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Antena de televisión instalada con energía solar en una aldea de Takpapieni, Togo. (PIUS UTOMI EKPEI/AFP via Getty Images)

¿Cuáles son los retos de la cooperación descentralizada?

Uno de los efectos de la crisis económica fue el coma profundo de la cooperación. De los casi cuatro mil millones de ayuda al desarrollo que aportaba AECID, se pasó a menos de mil setecientos en 2017, con una leve recuperación posterior. Y casi nadie dijo nada. No me entendáis mal, los sospechosos habituales se quejaron, las ONG pusieron el grito en el cielo y se escribieron algunas columnas en blogs periféricos de publicaciones progresistas. Pero en términos generales, a nadie pareció importarle que el Gobierno aniquilase la solidaridad pública. Al mismo tiempo, la cooperación descentralizada, la desembolsada desde entidades regionales y locales, tuvo un desempeño desigual a lo largo de la crisis, empujada especialmente por algunas comunidades autónomas con un arraigado discurso histórico. Tras este recorte de fondos subyace además un cuestionamiento del propio sistema y, tras la irrupción de Vox y su influencia determinante en ciertos gobiernos regionales, este argumento ha atacado a la base de flotación de la cooperación descentralizada cristalizado en el mantra: hay que acabar con los chiringuitos.

El discurso del chiringuito ha calado en una parte sustancial de la población muy proclive ya a concebir al Estado como una maquinaria ineficiente y clientelar que trabaja para sí mismo. Para sostener esta posición ideológica, la razón ha vuelto a hacer de jefe de prensa de las emociones y ha construido un argumentario que establece que las ONG son ineficientes, responden a los intereses ideológico/políticos de los gobernantes y que solo sirven para generar redes clientelares de apoyo y, con este, ha intentado arrastrar a todo el modelo de la ayuda de las entidades regionales y locales.

 

En busca del valor: construyendo una narrativa en clave global-local

Para poder analizar el valor del modelo de cooperación descentralizada, primero hay que entenderlo. Aitor Pérez, investigador del Real Instituto Elcano, sostiene que el caso español es único. No existe en la OCDE un país cuya cooperación esté tan descentralizada y en el que intervengan tantos actores. Más de un 20% de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) española proviene de estas fuentes y, además, es mayoritariamente canalizado a través de organizaciones de la sociedad civil, con todo lo que esto implica. Destacaba en la apertura de las jornadas José Antonio Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la Complutense, que la cooperación descentralizada no ha sabido crear un discurso propio separado de la centralizada. Bien al contrario, se suele aducir recurrentemente al sindiós que supone este sistema y a la inexistencia de mecanismos que doten de una coherencia a la cooperación española y a la multitud de actores que en ella intervienen. Pero, ¿y si es ese uno de los verdaderos valores de la cooperación descentralizada? ¿Y si su verdadero rol radica en vincular las inquietudes locales con otras realidades fuera de nuestras fronteras para generar vínculos entre dos mundos que se conectan momentáneamente a través de las organizaciones de la sociedad civil?

Uno apoya aquello con lo que empatiza. Es la máxima del marketing social. No es casualidad que las donaciones privadas se encaminen permanentemente a aquellos temas que nos tocan de cerca: infancia, enfermedades y, en los últimos años, género. La gente se acerca a aquellos temas con los que encuentra un vínculo claro. Pero también aquello a que le conecta ideológicamente. Y esto es hacer política. No nos engañemos, por mucho que esto quede en segundo plano, la mayoría de las intervenciones en cooperación tienen un trasfondo político. Trabajar contra el hambre en Guatemala es enfrentar un sistema injusto de reparto de la tierra. Apoyar a las organizaciones de mujeres para reducir la violencia de género en Colombia es luchar contra un sistema patriarcal que inflige un precio brutal a las mujeres, apoyar a comunidades indígenas en Perú, es desafiar una cultura económica predominante que quiere fagocitarlos. Y son esos caminos, quizá menos trillados, por los que la cooperación descentralizada transita. Canarias ha generado un vínculo tremendo con el pueblo saharaui y nadie en las islas pone en duda el apoyo a su lucha. El País Vasco tiene vínculos sólidos con los movimientos campesinos y cooperativistas de América Latina y tanto el País Vasco como Cataluña han generado una red de apoyo a defensores de derechos humanos que han tendido permanentemente puentes entre distintas regiones del planeta. Estas líneas de trabajo no son casuales: representan un posicionamiento de las organizaciones más activas de la sociedad civil en estas regiones, un apoyo institucional al proceso y un trasfondo ideológico que, de mayor o menor manera, los une a todos ellos. Y lo que es más importante genera una sensación de unidad entre colectivos de la sociedad civil que, de no ser por esto, difícilmente se unirían.

 

La coherencia en la diversidad

Pero es que además la cooperación descentralizada puede abrir esas puertas laterales que difícilmente puede apoyar la cooperación española, basada en un modelo más vinculado a la Acción Exterior que le impide llegar a algunos temas y lugares donde otros sí pueden. Por eso uno de los retos de la coherencia de políticas en lo que atañe a cooperación descentralizada y centralizada no es tanto cómo homogeneizar y coordinar trabajos buscando sinergias, sino como gobernar un sistema tan diverso que te permite mantener una posición institucional al mismo tiempo que trabajar en ámbitos mucho más delicados (y muchas veces más necesarios) usando los fondos de la cooperación descentralizada y los vínculos que se generan entre organizaciones de la sociedad civil de los países emisores y receptores. La pregunta es cómo estructurar, gobernar y maximizar este modelo para que, no solo propicie esos espacios de trabajo, sino que estos sirvan para generar y fortalecer la sociedad civil de ambos países, movilice activamente a las personas para que defienda el uso de recursos públicos para estos fines, y se consoliden vínculos empáticos que garanticen colaboraciones y aprendizajes a largo plazo.

Y esto pasa también por salir y trascender a esos sospechosos habituales de los que hablamos. Es necesario utilizar el mismo criterio de generación de empatía para con otros actores que operan en el territorio y que tienen que encontrar incentivos económicos, pero sobre todo morales y empáticos, para involucrarse en la cooperación. Sí, queremos que Mondragón promueva el cooperativismo, que el Instituto Tecnológico de Canarias se involucre en mejorar la electrificación rural en África y que el sector conservero navarro colabore con sus pares en Centroamérica. Y para ello hay que crear instrumentos que transformen ese roce del día a día en iniciativas tangibles que vinculen a actores que pueden verse como iguales y cuyo potencial de colaboración puede aportar un valor inmenso al sistema de la cooperación.

Pero todo esto exige asumir riesgos: financieros, generando instrumentos que permitan a estos actores innovar y asomarse a mundos desconocidos para ellos; técnicos, acercando perfiles diversos que puedan generar nuevas formas de crear alianzas y políticos, en una apuesta decidida por defender una posición que haga de la justicia social (más allá de la solidaridad y la cooperación) una agenda local universalizable. Ante esta situación, Paul Ortega, director de la Agenda Vasca de Cooperación, cerraba su intervención retando a las distintas agencias y departamentos de cooperación a dar un paso adelante en el camino a asumir estos riesgos; Marlène Siméon, directora de Platforma, lo extendía a todas las organizaciones a través de la gestión de alianzas entre actores diversos. Dos desafíos clave para generar ese valor tan necesario de la cooperación descentralizada. Dos retos para los que tenemos que estar a la altura. Todos.

 

Jornadas de Cooperación Descentralizada para el Desarrollo, celebradas en Bilbao, el 19-20 febrero de 2020.