He aquí las claves para entender por qué Taiwán es el elemento de mayor fricción en las relaciones entre China y Estados Unidos.

Taiwán y su futuro es un asunto clave en la agenda China-Estados Unidos, tanto que cada vez ocupa más espacio en el diálogo bilateral e influye también con creciente relevancia en los altibajos de dicho marco. Si tras la visita de Nixon a Pekín en 1972 hubieron de pasar nada menos que siete años, hasta 1979, para establecer lo que podríamos llamar una relación diplomática plena entre ambos países, cabe señalar que Taiwán fue uno de los escollos principales. Y solo se resolvió a medias. Y si eso fue así en tiempos en los que China era aún un país débil, la 32ª potencia económica del mundo, cabe imaginar el nivel de rotundidad con que puede encarar a día de hoy un episodio como el vivido con el arribo a Taiwán de Nancy Pelosi, presidenta del Congreso de EE UU.

Muchos recuerdan aquel doloroso proceso de los años 70 como muestra de qué manera los intereses nacionales siempre acaban pesando mucho más que los principios, que ahora se enarbolan como justificación precisamente para estrechar lazos con Taiwán a pesar del coste que ello puede suponer en la relación con China, la más importante del mundo.

En la última conversación telefónica entre Joe Biden y Xi Jinping el pasado 27 de julio, el presidente chino fue tajante al rechazar la independencia de la isla, como al advertir sobre el peligroso “intervencionismo extranjero” y apeló al “contexto histórico” para argumentar la pertenencia de Taiwán a China. Nada nuevo, salvo el énfasis, in crescendo en cada ocasión, en paralelo justamente a una progresiva quiebra de esa razón histórica por parte de las capitales occidentales, dejándose entrever la opinión de que no está tan claro que tras la derrota de Japón revirtiera a manos chinas, cuyo control habían perdido por el Tratado de Shimonoseki (1895) tras la primera guerra japonesa. Cuestión peliaguda como para sudar tinta china. 

Estados Unidos parte en su relación con Taiwán, básicamente, del Acta de Relaciones de 1979, los tres comunicados conjuntos con China y las seis garantías ofrecidas por el presidente Ronald Reagan en 1982, que Pekín no reconoce. Ese marco inicial ha permitido una cierta estabilidad en la relación triangular, con algún que otro episodio de tensión como el vivido entre 1995 y 1997, en torno a los viajes a EE UU del entonces presidente Lee Teng-hui y del líder parlamentario Newt Gingrich a Taiwán. Esas vigas hoy siguen siendo una referencia indispensable, aunque la erosión de sus contenidos es cada vez más evidente.

Todo empezó a torcerse con Trump

La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca inauguró una nueva etapa en la relación con Taiwán claramente simbolizada al hacerse pública la felicitación de la presidenta Tsai Ing-wen por su triunfo electoral. A partir de ahí, la secuencia general es conocida desembocando en el importante discurso del vicepresidente Mike Pence en el Instituto Hudson en 2018. Mientras el dedo acusador se dirige hacia China por su falta de respeto a los derechos humanos, se ensalzan las virtudes inconmensurables de la democracia taiwanesa. Y en un país altamente polarizado, la carta de Taiwánse afianza como uno de los pocos consensos bipartidistas para plantar cara a una China que se resiste a aceptar el orden basado en las reglas establecidas tras el final de la Segunda Guerra Mundial y que preceptúan el tenor de la hegemonía occidental, es decir, su firme propósito de no compartir con otros la autoridad para dictarlas.

TAIPEI, TAIWÁN: La presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi (demócrata), en el centro a la izquierda, habla con la presidenta de Taiwán, Tsai Ing-wen, en el centro a la derecha, después de llegar a la oficina de la presidenta. (Foto de Chien Chih-Hung/Oficina del Presidente vía Getty Images)

Biden siguió esa estela. En los últimos tiempos se han multiplicado las ventas de armas a la isla, para regular enfado de Pekín, y la adopción de medidas de corte legislativo (la ley de viajes, la ley TAIPEI, etcétera) o económico (soslayando las limitaciones de la propuesta de Marco Económico para el Indo-Pacífico) que abundan en una mayor cercanía de Washington a Taipéi, muy labrada en el orden estratégico. Hoy día, podemos hablar de un estatus más que paradiplomático de la representación taiwanesa en EE UU. Aun sin llegar al tabú del reconocimiento, lo indudable es que el espíritu que inspiró aquel entendimiento mutuo entre Washington y Pekín en los 70 se evapora a gran velocidad.

China tampoco se queda atrás

Los problemas relacionados con Taiwán son palabras mayores para China. Durante el mandato de Hu Jintao, con una situación estratégica particularmente benévola tras el convulso mandato en la isla del soberanista Chen Shui-bian (2000-2008), el inicio de la “tercera cooperación” con el Kuomintang y la aprobación de la Ley Antisecesión (2005) afianzaban una relación constructiva que parecía dar por hecha la unificación en base a un pacto entre las elites a cada lado. Solo era cuestión de tiempo. A su llegada en 2012, Xi Jinping partía de esa confianza para asegurar que este asunto “no podía dejarse de generación en generación” y parecía apelar a cierta prisa. Ello en un contexto de proclamación del sueño chino de revitalización nacional, de una política exterior más activa e influyente y una decidida apuesta por insuflar en el sistema altas dosis de renovación económica, política, sociocultural y estratégica. 

Entretanto, cabe significar que a pesar de los avatares de los últimos años que tanto han impactado en EE UU o en China, lejos de diluir la cuestión de Taiwán, esta ha ganado en importancia. Ya nos refiramos al cambio climático, la Covid-19, las amenazas de desacoplamiento a nivel económico o tecnológico entre China y el mundo desarrollado, particularmente Estados Unidos, asuntos que forman parte también de una compleja agenda bilateral, ninguno de ellos opaca la inquietud estratégica de ambos países por el futuro de Taiwán. Nada los enfrenta más. 

En EE UU es perceptible cierta ansiedad por su declive y si China recuperara Taiwán bajo su dominio, ya sea de forma pacífica o por la fuerza, su controvertida posición a nivel global, afectada sin duda por el penoso balance de Afganistán, podría encontrar aquí un botón de muestra más para cuestionar su condición de garante de la seguridad regional y mundial. 

Es posible, con todo, que hoy Xi modere su prisa ante el riesgo de provocar con ella una indeseada reacción no solo en la isla, que también, con una sociedad muy dividida pero mayoritariamente comprometida con la preferencia del mantenimiento del statu quo, sino también en el exterior. El uso de la fuerza armada o cualquier forma de coerción significativa para lograr una eventual reunificación supondría para el Partido Comunista Chino (PCCh), en este momento histórico, cuando se juega el éxito de la modernización, una acción descabellada, con seguridad aplaudida por la inmensa mayoría de la sociedad china, pero repudiada en igual proporción por la comunidad internacional. No le queda otra que tener paciencia, completar el tránsito en el continente y después, llegado el caso, abordar la construcción de una relación con Taiwán que trascienda la fórmula de “un país, dos sistemas”. Sin duda este principio, muestra de la creatividad política de Deng Xiaoping, ha quedado seriamente tocado con la crisis de Hong Kong y ni siquiera el Kuomintang, el más afín de los principales partidos taiwaneses a las tesis unionistas, puede suscribirlo. 

Sin embargo, esas dos rutas convergen negativamente, desautorizan el indispensable apaciguamiento y en el contexto actual se corre el riesgo de que una implicación, como parece, de otras potencias (Japón, Australia, Unión Europea, etcétera) eleve aún más la tensión.

Tras el XX Congreso del PCCh

La sombra del próximo evento congresual del Partido Comunista, previsto para el otoño, abunda en la necesidad de Xi Jinping de mostrarse inflexible en esta cuestión de Taiwán. En el futuro inmediato no cabe esperar cesiones y, por el contrario, un endurecimiento sobre la base de que China debe ser respetada en sus intereses centrales. Y Taiwán es uno de ellos. En este sentido, podemos decir que del lado chino la posición está más que clara, sin voluntad de ceder un ápice en los planteamientos básicos, es decir, la defensa del principio de una sola China, el Consenso de 1992 y la reunificación pacífica.

HONG KONG, CHINA: Un simpatizante pro-China pisa una foto desfigurada de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, durante una protesta contra su visita a Taiwán frente al Consulado General de Estados Unidos. (Foto de Anthony Kwan/Getty Images)

En el caso de EE UU, la situación es más compleja. De entrada, en lo conceptual, la política de una sola China de la Casa Blanca tiende a descafeinar el homónimo principio chino. Tampoco aquí cabe esperar una moderación. Al contrario, existe el riesgo de que el ambiente político a favor de poner fin a la “ambigüedad estratégica” se afiance, tal como ha dejado entrever el propio Biden en dos ocasiones prometiendo defender a Taiwán con algo más que suministro de armas. Aunque su entorno ha matizado estas palabras en ambas ocasiones, lo cierto es que estos arrebatos siembran dudas en el liderazgo chino y fortalecen las posiciones de quienes postulan una preparación exhaustiva para un enfrentamiento que pudiera ser inevitable. 

Prevención de conflictos

Recuperar un mínimo buen tono en las relaciones entre China y EE UU con este asunto tan enrarecido de por medio no será tarea fácil para ambas partes. Cuanto más alimente Washington las dudas de un posible apoyo a la independencia de Taiwán, China multiplicará más sus respuestas para impedirla. Ese guión podremos constatarlo en las próximas semanas, cuando se vayan desgranando las medidas de respuesta china a la visita de Nancy Pelosi. Y no olvidemos que China continental es el primer socio comercial de Taiwán, que absorbe del orden del 40% de sus exportaciones, un nivel de dependencia que Tsai Ing-wen no ha logrado atajar a pesar de su firme voluntad en reducirla.  EE UU, va por detrás de la ASEAN.

El momento que vive la sociedad internacional exigiría de ambas partes la negociación y firma de un cuarto Comunicado Conjunto que, sobre todo, aligerara riesgos y sometiera a buen recaudo los indicios de un enfrentamiento incipiente que no pasan desapercibidos para ninguna de las dos capitales. En la misma línea, la diplomacia europea, si como tal existe, debería dejar de cobijarse detrás de Washington para hacer valer la tan alabada siempre política de prevención de conflictos, hoy tan olvidada. Pareciera como si no hubiera más opción que admitir la inevitabilidad de una reedición de la Guerra Fría, a consumar en las aguas del Estrecho de Taiwán.