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Protesta en Cataluña contra la sentencia dada a los líderes separatistas, octubre 2019. Clara Margais/Getty Images

Las campañas de marketing a corto plazo llevadas a cabo por el Gobierno español para combatir el discurso independentista catalán en el extranjero no ofrecen claros beneficios. ¿La razón? La reputación de un país tiene más que ver con lo que un Estado hace que con lo que dice.

Una cosa que aprendí desde muy pronto, como extranjera que a veces aparece en la prensa en España, fue que no debía nunca, bajo ninguna circunstancia, hacer ninguna declaración pública sobre la independencia de Cataluña. ¡Nunca! Quizá recuerden cuando el antiguo Embajador estadounidense James Costos hizo una declaración aparentemente inocua, al decir que, si Cataluña se separase de España, las empresas estadounidenses “harían los ajustes necesarios”. La frase desató una tormenta de especulaciones sobre si esa afirmación representaba el alejamiento oficial de la política tradicional de Estados Unidos al respecto, hasta el punto de que tuvo que retractarse ese mismo día y decir en Twitter que era “un asunto interno de España”.

Por eso, después de años de esquivar cuidadosamente la cuestión, me resulta curioso que últimamente tanto los líderes independentistas catalanes como el Gobierno español hayan decidido internacionalizar esta disputa interna. ¿Por qué le importa tanto a España la opinión del mundo sobre este tema?

Para ser justos, los líderes independentistas fueron los primeros en emprender la ofensiva internacional en el otoño de 2017, atacando al Ejecutivo español y tildándolo de antidemocrático siempre que lograban que se les publicara una entrevista o un artículo de opinión. Era frustrante ver cómo se desplegó esta estrategia tan bien planeada en la prensa internacional mientras el gobierno de Mariano Rajoy, en su mayor parte, permanecía sentado sin hacer nada. Los artículos y las entrevistas daban la impresión de que los medios de todo el mundo estaban sesgados en favor del independentismo catalán, una queja constante entre mis amigos y alumnos pero algo de lo que me ha costado mucho encontrar pruebas objetivas.

De hecho, en el invierno de 2018 llevé a cabo un análisis de contenido de medios con mis alumnos internacionales de comunicación política. Examinamos de forma sistemática la cobertura de la crisis catalana en los medios extranjeros durante los cinco días más destacados del otoño de 2017 para descubrir posibles informaciones parciales. Aparte de algunos artículos en los diarios The Guardian y The Irish Times, no pudimos encontrar ninguno. Desde luego, no cabe duda de que los independentistas catalanes tenían y tienen una estrategia consistente en publicar artículos en los grandes periódicos internacionales, pero aparecen en las secciones de opinión, aparte de las informaciones sobre el tema. Aunque es importante recordar que este era un ejercicio académico, y no particularmente científico —de hecho, me gustaría ver un estudio mejor hecho y de más alcance—, confirmó mi intuición de que el problema no estaba en la prensa internacional.

Al margen de cualquier sesgo —real o percibido— en la prensa internacional, el instinto del gobierno de Pedro Sánchez de defender #MarcaEspaña parece acertado porque el país, como tantos otros Estados, desea tener buena reputación en el extranjero. Ahora bien, ¿sirve de algo señalar repetidamente las buenas posiciones de España en diversas clasificaciones democráticas? ¿Y qué me dicen del reciente vídeo de los ministros proclamando la democracia española con el extraño hashtag #everybodysland? (Yo habría recomendado que usaran #everybodyshome, pero nadie me pidió la opinión.) ¿De verdad se supone que va a influir algo?

La respuesta es que no, es muy poco probable que cambie la opinión pública en el extranjero. Para comprender por qué, es importante entender cómo funcionan el poder blando y el ejercicio de la diplomacia pública y la marca nacional. Para los profanos, el poder blando es un concepto creado por el profesor estadounidense Joseph Nye. En las relaciones internacionales existen el poder duro, que permite a los Estados obtener lo que quieren recurriendo a las amenazas militares o la coacción económica, y el blando, el poder de atracción, es decir, lograr que los demás países hagan lo que uno quiere gracias a que hay una admiración mutua y se comparten los mismos valores.

La teoría de Nye propugna que el país A tiene más posibilidades de lograr sus objetivos de política exterior con el país B si los habitantes de este país encuentran atractivo el país A. Las embajadas españolas de todo el mundo cuentan con equipos de diplomacia pública que trabajan para construir una imagen mejor de España en los países en los que están mediante intercambios culturales y educativos, mensajes en los medios tradicionales y digitales, y otras herramientas similares. Prácticamente todas las embajadas extranjeras aquí en España hacen lo mismo, y la red española de Casas ofrece una buena plataforma para esos tipos de actividades, cuyo propósito principal es facilitar la mutua comprensión a largo plazo. El punto débil de la teoría de Nye es que se apoya forzosamente en la capacidad de la opinión pública interna para influir en la política exterior, una base bastante endeble, puesto que la opinión predominante entre los especialistas es que a los ciudadanos, en su mayoría, les importa bastante poco la política exterior, y mucho menos están dispuestos a presionar a los cargos electos para que vayan en una u otra dirección.

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Disturbios en las calles de Barcelona, octubre 2019. Mitchell/Getty Images

A pesar de ello, se ha creado una enorme industria en torno a la diplomacia pública y la marca país, que se consideran instrumentos para construir el poder blando. Pero aquí hay que indicar otro factor que complica aún más las cosas: el gobierno no es el único que interviene en la diplomacia pública ni en relación con la marca nacional. Es una gran cacofonía de actores estatales y no estatales (empresas multinacionales, ONG, organizaciones internacionales, movimientos sociales transnacionales, grupos terroristas, etcétera) que se pelean por hacerse oír sobre lo que un país es y no es.

A la hora de la verdad, la reputación de un Estado tiene más que ver con lo que ese país hace que con lo que dice, y los intentos de marketing a corto plazo de adornar las cosas no funcionan. China es un gran ejemplo. Lleva años invirtiendo miles de millones de dólares en una “campaña de poder blando” y una ofensiva de relaciones públicas en todo el mundo, pero no sirve de nada al lado de su conocida represión de la libertad de expresión y las recientes protestas violentas en Hong-Kong. Simon Anholt, un asesor político británico famoso por desarrollar estrategias de construcción de marcas nacionales en todo el mundo desde hace 20 años, ha declarado que no ha descubierto ningún caso que demuestre que esas acciones tienen influencia real. Y esa afirmación, aunque es una gran invitación a que los investigadores hagan algo, también es una llamada de cautela para los gobiernos y su gasto del dinero público: lo importante no es lo que dices, sino lo que haces. O, como dice el refrán, “Aunque la mona se vista de seda…”.

Sin embargo, ese no es el caso de España. Este país es una democracia de pleno derecho reconocida, con libertad de prensa, y una administración y unas instituciones civiles de lo más vibrantes. Como todas las democracias, no es perfecta ni nunca lo será. Es caótica y está en constante evolución. Por eso es un poco raro que el Gobierno esté llamando todo el tiempo la atención sobre las clasificaciones de democracia. Va en contra del viejo consejo en materia de comunicación de no repetir nunca lo que dicen los críticos. Richard Nixon decía: “No soy un delincuente”, George H. W. Bush decía: “No soy un pelele”, Bill Clinton decía: “No mantuve relaciones sexuales con esa mujer” y George W. Bush decía: “¡Soy yo quien decide!” ¿Ven adónde quiero ir a parar? Todas esas declaraciones recuerdan a la famosa frase de Hamlet, de William Shakespeare: “La dama protesta demasiado, me parece”.

En lugar de decir que España es una democracia sólida, lo que tiene que hacer el Gobierno es demostrarlo. Y, tal vez, explicarlo en entrevistas y artículos de opinión. Seguirá sin influir demasiado en la opinión pública en general, pero quizá sí entre las élites, es decir entre los líderes políticos, empresariales y cívicos, los intelectuales y los periodistas. Además, tengo la sospecha de que la campaña del Ejecutivo de Sánchez sobre la democracia está más relacionada con la necesidad de probar a los votantes que están haciendo algo para defender la reputación de España de la avalancha de ataques de los independentistas catalanes.

A los demás, los que vienen encantados a España a disfrutar del sol, la paella y el vino, no les importa tanto. No porque sean perezosos, o incultos o irrespetuosos con España, sino porque, en general, viven en su propia burbuja formada por las noticias de su país. Igual que nosotros, en España. Piénsenlo: con todo lo que está sucediendo ahora aquí, ¿cuánta atención prestan realmente a los detalles sobre la investigación para enjuiciar a Trump? ¿O las últimas revueltas del Brexit? Y estos son temas de los que se informa bien. ¿Qué me dicen de las protestas recientes en Ecuador? Por supuesto, queridos lectores de esglobal, ustedes siguen las noticias internacionales con más interés que el lector medio y probablemente están al tanto. Pero intenten preguntar a su alrededor para ver a qué me refiero.

Otro motivo por el que el mundo presta muy poca atención a lo que ocurre en España es que la disputa por la independencia de Cataluña es muy compleja, de forma que no es razonable pensar que la gente de otros países aprenda lo suficiente como para formarse una opinión al respecto. Y tampoco es razonable, por consiguiente, pensar que van a presionar a sus dirigentes para que se indignen. Los gobernantes, en general, no se van a jugar el cuello por un asunto político que no les afecta necesariamente. Ya tienen que sufrir suficientes críticas por problemas internos en cualquier momento.

Así pues, la comunidad internacional tiene poco o ningún interés en involucrarse en una disputa interna como esta. A pesar de lo que aseguran los líderes independentistas catalanes, este no es un problema de derechos humanos. Pero esa parece ser la línea que se traza para justificar cualquier tipo de apoyo o incluso intervención internacional. Venezuela es un buen ejemplo de auténtica crisis de derechos humanos, y un respaldo internacional más enérgico al gobierno provisional encabezado por Juan Guaidó podría haber marcado la diferencia entre la celebración de elecciones libres y justas o permitir que Nicolás Maduro siga permitiendo que su propio pueblo muera de hambre. Además, dado que hay muchos Estados en los que algún territorio desea independizarse, cualquier apoyo al independentismo catalán sería hipócrita por parte de la comunidad internacional. Es perfectamente lógico que España no reconozca a Kosovo.

Por último, todo indica que la imagen de España es bastante buena. El Real Instituto Elcano publica un informe anual sobre la imagen del país en el extranjero y el último, como en ediciones anteriores, es más positivo que negativo y fuertemente caracterizado por los estereotipos. Mucha gente se enfada porque la paella, el flamenco y las corridas de toros son lo primero que le viene a la mente a muchos extranjeros, pero se trata de estereotipos positivos e incluso románticos. La clasificación de España en el Country RepTrack pasó del puesto 17 en 2016 al 12 en 2018. Y, lo que es más importante, no hay datos que indiquen que ni el referéndum de otoño de 2017 ni las informaciones sobre él en los medios internacionales dañaran la opinión pública internacional sobre España; creo que vamos a ver el mismo resultado a propósito de la sentencia del Tribunal Supremo y las protestas posteriores. Los líderes independentistas catalanes pueden seguir mintiendo sobre el estado de la democracia española y el gobierno de Sánchez puede continuar presumiendo de las notas en democracia, pero el único debate que merece la pena ganar es el que está desarrollándose dentro de España.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia