Hombres rezando en una mezquita de la provincia de Narathiwat, al sur de Tailandia. (Madaree Tohlala/AFP/Getty Images)

La aparición de la violencia relacionada con Daesh en Yakarta, Mindanao y Puchong, cerca de Kuala Lumpur, ha despertado el temor a una nueva era de terrorismo yihadista internacional en el sureste asiático.

Daesh ha utilizado Tailandia como lugar de paso y no como objetivo, por el momento. No se sabe de ningún ciudadano tailandés que se haya unido al grupo. Pero la persistencia de una insurgencia separatista musulmana malaya en las provincias meridionales del reino, en las que han muerto asesinadas aproximadamente 7.000 personas desde 2004, es motivo de preocupación para algunos gobiernos occidentales, las autoridades tailandesas, la población local e incluso varios miembros del movimiento rebelde. Las informaciones ocasionales, pero no corroboradas, sobre cierta actividad del Estado Islámico en Tailandia, desde combatientes extranjeros de paso en Bangkok hasta historias de miembros malayos del Daesh que compran armas pequeñas en el sur del país, han suscitado preguntas sobre la predisposición de los rebeldes a la radicalización yihadista internacional. No obstante, incluso sin la intervención de combatientes extranjeros del Estado Islámicos, la propia dinámica de la insurgencia puede derivar en más violencia.

Hasta ahora, el movimiento separatista tiene poco en común con el yihadismo. Arraigado entre los casi dos millones de musulmanes malayos del país, que constituyen la mayoría en las provincias de Narathiwat, Pattani y Yala, sus aspiraciones son de tipo nacionalista. Buscan la liberación de Patani, su patria original, que consideran colonizada por Tailandia, y la defensa de la identidad patani-malaya contra la llamada “siamificación” (conversión en tailandés). Además, los rebeldes cuentan con el apoyo de los líderes islámicos tradicionalistas, defensores de un islam heterogéneo y de inspiración sufí, y que se oponen a la rígida visión que propagan los yihadistas. Incluso la minoría salafista, relativamente pequeña, rechaza las tácticas brutales y la visión apocalíptica del Daesh. Algunos de ellos aseguran que el Estado Islámico es un producto de las maquinaciones de Occidente. En otras palabras, el grupo Barisan Revolusi Nasional Patani Melayu (Frente Revolucionario Nacional Patani-Malayo, BRN), el principal grupo activista de los musulmanes malayos, sabe que asociarse con los yihadistas internacionales sería correr el riesgo de apartarse de su base y aislarse todavía más. Y podría internacionalizar la campaña contra ellos.

 

Los peligros de un conflicto irresoluble

Si la guerra continúa, podría cambiar de rumbo, lo cual, a su vez, podría transformar la naturaleza de la insurgencia. En principio, eso podría dar oportunidades a los yihadistas extranjeros, que han demostrado su habilidad para aprovechar otros conflictos prolongados. De momento, es una amenaza teórica. Por ahora no hay gran cosa que indique una penetración del Estado Islámico en el sur de Tailandia. Como hemos dicho, ni la insurgencia ni la comunidad musulmana malaya en general han demostrado ninguna inclinación hacia el yihadismo.

Investigadores del ejército en el lugar de detonación de una bomba en la ciudad de Patani. (Tuwaedaniya Meringing/AFP/Getty Images)

Aun así, si las conversaciones de paz no avanzan y no hay un diálogo integrador, los rebeldes podrían recurrir a actos violentos más espectaculares. Ya han demostrado que pueden atacar fuera de su región, como hicieron en agosto de 2016 con una serie coordinada de pequeños atentados con bombas en siete zonas turísticas. También podría ocurrir que las milicias se escindieran y que las facciones rivales compitieran por exhibir su fuerza a sus posibles partidarios y al Gobierno. El aumento de la violencia o los atentados contra la población civil —sobre todo, fuera de la zona de conflicto— podría alimentar una reacción antiislámica, estimular el nacionalismo budista y crear tensiones entre comunidades. Un conflicto prolongado significaría que más jóvenes musulmanes malayos crecerían en una sociedad polarizada y rodeados de hechos traumáticos, y eso podría distanciar a la generación mayor, más pragmática, de la joven, más radicalizada.

 

Diálogo estancado

La forma más segura de contrarrestar estos peligros sería acabar con la insurgencia, una tarea que en la actualidad parece abrumadora y larguísima. El Consejo Nacional para la Paz y el Orden, el órgano militar que se hizo con el poder en el golpe de Estado de mayo de 2014 y gobierna desde entonces, está dialogando con el grupo MARA Patani (Consejo Consultivo Patani), que engloba a cinco organizaciones combatientes cuyos dirigentes están en el exilio. Pero muchos creen que el diálogo, facilitado por Malasia, es en realidad un ejercicio de relaciones públicas con el que Bangkok pretende mostrar su voluntad de resolver el conflicto por vía pacífica pero sin hacer ninguna concesión. Igualmente, existen dudas de que el Consejo pueda controlar a la mayoría de los milicianos. Aunque unos militantes del BRN ocupan los tres principales cargos en la dirección su departamento de información asegura que los tres han sido suspendidos y no hablan en nombre de la organización.

