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Celebración del cuarto aniversario de la revolución libia el 17 de febrero de 2015 en Trípoli. MAHMUD TURKIA/AFP/Getty Images

En un intento por proteger a la población civil y alcanzar la democracia, la mediación internacional en Libia se transformó en el derrocamiento del gobierno de Gadafi y en el descontrol de las milicias y bandas criminales. ¿Cuáles fueron los avances de la intervención militar de la OTAN en la guerra civil libia?

The Cauldron, NATO’s Campaign in Libya

Bob Weighilly / ForenceGaub

Hurst, 2018

El 17 de marzo de 2011, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 1973, impulsada por Estados Unidos, Francia y Reino Unido, que autorizaba la intervención militar en Libia. Su propósito era salvar las vidas de los manifestantes en favor de la democracia que estaban siendo víctimas de la represión del dictador libio Muamarel Gadafi.

Las protestas habían comenzado un mes antes en la ciudad libia de Al Baida y rápidamente se transformaron en lo que parecía toda una guerra civil. Gadafi, además de amenazar abiertamente la incipiente democracia en Túnez, donde el régimen autoritario de Ben Alí había caído derrocado dos meses antes, estaba dispuesto a cometer una auténtica carnicería en Bengasi, otra de las ciudades donde había empezado la revolución. Dos días después de la votación en la ONU, las tres principales potencias militares occidentales y otros países de la OTAN establecieron una zona de exclusión aérea en toda Libia e iniciaron una larga campaña militar.

Cuando la OTAN puso fin a su misión, el 31 de octubre, pocos días después de que muriera Gadafi, las autoridades estadounidenses, francesas y británicas se mostraron triunfantes. Ivo Daalder, entonces representante permanente de Estados Unidos ante la Alianza Atlántica, elogió la operación en Libia como “una intervención modelo. Sin poner un solo soldado estadounidense sobre el terreno, hemos alcanzado nuestros objetivos”. Los presidentes de EE UU y Francia, Barack Obama y Nicolás Sarkozy, y el primer ministro británico, David Cameron, parecían haber logrado el hattrick: promover la Primavera Árabe, evitar un genocidio como el de Ruanda y eliminar Libia como posible fuente de terrorismo.

Los autores de The Cauldron, NATO’s Campaign in Libya son RobWeighill, un general de división retirado que organizó la planificación de la intervención de la OTAN en Libia y dirigió las operaciones desde el mando conjunto en Nápoles; y Florence Gaub, subdirectora del Instituto de Estudios de Seguridad de la UE. Ambos señalan que, en teoría, “Libia tenía todos los ingredientes para iniciar un nuevo futuro político. Contaba con un gobierno de transición en activo, un Consejo Nacional de la Transición (CNT), una hoja de ruta política hacia la democracia, ingresos asegurados de las exportaciones de crudo y unas infraestructuras con daños manejables”. Sin embargo, la “intervención modelo” se transformó rápidamente en una pesadilla y dejó un vacío que alentó a las redes criminales internacionales, dedicadas al bandidaje y el tráfico de personas, a enviar a cientos de miles de migrantes a través del Mediterráneo hasta Italia. Miles de armas de los nutridos y modernos arsenales de Gadafi empezaron a circular por África y llegaron hasta Eritrea. Los grupos yihadistas se extendieron por el Sahel, lo cual generó una mayor presencia militar de Estados Unidos y Francia, que, a su vez, hizo más difícil solucionar los viejos conflictos económicos, sociales y étnicos en Níger, Malí, Burkina Faso y Nigeria.

Quienes defienden la intervención en Libia bajo los auspicios de la OTAN alegan que, en cuanto comenzaron los ataques aéreos, quedó claro que, si Gadafi sobrevivía y seguía gobernando el país, “castigaría” a los europeos y los estadounidenses por todos los medios posibles y crearía problemas en todo el norte de África. Por consiguiente, era necesario acabar con él. Pero eso no era lo que había votado Naciones Unidas y a Rusia y China no les gustó nada el desarrollo de los acontecimientos. Tampoco a Argelia, que tenía en juego intereses muy importantes. Pero la OTAN estaba decidida a mantener a los vecinos de Libia al margen. Todavía hoy, Argelia, actor estratégico fundamental en el noroeste de África, sigue desconfiando profundamente de los motivos de Francia y Estados Unidos para actuar en la región.

Los autores de The Cauldron señalan que “algunos Estados, como los Emiratos Árabes Unidos y Sudán, suministraron armas a las milicias libias en 2011 a pesar del embargo de armas”. Pero hablan poco de Qatar, que, según un informe sobre Libia que elaboró en 2015 el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes, suministró misiles anticarros franceses a las milicias islámicas de su preferencia y fuera de los “canales establecidos”. Ahora bien, la intervención de Qatar fue mucho más allá. Durante todo 2011, respaldó al partido islamista Ennahda del tunecino Rachid Ghanuchi y al efímero gobierno de Mohamed Morsi en Egipto. Los cataríes quedaron subsumidos bajo el paraguas de la OTAN, cuyo otro principal defecto fue la incapacidad de obligar a sus miembros europeos a cumplir con sus compromisos.

El libro da a entender que, al margen de las intenciones de los principales actores secundarios, la campaña de la OTAN contribuyó a “un entorno en el que el cambio de régimen se convirtió en la consecuencia natural de sus acciones y no su propósito”. Pero esto lleva a plantearse la pregunta de cuál era el objetivo inicial del gobierno de Obama y por qué, así como qué actores, aparte de Irak, influyeron en la decisión de la Casa Blanca. En cuanto a Francia, no podemos dejar de tener en cuenta las fuertes acusaciones contra Sarkozy y sus supuestos tratos económicos con el régimen de Gadafi, en ocasiones gracias a la mediación de los cataríes, y cuyo propósito era desviar fondos a su campaña presidencial de 2007. En el libro no hay mención de ello, ni tampoco del papel del autoproclamado intelectual francés Bernard-Henri Lévy, cuya afirmación de ser quien convenció a Sarkozy para que ayudase a los rebeldes libios por una cuestión de principios resulta bastante inverosímil.

Los autores destacan, con razón, la confusión que prevaleció durante todo 2011 sobre qué país estaba al cargo de qué cuestiones. Unos meses después de que terminara la guerra, Amnistía Internacional afirmó que las milicias libias estaban “fuera de control” y que actuaban con independencia del gobierno. Sin embargo, no analizan en ningún momento los motivos de los distintos miembros de la coalición, en qué se diferenciaban unos de otros ni qué efecto tuvieron sobre la campaña de la OTAN. Especialmente interesantes y prometedoras son las preguntas pendientes sobre los tratos económicos clandestinos de Gadafi con los miembros de la coalición y cómo influyeron en su deseo de intervenir. ¿Estaba Sarkozy tratando de enterrar las pruebas, por así decir? La descripción de los elementos militares de la campaña añade poco a lo que han escrito otros autores.

EthanChorin, antiguo diplomático estadounidense destinado en Libia en los primeros años de este siglo y autor de uno de los análisis más documentados sobre la revolución libia, dice que “el desastre no fue la decisión de intervenir, en sí, sino no valorar los puntos fuertes y débiles específicos de Libia y adaptar el plan en consecuencia”. La falta de voluntad de la OTAN suscitó violentas críticas de la izquierda, que aseguró que la intervención en Libia formaba parte de una conspiración para derrocar a los líderes de países soberanos simplemente porque no le gustan a Occidente. El libro tiene poco que decir al respecto.

“El error que cometieron muchos con respecto al conflicto libio”, dice Chorin, “fue suponer que el resultado sería binario: o un Estado fallido, o Gadafi a perpetuidad”, y además, decidir por el pueblo libio que lo segundo era mejor que lo primero. En realidad, había otros resultados posibles, pero dependían de que se tratara a Libia como algo más que un hecho secundario al lado de la Primavera Árabe en general. ¿Podría haberlo hecho mejor la OTAN? Los autores no dicen nada al respecto.

Otro error habitual, según Chorin, es considerar que la intervención de la OTAN no tuvo nada que ver con otras intervenciones de Occidente en Libia en años anteriores. Por ejemplo, un programa de reformas cuestionable, la insólita entrega de afganos de origen libio a Gadafi que derivó en interrogatorios y torturas y la falta de controles firmes sobre el comportamiento de Gadafi en el futuro. Hay que reconocer que The Cauldron refuta como es debido el revisionismo frecuente en los años posteriores a la intervención, la idea de que no era necesaria ninguna intervención en Bengasi porque las amenazas de Gadafi contra la ciudad eran puras bravuconadas.

Los errores de cálculo de Estados Unidos, Francia y Reino Unido se debieron, en gran parte, a que prácticamente nadie en Occidente supo prever la Primavera Árabe. Cuando estalló, el entusiasmo por la “democracia árabe” pudo más que cualquier análisis detallado de lo que podía suceder. Pocos habían examinado el pasado reciente de Argelia para extraer sus enseñanzas. Lo que parecía un rápido avance hacia la democracia después de los sangrientos disturbios de 1988 degeneró, en solo tres años, en una cruel guerra civil.

A finales del verano de 2011, la OTAN tenía ante sí una tarea nada envidiable. Con la deserción de un número cada vez mayor de altos cargos libios, se vieron con claridad los peligros inherentes a una posible caída del régimen, pero la coalición siguió resistiéndose a afrontar las consecuencias de una situación en la que las viejas cuentas entre grupos étnicos, facciones y tribus iban a arreglarse por la fuerza, con milicias descontroladas y armas a disposición de cualquiera. Para entonces, las autoridades francesas y británicas ya habían reconocido abiertamente la presencia de sus fuerzas especiales en el país, un reconocimiento que —dicen los autores con un magnífico eufemismo— “desautorizaba la versión de que no había soldados sobre el terreno”. Liam Fox, entonces ministro de Defensa de Gran Bretaña, confirmó que la OTAN estaba suministrando “agentes de información y reconocimiento al CNT para ayudarles a seguir la pista del coronel Gadafi y otros remanentes del régimen”.

De acuerdo con los autores, la prensa rusa y árabe reaccionó con incredulidad. Altos funcionarios tunecinos y argelinos se quedaron horrorizados. En septiembre, diversos materiales hallados en la residencia de Gadafi en Trípoli revelaron la “amplia cooperación que su régimen había mantenido especialmente con Reino Unido, Estados Unidos y Francia, incluido el intercambio de informaciones sobre disidentes libios en el extranjero y la insólita entrega de sospechosos de terrorismo”. A esas alturas, toda esta lamentable situación había socavado ya cualquier respeto que los habitantes del norte de África pudieran tener por la capacidad de pensamiento estratégico de Europa en la región.

The Cauldron es un relato apasionante de la intervención militar y ofrece varias explicaciones de por qué terminó en desastre. Sin embargo, lo que seguimos esperando es un libro que aborde las actitudes y las preferencias del pueblo libio respecto a la revolución y su cambio de rumbo y, en particular, el fenómeno del islamismo político, y que explique el verdadero papel de Qatar y Turquía en ese cambio de orientación, que convirtió una revuelta popular en una campaña para implantar el islam político en Libia. Este libro no parece interesarse por la actitud de las autoridades de los países vecinos ante la intervención de la OTAN. Quizá no era su objetivo. La campaña de la Alianza fomentó las teorías de la conspiración en toda la región. La OTAN tuvo un papel decisivo en una guerra que, como la de Afganistán, estaba fuera de su ámbito geográfico tradicional, y en una zona sobre la que sabía muy poco. Es necesario comprender mejor los matices del fracaso libio para poder construir un futuro más estable en el Mediterráneo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia