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El Ejército turco entrena a estudiantes en operaciones antiterroristas en Libia, 2021. Hazem Turkia/Anadolu Agency via Getty Images

Las ambiciosas estrategias de Rusia y Turquía en Libia, con la vista puesta en la región del Sahel, inquietan a Estados Unidos y Europa.

El 26 de septiembre de 2019, una noticia sin aparente gran relevancia agitó la guerra civil en Libia y contribuyó a cambiar la dinámica bélica que desangra la nación norteafricana desde hace más de una década. Aunque desde 2017 ya se conocía la presencia de Compañías Privadas de Seguridad Militar (PSMC) rusas entre las filas del mariscal Jalifa Hafter, tutor del entonces Ejecutivo no reconocido en el este y hombre fuerte del país, la muerte en combate de ocho mercenarios del controvertido “Wagner Group” en la localidad de Qasr Ben Ghashir, a las puertas de Trípoli, reveló que éstas no se limitaban a proteger y dar apoyo logístico en retaguardia, sino que participaban también en el asalto a la capital, defendida a duras penas por las diversas milicias islamistas asociadas al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) sostenido por la ONU. Apenas tres meses después, Turquía anunció su decisión de implicarse en el conflicto y despachó la primera remesa de soldados de fortuna sirios, reclutados entre los grupos salafistas de oposición a la dictadura de Bachar al Asad. Avanzado julio de 2020, con la pandemia como una más de las múltiples tragedias que desde hace una década se abaten sobre Libia, el frente había retrocedido más de 400 kilómetros, hasta la entrada del golfo de Sirte, corazón de la industria petrolera nacional, donde aún permanece estancado.

Apenas un año más tarde, la persistencia de estos mercenarios sirios y rusos en territorio libio, pero también de otros procedentes de Sudán, Chad, Níger y varios países árabes, junto a la falta de voluntad por desarmar a las heterogéneas milicias locales, la porosidad de las fronteras, el despertar de los movimientos yihadistas, la penuria de las infraestructuras básicas como la electricidad y el agua corriente y la economía corsaria, que articula la región, son la principal amenaza a la que se enfrenta el nuevo Gobierno Nacional de Unidad (GNU), elegido en marzo pasado por el Foro para el Diálogo Político en Libia (FDPL), un organismo no electo creado ad hoc por Naciones Unidas con el objetivo de reunificar el país, estabilizarlo y conducirlo a las elecciones legislativas previstas para diciembre de este año. Y uno de los mayores motivos de preocupación de la OTAN, inquieta por la densa y consolidada presencia militar de Rusia y Turquía, y por el pulso militar que ambas potencias libran en un vasto, rico y estratégico desierto que ha devenido en su arriscado patio de atrás.

“Podemos decir que la Administración [dirigida por Donald] Trump no se preocupó en demasía por el norte de África, algo que ha favorecido la penetración de Rusia, especialmente en Libia”, explica Jalel Harchaoui, investigador principal del centro de análisis Global Initiative. “Si se observa lo que han hecho Rusia y Turquía, pero en especial Rusia, durante los últimos años el resultado es simplemente increíble. Rusia envío un avión para apoyar a Hafter casi el día después de que se inaugurara el mandato de Trump, algo que hubiera sido imposible con un presidente liberal. Pero como Trump era antiliberal y Putin también, éste sabía que podía hacer este tipo de cosas”, argumenta. “Y ¿a dónde hemos llegado con este tipo de política? Bueno, Rusia tiene ahora tres bases militares en Libia, algo que es más que extraordinario. Cerca de 3.000 mercenarios y 12 aviones. Algo realmente increíble” y turbador para la Alianza Atlántica, advierte. “Sabemos también que la Administración [de Joe] Biden es antirrusa, y que ha comenzado a ser consciente de lo poderoso que, en términos militares, es este país en un territorio de alto valor estratégico en el sur del Mediterráneo” y en particular en su vertiente oriental, escenario de una guerra silenciosa por el control de las rutas marítimas que conducen al golfo Pérsico y por la colosal riqueza de gas que se esconde en el lecho marino que rodea la isla de Chipre, objeto de la codicia de Francia, pero también de Turquía, Egipto, Grecia e incluso Israel, además de Italia y la propia Libia. “A Biden le preocupa la OTAN, le preocupa la protección de la Unión Europea y está decidido a combatir el expansionismo de Moscú”, insiste el investigador, que enmarca en este cambio de rumbo la reciente gira del mandatario estadounidense por el viejo continente, que incluyó una cita con su colega ruso. La pregunta –coincide Harchaoui con otros expertos en la región– es si Washington “está llegando demasiado tarde”.

 

Puerta de acceso a África

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El mariscal libio Khalifa Hafter (izquierda) saluda al ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov en un encuentro en Moscú. Sergei Savostyanov\TASS via Getty Images

El creciente interés geoestratégico de Moscú por África y en particular por Libia quedó en evidencia en octubre de 2019, fecha en la que decenas de líderes y responsables del continente viajaron a Sochi para la primera cumbre ruso-africana. Casi dos años antes, mercenarios del “Grupo Wagner”, integrado por antiguos agentes de los servicios secretos y las fuerzas especiales rusas, creado para la guerra de Donbáss y bregado en la cruenta tragedia siria, habían comenzado a desplegarse ya en Estados como la República Centroafricana o Sudán. En este último país, entonces todavía bajo el yugo del longevo presidente Omar al Hasan al Bachir –derrocado meses después– confluyó con los intereses mineros –oro y otros minerales– de empresas lideradas por Yevgeny Prighozin, restaurador del Kremlin y amigo íntimo del presidente ruso desde los oscuros años de éste en San Petersburgo. A Prighozin, oligarca que asentó su fortuna en el abastecimiento alimentario de las escuelas estatales, se le atribuye también la propiedad del “Grupo Wagner” y de la fábrica de zombis informáticos que desde Rusia trató de favorecer la victoria de Trump en EE UU. Casi al tiempo que sus mercenarios –también contratados como guardia pretoriana presidencial en Bangui– desembarcaban en el este de Libia, hacían los propio mesnaderos de las Raid Support Forces (RSF), empresa privada de seguridad militar integrada por antiguos guerrilleros árabes Janjaweed –acusados de crímenes de guerra en Darfur– y propiedad del general golpista Mohamad Handam Dagalo, alias Hemetti, miembro de la Junta Militar que derrocó y reemplazó al dictador sudanés.

“En un principio, cuando comenzó sus tratos con Hafter, Rusia observaba Libia como un simple trampolín de entrada en África, en particular en el Sahel y las regiones del centro, escenarios de una pugna geopolítica que ya marca el presente y que seguirá teniendo un impacto profundo en el futuro de Europa y el Mediterráneo. Pero el desinterés de Estados Unidos en la zona, sumado a las ambiciones cruzadas que comparte y se disputa con Turquía, le llevaron a percibirlo también como un eje de presión”, explica un asesor militar europeo afincado en Túnez. “Putin sabe que, además de un almacén logístico para su expansión africana, Libia es una estaca clavada en la retaguardia de la OTAN, y está decidido a explotar esta ventaja adquirida. No va a retirar fácilmente a sus tropas de Libia pese a las presiones de la comunidad internacional y en particular de EE UU, que reconoce el peligro”, insiste en asesor, que por razones de confidencialidad prefiere no ser identificado. “El problema para la Administración Biden –añade Harchaoui– es que la presencia rusa en Libia es sólida, existe, y que abordarla es complejo, ya que Moscú niega su relación con esos mercenarios. ¿Qué hacer entonces? La única solución posible es entrar y matarlos, buscar una vía para eliminarlos, como ocurrió en Siria. Rusia no se va implicar, ya que la política del país es no reconocer a esos mercenarios, incluso si son ciudadanos rusos”, subraya. “Pero quizá ya sea tarde porque la presencia militar rusa en Libia está arraigada”, insiste.

 

La variable turca

La otra gran incógnita de la ecuación es la magnitud de la implicación de Turquía en Libia, más profunda quizá que la de la propia Rusia. Potencia colonial siglos atrás en el norte de África, las decisiones en política exterior del presidente Recep Tayyip Erdogan se han caracterizado en la última década por el tenaz anhelo por sepultar el laicismo instaurado por Kemal Ataturk y una obsesiva voluntad por recuperar el antiguo esplendor islámico de corte otomano. Decisiones como la conversión en mezquita de la basílica de Santa Sofía, el monumento nacional más emblemático, o la apertura de nuevos consulados y rutas aéreas –especialmente en África–, se ajustan a esta ambición neoimperialista que el mandatario ha emprendido junto a la islamización de la sociedad. En este contexto, la creciente presencia en Libia se publicita como símbolo de la recuperación de ese brillo perdido o arrebatado.

“La presencia militar de Turquía en Libia se ha extendido, y eso es algo que no le interesa en absoluto a Estados Unidos”, aunque sea un país OTAN, subraya Harchaoui. El experto recuerda que la relación entre ambos es tensa desde que Barack Obama se negara a entregar al líder opositor Fetulá Gülen tras el extraño golpe de Estado ocurrido en Turquía en 2016, que analistas independientes atribuyen al propio Erdogan. La tiesura de los lazos bilaterales aumentó con el respaldo político –y bélico– que Washington concedió a los partidos independentistas kurdos en Irak en el marco de la guerra contra el autoproclamado Estado Islámico, que incluso causó combates cruzados a través de diversos grupos afines, y descendió gracias al populismo de Trump, con el que el islamismo de Erdogan comparte afinidades ideológicas. La llegada de Biden al Despacho Oval ha resucitado la hostilidad previa, con ataques verbales recíprocos e intercambio de golpes políticos. En apenas unos meses, Erdogan ha acusado a su colega estadounidense de tener “las manos manchadas de sangre” por dotar de armas a Israel y ha retomado la idea de que fue la CIA quien, en realidad, organizó el aparente “autogolpe”. El Gobierno que preside Biden, por su parte, ha recriminado a su homólogo turco la dura represión de las libertades y le ha asestado un doloroso mazazo al reconocer el pasado abril el genocidio armenio. En este contexto, ambos protagonizaron la única reunión bilateral al margen de la última cumbre de la OTAN sin aparentes resultados: un desafiante Erdogan defendió el multimillonario acuerdo armamentístico firmado en 2017 con Moscú y se negó, una vez más, a zanjar el conflicto abierto con la Alianza Atlántica por la compra del sistema de defensa antimisiles ruso S-400.

“La nueva Administración demócrata es consciente que en los años de Trump han favorecido que  la relación entre Erdogan y Putin se estrechara. Dirigen, además, dos países que se necesitan mutuamente debido a la geografía”, destaca un diplomático europeo asentado en Túnez. “Sin embargo, la tensión con EE UU no se va disparar. Turquía ha visto frenado su crecimiento por la pandemia y es menos fuerte. Aunque no tanto como para tener que recular. Lo más probable es que trate de mantener vivo el órdago a la espera de acontecimientos. Libia es una pieza de gran valor que no está dispuesta a soltar”, reitera.

 

Poder emergente en el sur del Mediterráneo

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Mujeres refugiadas que han escapado de la violencia en el sur de Níger. Giles Clarke/Getty Images

Más allá de los 20.000 mercenarios sirios que ha contribuido a transferir a Libia, la ambiciosa estrategia política, económica y militar que Ankara ha diseñado para el norte de África persigue dos objetivos principales: el primero, emerger como un contrapoder, una potencia alternativa –y antagonista– a la Unión Europea en el Mediterráneo, especialmente en su extremo oriental, donde colisiona con Francia. El segundo, penetrar en el corazón de África, y en particular en el Sahel, región de extraordinario interés y relevancia para el futuro de Europa. Origen de la migración irregular y centro de acción de las diversas mafias de contrabando de personas, armas, alimentos, drogas y combustible que vertebran la economía corsaria que domina el norte de África; matriz en la que se gesta la futura amenaza yihadista, que se perfila más moderna y letal; territorio con un alto índice de crecimiento demográfico, amenazado por el hundimiento de los tradicionales métodos de agricultura y pastoreo y la crisis climática, que convertirá la región en la más seca del mundo a partir de 2040, el Sahel es además el edén de las renovadas políticas militaristas, cimentadas en la seguridad y el miedo, que recorren el planeta, y por las que apuesta con decisión la UE. Además de Francia, antigua potencia colonial, que desde hace años tiene desplegados miles de soldados en Malí y Níger, otros países europeos como España y Alemania, y no europeos, como EE UU, han comenzado a trocar sus prioridades geoestratégicas y a destinar a esta región más recursos bélicos y más soldados, incluso al precio de sacarlos de lugares tradicionales de conflicto e interés como el Líbano, Irak o Afganistán. Uno de los grandes proyectos del Ejército estadounidense en los últimos años ha sido, por ejemplo, la construcción de una gran base aérea para drones en Níger que luce poderosa en las estribaciones del aeropuerto de Agadez, ancestral cruce de caravanas.

“Turquía quiere alcanzar el Sahel, y sabe que Libia es una de las mejores rutas. La ganancia es triple: un acceso al centro de África, un trozo de costa al sur de Italia con el que proseguir con sus políticas chantajistas de guardián de fronteras frente a la migración y una reconquista con la que presumir en la propaganda neootomana”, razona el asesor de Defensa europeo. “Probablemente sea fácil obligarle a sacar a todos esos pobres combatientes sirios a los que ha llevado a Libia con la promesa de más dinero por hacer lo mismo que hacían en su país: malgastar la vida por las guerras de otros. Pero quedaría vivo su arraigo militar, político y económico, que es mucho más profundo de lo que pensamos”, recalca.

La decisión de Hafter en abril de 2019 de poner cerco a Trípoli, con ayuda directa del Kremlin y la anuencia de Francia, fue la oportunidad esperada. Acosado por su enemigo, abandonado por la UE –presa de sus connaturales contradicciones–, desamparado por la ONU –anquilosada en su herrumbrosa burocracia– y desatendida por Estados Unidos –entonces abrazado a los intereses de Emiratos Árabes Unidos, aliado principal del mariscal–, el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) impulsado y sostenido por Naciones Unidas se echó en manos del único dispuesto a proveerle de una ayuda rápida y efectiva. En el estertor de ese mismo año, Erdogan reveló el envío de decenas de oficiales turcos, convirtiéndose así en el primer dirigente en anunciar oficialmente la interferencia en la guerra civil libia. Hasta entonces, se había limitado a vender cientos de drones Bayraktar de fabricación nacional para neutralizar los enviados desde Pekín, Moscú y Dubái. Junto a los oficiales, desembarcaron también miles de agentes secretos, diplomáticos y comerciantes que se infiltraron en el Ejecutivo, penetraron las líneas y establecieron centros de negocios tanto en Trípoli como en la ciudad de Misrata, enemiga acérrima de Hafter.

Dos años después, el Ejército turco controla varias bases navales en los alrededores de ambas ciudades y dirige la base aérea de Al Watiya, fronteriza con Túnez y puerta de entrada al Sahel y a la conflictiva región del lago Chad. Asesores militares de Ankara pasean por los ministerios de Interior y de Defensa, donde se encargan de la creación, formación y equipamiento de las futuras Fuerzas Armadas unificadas de Libia. Además de la venta de armas, empresarios turcos han sido agraciados con importantes proyectos de reconstrucción de infraestructuras como los aeropuertos de la capital y Misrata, ciudad con la que Turquía conserva lazos culturales y étnicos.  El plano político también le es favorable: el nuevo gobierno de transición está plagado de antiguos gadafistas con estrechos lazos con Ankara, como el primer ministro Abdel Hamid Dbeibah –un multimillonario misratí que dirigió la mayor empresa de construcción estatal de Libia en tiempos de la dictadura y al que se acusó de comprar votos para su elección el pasado marzo– o como el líder del Consejo Presidencial, Mohamad al Menfi, antiguo embajador en Atenas expulsado por defender los intereses de Turquía en su disputa con Grecia por las aguas territoriales en tono a Chipre y la propia Libia. “La salida de los mercenarios sirios no solo no es un problema para Turquía, sino que puede ser un alivio, ya que muchos se quejan de que no han recibido los salarios y existen tensiones”, señala un responsable militar árabe en Libia, que cree que no le afectaría tanto como a Rusia. Y es que, aunque iniciativas como la reciente Conferencia de Berlín insistan en colocar el foco en la transición política y las elecciones, el verdadero combate de tahúres aún se juega en el seno del Consejo militar 5+5”, único organismo en el que los dos antiguos gobiernos enfrentados dialogan. Allí las tensiones aún desprenden azufre –como ha demostrado el reciente pulso por la apertura de la autopista que une la costa– y allí aún tienen la última palabra Moscú y Ankara. No en balde, ambos fueron claves en la negociación de la frágil tregua sobre la que el optimismo internacional quiere edificar una esperanza política en la que a miles de libios le gustaría poder creer.