Una masacre en la ciudad de Lahore ha reavivado los fantasmas de Pakistán, donde los efectos de la guerra contra el terrorismo iniciada tras el 11-S han sido devastadores. El Ejército, siempre bajo sospecha por sus lazos con grupos extremistas, está empleándose con puño de hierro contra la insurgencia y los índices de violencia han descendido mucho en los últimos tiempos, pero las semillas del integrismo siguen muy presentes en el país y falta aún mucho recorrido para atisbar la paz.

Paquistaníes cristianos lloran por las víctimas del reciente atentado suicida en la ciudad de Lahore. ARIF Ali/AFP/Getty Images
Paquistaníes cristianos lloran por las víctimas del reciente atentado suicida en la ciudad de Lahore. ARIF Ali/AFP/Getty Images

Pocos países conocen el estruendo de las bombas como Pakistán, sacudido este domingo por un brutal atentado suicida en un parque de su capital cultural, Lahore, que mató a más de 70 personas, incluidos muchas mujeres y niños. Los efectos del 11-S sobre este país de unos 190 millones de habitantes han sido demoledores. Unas 60.000 personas han perdido la vida en los últimos tres lustros en el marco de la lucha contra el terrorismo y el Gobierno estima en unos 100.000 millones de dólares el precio económico de esta guerra civil no declarada.

El semanario británico The Economist calificó años atrás a la única potencia nuclear del mundo islámico como “el lugar más peligroso del planeta”; la ex secretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright lo tachó de “migraña internacional” y la actual presidenciable para la Casa Blanca Hillary Clinton habló metafóricamente de serpientes cobijadas en su patio trasero cuando dirigía la diplomacia de EE UU, en alusión a los lazos de su aparato de seguridad con algunas milicias, algunas de ellas dedicadas a hostigar a India, su rival histórico y con el que le separa una eterna disputa por la región de Cachemira. Hubo un tiempo en el que casi todos los grandes ataques terroristas en Occidente tenían algún vínculo paquistaní. Un nexo que conducía hasta sus indómitas áreas tribales pastunes fronterizas con Afganistán, otrora bastión principal de Al Qaeda y su difunto líder Osama bin Laden, así como de una miríada de grupos yihadistas de todo pelo.

Pero ese pesimismo generalizado que ha envuelto a Pakistán y que ha desencadenado una fuga de cerebros, mermado sus aspiraciones de desarrollo y empobrecido a su población, pareció empezar a difuminarse el año pasado. El motivo: un notable descenso de los atentados y la impresión de que el Ejército, actuando con puño de hierro contra la insurgencia, y el Gobierno están en la misma sintonía para intentar dar un vuelco a una historia trufada de golpes militares en la que los intereses geoestratégicos han primado sobre los de la ciudadanía. “La situación ha cambiado. Hay una especie de reparto de poder entre el liderazgo civil y militar. La atmósfera económica ha mejorado, hay iniciativas extranjeras de inversión”, señala Humayun Khan, profesor de la Universidad Nacional de Defensa de Islamabad.

 

Datos duros, pero mucho mejores

Si se examinan las estadísticas de manera aislada, 2015 fue a todas luces un ...