada con la “soberanía sobre las riquezas naturales”; la lucha contra la corrupción y el “reestablecimiento del Estado”, al mismo tiempo que reafirmaba que el “fortalecimiento de la democracia” a través de la expansión de la igualdad de derechos.

Castillo emitió su propio “Compromiso con el país” de 10 puntos, enfatizando su respeto por la democracia, que incluía promesas de respetar el término de su mandato, abstenerse de interferir en el poder judicial y respetar el estado de derecho —todo con la intención de distinguirse de los populistas chavistas con los que lo comparaban cada vez más. A su vez, Castillo continuó pidiendo una reforma educativa y una nueva constitución.

En junio, Castillo ganó —según el recuento oficial de votos— por un margen muy estrecho de 44.000 votos. Keiko y Fuerza Popular inmediatamente pidieron que se anularan alrededor de 200.000 votos, provenientes en gran parte de los departamentos rurales de las tierras altas, donde Castillo ganó mayorías históricas. La comunidad empresarial —y de hecho, la mayor parte de la clase dirigente limeña— reaccionó ante la aparente victoria de Castillo con temor. La bolsa de valores de Lima cayó un 7% tras el anuncio de los resultados preliminares, y hay evidencia reciente de una fuga sustancial de capitales. Ha habido protestas y contra protestas en la capital peruana; los militares retirados han pedido la intervención de las Fuerzas Armadas para evitar que Castillo asuma el cargo; y ha habido algunas maniobras en el Congreso para derrocar a Sagasti y declarar nulos los resultados electorales. La oposición a la inauguración presidencial de Castillo por parte de sectores e intereses conservadores se mantiene firme. Éste, a su vez, hizo un llamado a la unidad nacional y puso un mayor énfasis en las necesidades del Perú rural, pero también se comprometió a respetar la autonomía del Banco Central y a acoger la inversión nacional y extranjera.

La mayoría de los comentaristas políticos creen que Castillo asumirá su cargo como presidente el 28 de julio, el Día de la Independencia de Perú. Si ese es el caso, casi inevitablemente se enfrentará ante un Congreso hostil y la amenaza de un juicio político temprano. Con Perú Libre ocupando solo 37 escaños en el Congreso, sin un mandato legislativo ni popular, y sin un equipo de asesores capacitados y experimentados preparados para diseñar y llevar a cabo una transformación radical de la economía peruana, Castillo no podría hacer realidad la agenda extrema que sus oponentes le atribuyen, incluso si quisiera hacerlo.

Las batallas entre el legislativo y el primer mandatario que han caracterizado la política peruana desde 2016, la omnipresencia de la corrupción y los resultados polarizados en las elecciones presidenciales de 2021 demuestran los altos costos de la fragmentación política extrema. Los partidos centristas —aunque cuentan con una representación colectiva sustancial en el Congreso— no se unieron para ofrecer una opción aceptable y moderada al electorado, lo que le permitió a Keiko monopolizar al centro y a la derecha del espectro político a pesar de que gran parte de ese centro la desprecia. Mientras tanto, los votantes en contra del sistema impulsaron a Castillo y Perú Libre a una estrecha victoria.

La incertidumbre del futuro de Perú

En un ensayo de 2018 para Global Americans, argumentamos que “el progreso de Perú hoy en día no se ve obstaculizado por poderosos intereses económicos, sociales o políticos, nacionales o extranjeros, sino más bien por la relativa ausencia de autoridad y capacidad estatal, así como por la debilidad general de las instituciones políticas.” La resistencia del modelo económico antiestatal peruana ha ampliado la brecha entre el Perú urbano y el Perú profundo, a pesar de las reducciones sustanciales en la pobreza y el aumento de la desigualdad. También notamos que el país cuenta con “los recursos físicos y humanos para lograr un crecimiento económico impresionante y al mismo tiempo abordar la pobreza y la desigualdad”, junto con “una capacidad empresarial significativa tanto en el sector empresarial formal como en el informal” y una creciente “conciencia y capacidad de respuesta a problemas sociales”. Concluíamos que “el principal desafío en Perú no es limitar el poder sino crearlo y canalizarlo”. La pandemia de la COVID-19 ha subrayado con urgencia la falta de inversión del país en la infraestructura necesaria para satisfacer las necesidades sociales básicas.

Durante los últimos 30 años, Perú ha sorteado muchos obstáculos. En comparación con muchos otros países latinoamericanos, no está tan sometido a los problemas vinculados a las drogas o a la violencia de las pandillas. La violencia relacionada con el narcotráfico ocurre en un espacio geográfico relativamente pequeño —específicamente la región del Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), que se extiende a ambos lados de los departamentos de Cuzco, Ayacucho, Junín y Huancavelica en el centro-sur del país— donde organizaciones criminales coexisten con los remanentes de Sendero Luminoso. Estos grupos prácticamente no tienen apoyo social o político popular. Aunque Perú está dividido racial, socio-económico y geográficamente, no se ha vuelto tan polarizado políticamente como Colombia, Brasil o incluso Estados Unidos.

La respuesta de la clase dirigente peruana a la elección de Castillo determinará si el ascenso de Cajamarca a la presidencia se convertirá en un desastre o en una oportunidad. Algo de comprensión, por parte de Castillo, de las alternativas políticas realistas disponibles para él, algo de suerte (incluyendo precios favorables de las materias primas) a medida que la economía global despierta del letargo inducido por la COVID-19, y cierta voluntad por parte de las élites peruanas para ayudar a su administración para satisfacer las necesidades del país, podrían crear una oportunidad para la reforma centrista. Encerrarse en una posición rígida contra Castillo solamente profundizará los desafíos de Perú, en lugar de abordarlos.

La elección de junio ha creado un sentido de urgencia nacional que posiblemente podría facilitar un cambio positivo. La política volátil y frustrante de los últimos años —y de las últimas semanas— revela varios hechos que deben tenerse en cuenta. Por ejemplo, aunque la lucha contra la corrupción es loable y extremadamente popular, de alguna manera sirve como una distracción, ocultando las formas en que las propias instituciones peruanas refuerzan sus prácticas más comunes que incluyen, el lavado de dinero y la compra de votos. Además, las acusaciones de corrupción se han convertido en un arma improductiva en la batalla entre el Congreso y el primer mandatario.

El actual enfrentamiento legislativo de Perú es producto de las particularidades del actual sistema peruano de “controles y equilibrios”, pero tal sistema no está escrito en piedra; una convención constituyente podría abordar sus debilidades de manera sistemática. Una convención también podría revisar aquellas partes de la constitución de 1993 que son demasiado favorables a las empresas dedicadas a la extracción de recursos naturales y otros intereses especiales, mientras paralelamente se podrían esforzar por hacer que la sociedad peruana sea más inclusiva y equitativa. Un enfoque más realista para el financiamiento de campañas; una severa reforma educativa; una política nacional para regular a las industrias mineras y agrícolas de exportación del país, mejorando al mismo tiempo la situación de los trabajadores mineros y agrícolas; una reforma de pensiones equitativa y sostenible, son alguno de los objetivos razonables para lograr una coalición centrista, como sería una reconceptualización de las modalidades del canon minero y un esfuerzo sostenido para ganar la cooperación del sector privado para contrarrestar la devastación anticipada del cambio climático. Durante décadas, los peruanos han esperado muy poco del Estado y éste no ha cumplido ni siquiera con esas expectativas mínimas. Es hora de que los peruanos exijan más y de que los diversos grupos de interés de Perú —sociales, económicos, culturales y políticos— ejerzan presión para que se cumplan tales demandas.

La versión original del artículo  fue publicado con anterioridad en Global Americans.