Destellos de colaboración y conflicto entre dos mundos abocados a entenderse.

En septiembre de 2015, la pediatra y profesora de la Universidad Estatal de Michigan Mona Hanna-Attisha denunció en rueda de prensa que los niños de su ciudad, Flint, tenían un elevadísimo nivel de plomo en sangre. El metal, especialmente dañino para el sistema nervioso, lo habían bebido del grifo. Según sus datos, el agua estaba contaminada desde que dejaran de comprársela a Detroit, para extraerla de un río cercano. El “caso Flint” se convirtió en escándalo nacional, cuyas repercusiones aún se investigan. Hanna-Attisha, repentina heroína de la población, también fue blanco de múltiples críticas y presiones. Un destino habitual para los whistleblowers (literalmente, tocadores del silbato en inglés), el concepto anglosajón para quienes alertan sobre prácticas empresariales o de gestión pública potencialmente perniciosas.

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Fumigación de una plantación de soja en Argentina. Pablo Aharonian/AFP/Getty Images

Otro médico, Andrés Carrasco, presidía el principal organismo estatal de investigación de Argentina (CONICET) y dirigía el Laboratorio de Embriología de la Universidad de Buenos Aires,  cuando decidió investigar los numerosos casos de cáncer, leucemia y alergias en las regiones agrícolas del norte argentino. Tras publicar los efectos devastadores del herbicida glifosato –utilizado masivamente en la soja transgénica– sobre embriones de anfibios, se vio sometido a un acoso institucional y mediático que acabó con su dimisión. Carrasco falleció en 2014. Un año después la agencia IARC de la OMS calificó al glifosato como potencialmente carcinogénico, y el pasado 6 de agosto el Congreso estadounidense le cortó los fondos de 2 millones de dólares anuales.

Tanto el argentino como la estadounidense irrumpieron con sus investigaciones en el terreno de la “ciencia no hecha”. Se denomina así a los estudios que normalmente ni se ponen en marcha, porque sus resultados pueden amenazar los intereses de élites económicas y políticas que financian investigaciones y determinan sus líneas. Es el caso de las corporaciones que pagan a científicos para que avalen el discurso a favor de sus productos, como ha ocurrido repetidamente en el campo de la alimentación. La investigadora Gabrielle Hecht ha denominado a esos científicos “mercaderes de la duda”, porque su trabajo crea incertidumbre en la opinión pública. Así, en la especialidad de Hecht, la radiación de la minería, abundan los informes que niegan la relación entre esta y la enfermedad, en la mejor tradición de las industrias del tabaco o el amianto.

Un caso paradigmático se da en las minas de uranio de Níger y Namibia, explotadas respectivamente por la empresa francesa AREVA y la anglo-australiana Rio Tinto. Durante 20 años, sus mineros ignoraron los efectos del metal sobre su atmósfera, su agua y sus cuerpos. Hasta que, en 2002, el alarmante número de compañeros enfermos y muertos llevó al nigerino Almoustapha Alhacen a fundar una ONG y pedir ayuda al laboratorio francés CRIIRAD, especializado en radioactividad. Su director, el físico nuclear Bruno Chareyon, visitó la región y poco después el CRIIRAD emitía los primeros informes. Desde entonces, cuestionan con sus ...