Después de año y medio, el proceso con MARA está estancado. En abril de 2016, el Gobierno tailandés se negó a firmar un acuerdo sobre los términos de referencia para conducir las negociaciones, que siguen siendo extraoficiales. En aquel momento, el primer ministro Prayuth Chan-ocha alegó que el Consejo no tenía el estatus necesario para ser interlocutor del Ejecutivo. Las dos partes reanudaron sus reencuentros en agosto y, en febrero de 2017, acordaron en principio establecer “zonas de seguridad”, distritos en los que ambos bandos pactarían no atacar a civiles. También acordaron formar comités con inclusión de todas las partes para investigar los sucesos violentos, aunque todavía hay que concretar los detalles y anunciar la elección de un distrito para poner en marcha el programa piloto.

Celebración del día del voluntario en la provincia de Narathiwat al sur de Tailandia. (Madaree Tohlala/AFP/Getty Images)

Por su parte, el Frente Revolucionario mantiene que una mediación imparcial internacional y la presencia de observadores independientes son condiciones indispensables para entablar negociaciones formales con Bangkok. En una declaración hecha el 10 de abril de 2017, el departamento de información del frente insistió en estos requisitos previos e indicó que todas las partes negociadoras deberían intervenir en el diseño del proceso, en referencia al papel de Malasia como facilitador. Para demostrar que controlaba a los milicianos, el BRN ordenó un alto el fuego no anunciado entre el 8 y el 17 de abril, en contraste con los ataques coordinados de antes y después en varias zonas.

A finales de junio de este año, un alto cargo tailandés dijo que el Gobierno podría volver a examinar la cuestión de la identidad del otro bando, una señal pública poco frecuente de que en las altas instancias hay discusiones e incluso una posible flexibilidad. Podría indicar cierta voluntad de tener en cuenta las condiciones del BRN que antes había rechazado, incluidas la posibilidad de internacionalización y la delicada cuestión del papel de Malasia. Pero también podría no ser más que otra táctica dilatoria.

El Consejo Nacional para la Paz y el Orden, en el poder desde mayo de 2014, parece seguir aferrado a la convicción de que la situación puede resolverse a base de desgaste, la rendición de los enemigos y el crecimiento económico, sin tener que llevar a cabo ningún cambio sustancial en las relaciones entre el Estado y la sociedad en el sur. El Ejército, que basa toda su razón de ser en la imagen de unidad nacional y cuyos altos mandos tienden a pensar que reforzar el poder local es un primer paso hacia la escisión, se resiste a pensar en la autonomía y la descentralización política. Desde que llegó al poder, ha eliminado el debate público que solía haber sobre los modelos descentralizadores, como las propuestas de elegir a los gobernadores o de tener asambleas subregionales.

 

Opciones para la Unión Europea

En este contexto, uno de los objetivos a largo plazo de la comunidad internacional debería ser animar a Bangkok a aceptar que conceder cierto grado de descentralización política es compatible con preservar la unidad nacional. Para la UE y los Estados miembros que tienen intereses en el país, como Alemania, un objetivo especialmente importante sería lograr que el Gobierno emprenda un diálogo más amplio y contribuir a ello, siempre que sea posible, mediante la formación de las dos partes. Es evidente que su influencia sobre el Consejo Nacional para la Paz y el Orden es limitada. Tras el golpe de Estado de 2014, la Unión Europea suspendió el intercambio de visitas oficiales con Tailandia y las negociaciones para el Acuerdo de Libre Comercio y el Acuerdo de Cooperación y Partenariado, hasta que haya de nuevo un Ejecutivo elegido en el país asiático. Las restricciones a la representación popular significan que ni siquiera unas elecciones generales, previstas para 2018, van a satisfacer la exigencia de la UE de que haya unas instituciones democráticas en pleno funcionamiento. Además, Bangkok no está dispuesto todavía a aceptar una intervención de la Unión.

Aparte de esto, las relaciones con Tailandia no son hostiles. A principios de junio hubo una reunión de altos funcionarios en Bruselas, la primera en cinco años. Cuando las condiciones lo permitan, la UE debería estar bien situada para apoyar un proceso de paz, dada su imagen de imparcialidad en el país. Mientras tanto, desde Europa se debería seguir animando a las partes a mantener un diálogo constructivo. Por ejemplo, con el relato de sus experiencias en la resolución de conflictos internos y la descentralización de los poderes políticos o con la formación en aspectos como las negociaciones, la comunicación y la gestión de conflictos.

A corto plazo, la UE y los Estados miembros deberían instar al Gobierno tailandés a restablecer las libertades civiles y de expresión para que pueda haber un debate más abierto. Esas medidas facilitarían un diálogo público con las comunidades musulmanes malayas, entre otras ventajas, y eso podría reducir el peligro de radicalización. La Unión Europea respalda ya los esfuerzos de organizaciones de la sociedad civil para promover la participación comunitaria y de los jóvenes en la construcción de la paz. Es necesario que eso continúe.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia