De izquierda a derecha: la bandera turca, un retrato de Mustafa Kemal Ataturk, fundador de la Turquía moderna, y Recep Tayyip Erdogan, actual presidente de Turquía. (Andy Soloman/UCG/Universal Images Group/Getty Images)

Un siglo de la fundación de la República de Turquía, una década de las protestas ciudadanas del parque Gezi, ocho meses de unos de los peores terremotos de la historia del país, casi cinco meses de la nueva victoria —pese a todo— de Recep Tayyip Erdogan en las últimas elecciones. El 2023, un año tumultuoso de aniversarios, cita con las urnas y pésima economía, merece una reflexión pausada sobre hacia dónde va, o no va, la democracia turca. 

La lista de males que acechan al país es larga y compleja. Muchos de ellos se exponen en la reciente película Burning days, un thriller rural que sitúa la acción en un pueblo turco donde el nepotismo, la impunidad, la polarización social, la homofobia y la misoginia son la norma. Problemáticas que, por desgracia, también pueden extrapolarse en gran medida al resto de Turquía. De hecho, el informe de Freedom House sobre la libertad en el mundo califica, un año más, al país como “no libre”, alertando del creciente autoritarismo del gobierno del AKP, liderado por Recep Tayyip Erdoğan, en el poder desde 2002, así como de una represión que no ha parado de coger ritmo desde las manifestaciones de Gezi (2013) y el intento de golpe de Estado (2016). Un autoritarismo articulado a través de cambios constitucionales que concentran el poder en las manos presidenciales, el debilitamiento constante de la independencia judicial, el encarcelamiento de opositores y activistas, la corrupción sistémica, la falta de transparencia y rendición de cuentas y las continuas restricciones a derechos fundamentales de expresión, reunión y asociación, lo que impacta —junto con la obstaculización de políticos y partidos opositores y el control de los medios de comunicación— en unos procesos electorales que, aunque “sean competitivos, parten de condiciones desiguales”, según organizaciones como la OSCE.

Una poca estima por las libertades que ya ha hecho mella en los compromisos internacionales en materia de derechos por parte de Ankara. Por un lado, Turquía se retiró unilateralmente del Convenio de Estambul, en 2021, a pesar de la gravedad de la violencia contra las mujeres y los feminicidios, que no paran de crecer en el país, según el monitoreo exhaustivo de la plataforma Kadın Cinayetlerini Durduracağız (Pararemos los feminicidios). Una violencia contra mujeres y niñas que también ha sido abordada en los últimos años desde la ficción cinematográfica y literaria turca con películas como Mustang o la novela Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo. Por otra parte, están los casos del filántropo y empresario Osman Kavala y el líder kurdo Selahattin Demirtaş, que llevan años encarcelados, a pesar de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que exige la liberación de ambos, decisión de obligado cumplimiento para Turquía, miembro del Consejo de Europa desde 1949. Algo a lo que Ankara continúa haciendo oídos sordos. Más allá de estos dos casos tan mediáticos  —sobre los que puede ahondar más si lo desea a través este reportaje de 140journos y este documental de DW— la realidad es que la población penitenciaria no ha parado de crecer en los últimos años. Entre los reclusos se encuentran activistas políticos, defensores de derechos humanos y periodistas, muchos de ellos acusados falsamente de terrorismo o por el delito de insultos al presidente.

En el plano discursivo, continúan estando normalizadas las narrativas contra las minorías étnicas, religiosas y sexuales en la esfera política y social. De hecho, durante la última campaña electoral, los refugiados sirios y la comunidad LGTB han estado constantemente en el punto de mira de los discursos xenófobos y discriminatorios. No tiene pinta de que esto vaya a cambiar, teniendo en cuenta que tras los recientes comicios el país cuenta con un Parlamento profundamente nacionalista e islamista gracias a la mezcla de alianzas del AKP con partidos conservadores y de extrema derecha. Además, parte de la oposición, entre los que se encuentran los nacionalistas de Iyi Parti y los kemalistas del CHP, aún bajo el influjo de la herencia política del padre fundador Mustafá Kemal Atatürk, tienen integrado un fuerte sentimiento antikurdo y mantienen también una postura antiimigración, lo que pone en duda, a día de hoy, si son capaces de ofrecer a medio plazo una verdadera alternativa progresista que trabaje por la justicia social, la igualdad y la solidaridad. 

Todo esto no son buenas noticias para una Turquía que ya está muy polarizada sobre la división entre secularistas y religiosos, la élite occidentalizada y la masa conservadora, la cuestión kurda, los derechos LGTBI… Temas que aborda, por cierto, la serie Ethos, en Netflix, una producción que generó un acalorado debate entre la sociedad turca, removida por sus propios dilemas y fracturas. La diversidad étnica, religiosa o cultural del país continúa siendo percibida como algo indeseado, un talón de Aquiles; problematizando así una heterogeneidad —fruto de la historia y la geografía— que, en realidad, alberga grandes dosis de riqueza y oportunidad. Hoy, el panorama no es muy alentador para las minorías del país, ni para aquellos que defiende la coexistencia en la pluralidad, ni para todo aquel que no sea hombre, heterosexual, turco y suní.

Este es el actual escenario de la llamada Yeni Türkiye (Nueva Turquía), resultado de los 20 años de poder de Erdoğan, posiblemente la figura política más importante de la historia de la República junto con Atatürk. Un animal político que ha transformado el país a golpe de audaces maniobras, purgas, represión, polarización social… pero también de “fascinación”, porque no olvidemos que “media Turquía lo adora. Sincera y fervientemente. Erdoğan es uno de ellos”, así lo sostienen los autores de La democracia es un tranvía, un libro muy recomendable sobre el ascenso al poder del líder turco y las profundas transformaciones experimentadas por el país, cuyo título hace referencia a la famosa frase de Erdoğan en los 90: “la democracia es como un tranvía. Lo conduces hasta llegar a tu destino y luego te bajas”. Y, en efecto, el Presidente turco cuenta con un electorado leal hasta la médula, incluso para perdonarle lo que parecía imperdonable: por un lado, la desastrosa gestión del terremoto del pasado febrero, que ha dejado casi 50.000 víctimas mortales, destapado una corrupción rampante y en la que no se han depurado responsabilidades políticas; y, por otro, la mala salud de la economía, sustentada por una errática gestión económica y azotada por una altísima inflación. Hoy la tasa de personas en riesgo de pobreza y exclusión alcanza el 32%, según las autoridades turcas. 

El actual régimen unipersonal en el país aparece también reflejado en el distópico cortometraje The Last Schnitzel, una parodia política que retrata a una élite vinculada al erdoganismo, avariciosa y fiel, dispuesta a todo por mantener las cuotas de riqueza y protección que les proporciona su líder. La representación de un Gobierno turco que, aunque abandera defender los derechos de las clases populares, la cultura y valores del islam, en realidad, articula unas políticas en las que en el centro se hallan los intereses de la élite empresarial del país y de la burguesía con raíces en Anatolia. De hecho, la desigualdad ha crecido en los últimos 15 años, y el 10% más rico de la población posee el 54,5% de la riqueza mientras que el 50% de los ciudadanos que menos tienen se lleva solo el 12%, según el World Inequality Report de 2022. En definitiva, un sistema que se caracteriza, en palabras de los investigadores Ihsan Yilmaz y Galib Bashirov, por el “autoritarismo electoral como sistema electoral, el neopatrimonialismo como sistema económico, el populismo como estrategia política y el islamismo como ideología”. ¿Ha sido la democracia solo el medio de Erdoğan para alcanzar el poder? ¿Fue alguna vez su destino final?

Hoy, cuando la democracia parece una parada lejana en el futuro de Turquía, y aprovechando la celebración del centenario de la República, también puede ser útil echar un vistazo al pasado. Eso es lo que hace el revelador ensayo Why Turkey is Authoritarian: from Atatürk to Erdoğan, que explora la lógica que hay detrás de la persistencia del autoritarismo en el país. Esta obra gira el foco hacia los factores socioeconómicos, defendiendo que el principal elemento que sostiene el autoritarismo en Turquía es “la ideología de derechas” —tanto secular como islamista— que ha trabajado siempre para los intereses de los que más tienen, sacrificando los derechos y libertades, que nunca han sido una verdadera prioridad. A esto se le unen otros factores que han jugado un papel relevante: por un lado, una posición geográfica compleja en el escenario de la Guerra Fría, que perjudicó el desarrollo de la democracia y condujo a una fuerte represión de la izquierda, por otro, la incapacidad de la socialdemocracia turca de deshabilitar a la derecha autoritaria, conectar emocionalmente con las masas y construir una propuesta que concilie los derechos de los “marginados por cuestiones de clase con los oprimidos por su identidad, religión o género”. 

Por todo ello, la oposición se enfrenta al desafío de reinventarse y trabajar en la superación de las divisiones étnicas, religiosas y culturales. Así lo expresa también uno de los personajes de la interesante novela gráfica Turkish Kaleidoscope, en la cual Nuray, una activista de izquierdas, reflexiona sobre cómo una verdadera fuerza progresista debe estar al lado de los oprimidos, ojo, de todos, también de aquellos con valores religiosos o que pertenecen a minorías marginadas. Trabajar en el cambio social y en la conciliación, buscando un consenso en asuntos clave, desactivando así esas guerras culturales que de manera maestra azuzan las fuerzas de la derecha nacionalista e islamista turca.

La oposición, desmoralizada tras la reciente derrota electoral, tiene mucho trabajo por delante, aunque no demasiado tiempo. Por el momento, la prioridad del nuevo mandato de cinco años de Erdoğan está siendo estabilizar la maltrecha economía con el punto de mira puesto en las elecciones locales de marzo 2024. ¿El principal objetivo? Recuperar el control de las dos grandes ciudades, Ankara y Estambul, en manos actualmente del CHP. Más a medio plazo, está el deseo por parte del líder turco de crear una nueva Constitución “civil” para el país (la actual Carta Magna, de 1982, fue propiciada por la junta militar que dio un golpe de Estado en 1980, por lo que es especialmente restrictiva en cuanto a libertades). Aunque no se sabe mucho más de la propuesta, ya que aún no se conoce ningún borrador formal, implicaría el paso definitivo en la consolidación de la Nueva Turquía y del legado político de Erdoğan. 

En cuanto a la política exterior, no se esperan grandes virajes, aunque las cuestiones económicas serán centrales en la acción exterior debido a la precaria economía. La normalización de las relaciones con el régimen de Bachar al Assad, con el objetivo de repatriar a parte de los más de tres millones de refugiados sirios, será probablemente también una de las líneas de trabajo de la diplomacia turca. Con el nombramiento como Ministro de Exteriores de Hakan Fidan, el ex director de la agencia de inteligencia turca, un actor en la sombra que “ha transformado el nexo del ecosistema de inteligencia, seguridad y política exterior de Turquía”, según el experto de Chatham House Galip Dalay, podemos esperar una continuidad de la política exterior de los últimos años: más intervencionista que en el pasado, independiente, basada en equilibrios estratégicos entre Occidente, Rusia y China, y que busca afianzar su papel como potencia intermedia en el escenario global. 

Acerca de cuál podría ser la repercusión del deterioro democrático dentro de Turquía en su política exterior, parece evidente que un sistema político de un solo hombre, sin la existencia de facto de controles ni rendición de cuentas, implica mayores riesgos a todo los niveles, también en la acción exterior. Además, la falta de estado de Derecho, inevitablemente, daña la imagen de Turquía como destino atractivo para la inversión extranjera, que busca seguridad jurídica y estabilidad. Por último, surge la duda de si es posible una estabilidad a largo plazo en un lugar donde un líder polarizante gobierna apoyado en la mitad de la población mientras asfixia y reprime a la otra y, por consiguiente, cuáles podrían ser las consecuencias de una futura Turquía presa de la inestabilidad para Europa y el mundo.

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