Al_Qaeda_1200x400
Un soldado somalí apunta con una pistola a un póster con el retrato de Ayman al Zawahiri, líder de Al Qaeda, en una protesta contra la franquicia yihadista Al Shabab en Mogadiscio. (Abdifitah Hashi Nor/AFP/Getty Images)

La red terrorista ha podido dar la falsa imagen de que estaba en las últimas, pero los datos y las informaciones sobre el yihadismo global apuntan a que no es así.

El guión habitual en estos casos establece que para que alguien pueda resucitar primero tiene que haber muerto. Y cuando el asunto se plantea en relación con Al Qaeda lo inmediato es constatar que, más allá del coyuntural ostracismo mediático con respecto a la red terrorista de referencia durante las últimas décadas, el entramado yihadista puesto en marcha en su día por Osama bin Laden nunca ha dejado de estar operativo. Es cierto que, a la sombra de un Daesh que en estos últimos tres años ha acaparado la atención tanto de los medios de comunicación como de los responsables políticos de muchos gobiernos, Al Qaeda ha podido dar la falsa imagen de que había sido eliminada o al menos de que sus mejores tiempos habían pasado irremediablemente. Pero, más allá de los titulares, también es posible rastrear su creciente actividad tanto en lo que corresponde a su núcleo central como a las diferentes franquicias que ha ido construyendo en diferentes regiones del planeta.

Obviamente, no es fácil establecer un juicio preciso en una materia en la que las sombras dominan sobre las luces y en la que son pocas las certezas sobre las verdaderas capacidades y planes de unas entidades que no acostumbran a difundir abiertamente sus interioridades. Una realidad que deriva en que tanto los estrategas de salón como los amantes del morbo violento dejen volar su imaginación, necesitados ambos de rellenar el aparente hueco dejado por Daesh con otro tanto o más apocalíptico. Aun así, en la nebulosa que solemos definir como terrorismo yihadista es posible atisbar con cierta precisión dónde estamos y hacia dónde puede derivar ese movimiento global.

 

“Daesh no ha muerto”

Así es. Solo para quienes se dejan llevar por un movimiento pendular que prefiere optar por los extremos resulta concluyente que desde el 28 de septiembre del pasado año no haya imágenes públicas de Abubaker al Bagdadi y que, por el contrario, en lo que va de año Al Qaeda haya difundido hasta seis discursos de Ayman al Zawahiri. Quienes concluyan que eso significa la derrota definitiva de Daesh y el regreso a la escena de Al Qaeda cometen un claro error.

Por un lado, conviene no confundir el desmantelamiento del pseudocalifato proclamado por Al Bagdadi en Mosul con el final de su peripecia violenta. Desde su instauración en junio de 2014 ya era previsible que —como había ocurrido anteriormente con entidades similares creadas por Boko Haram en el norte de Nigeria, por Muyao y Ansar Dine en el Azawad maliense o por Al Shabaab en Somalia— sus días estuvieran contados. Bastaba con entender que en ninguno de esos casos los grupos promotores disponían de medios suficientes para soportar la presión de coaliciones militares internacionales mucho más poderosas y que, por tanto, solo era cuestión de tiempo que terminaran por colapsar. Pero, echando mano precisamente de esos mismos precedentes —con el añadido de la propia Al Qaeda, aliada con el régimen talibán afgano en la segunda mitad de la última década del pasado siglo— también resultaba inmediato entender que el recorrido de esos grupos iba más allá del corto periodo en el que fueran capaces de controlar físicamente un determinado territorio.

Y así, en un camino de vuelta para recuperar un perfil netamente insurgente, Daesh cuenta hoy con una notable experiencia de combate contra enemigos mucho más potentes, con Estados Unidos a la cabeza, y con una amplia experiencia sobre el mejor modo de aprovechar el vacío de poder, el descontrol y el malestar social, político y económico de muchos individuos para los que la violencia se muestra como una opción atractiva. Si a eso se une la contrastada inoperancia de las fuerzas armadas y de seguridad de la zona, la falta de voluntad de los gobiernos locales para atender a la mejora del bienestar y la seguridad de sus propias poblaciones, el interés de actores regionales por seguir alimentando la violencia por medio de actores interpuestos y la previsible reducción del esfuerzo realizado en estos pasados años por actores externos como EE UU -cada vez más reacios a implicarse directamente en Oriente Medio-, lo que resulta es un panorama en el que Daesh entiende que sigue teniendo opciones claras de permanencia.

 

“Al Qaeda va a su ritmo”

Al_Qaeda_defensores
Protalibanes con un retrato de Osama bin Laden en Quetta, Afganistán. Banaras Khan/AFP/Getty Images

Sí. Y es precisamente Daesh y la propia experiencia acumulada desde su creación en 1988 lo que le ha servido a Al Zawahiri para ir afinando su estrategia en estos últimos años. Convencidos de que no hay atajos para lograr su objetivo maximalista de instaurar un califato que incluya al menos a todo el mundo de identidad musulmana y ante los errores cometidos por Daesh, Al Qaeda se afana ahora en ensayar nuevas vías.

De acuerdo con las Directrices Generales para la Yihad, sancionadas por Al Zawahiri en septiembre de 2013, ese giro se concreta en una preferencia por concentrarse en ganar las mentes y corazones de las comunidades locales, aprovechando la desatención de los gobiernos locales y occidentales a las demandas de poblaciones que se sienten abandonadas y maltratadas y, asimismo, presentarse como el verdadero defensor de la identidad islámica suní. Todo ello en un tono comparativamente más moderado que el que presenta Daesh, lo que se traduce en no atacar directa e indiscriminadamente a la población civil o no realizar actos violentos en lugares de culto. Eso no quiere decir en ningún caso que Al Qaeda haya abandonado las acciones violentas, con preferencia contra el llamado enemigo lejano (Occidente en términos generales), sino que ya no pretende a corto plazo derrocar gobiernos locales o controlar físicamente territorios. En términos operativos, Al Zawahiri ha optado de manera clara por aumentar la descentralización de la organización, con la intención de asegurar así su supervivencia y permitir una mayor autonomía operativa a las diferentes franquicias que la integran.

 

“Las franquicias tiene un efecto multiplicador”

Exacto. Al Qaeda es mucho más que su núcleo central. Entre sus franquicias es Jabat Fatah al Sham (JFS), componente principal de Hayat Tahrir al Sham (HTS) y muy activa en Siria y especialmente en la provincia de Idlib, la que más destaca. A pesar de que a principios de 2017 la propia Al Qaeda decidió desentenderse de su franquicia en ese país, conocida entonces como Jabat al Nusra, en la práctica debe entenderse que tanto JFS como la totalidad del grupo HTS, al que se han incorporado combatientes de otras entidades yihadistas, es en la práctica una criatura de Al Qaeda en Siria. Con una capacidad que algunas fuentes elevan hasta los 20.000 efectivos, este grupo ha mostrado a lo largo de los más de siete años del conflicto sirio una notable capacidad de combate, no solo contra las fuerzas del régimen y sus aliados sino también contra las de Daesh, en lo que cabe entender como un capítulo más de la competencia por el yihadismo global en el que ambas entidades están enfrascadas.

En ese mismo listado hay que incluir a Al Qaeda en la Península Arábiga, liderada por Qasim al Raymi y con no menos de 4.000 efectivos, que ha sufrido notables altibajos tras haber sido forzada a abandonar territorio saudí después del 11-S, pero que se ha convertido en una pieza importante en el entramado violento que hoy caracteriza a Yemen, no solo enfrentándose a los componentes de Daesh en ese mismo país sino también con aspiraciones de golpear a actores externos como EE UU, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. A esta hay que añadir tanto Al Qaeda en el Magreb Islámico como Al Shabaab, con unos 7.000 efectivos muy activos en Somalia, y más recientemente a Al Qaeda en el Subcontinente Indio, creada en 2014 y con unos 1.200 efectivos liderados por Asim Umar, con pretensiones de cubrir un área tan extensa como Afganistán, Bangladesh, India y Pakistán. El listado no termina ahí, dado que también son evidentes los vínculos (aunque no del mismo tipo orgánico que los existentes con la entidades mencionadas hasta aquí) con Ahrar al Sham (Siria), los talibán afganos (con la red Haqani en primera línea), Tehreek-e-Taliban Pakistan y asimismo, desde el pasado año, con Jamaat Nusrat al Islam wal Muslimeen, resultado de la fusión de cinco grupos yihadistas activos en distintos países del Sahel africano.

 

“Al Qaeda tiene futuro”

Desgraciadamente así lo ha demostrado a lo largo de estas últimas décadas, superando ya hasta cuatro momentáneos apagones —invasión estadounidense de Afganistán (2001), surge militar en el Irak ocupado por tropas estadounidenses (2006), eliminación de Bin Laden (2011), a la que cabe sumar las de Anwar al Awlaki y Abu Yahya al Libi (2012), y emergencia de Daesh (2014).

Es cierto que Al Qaeda ha cosechado hasta hoy un rotundo fracaso, dado que, como demostró la llamada Primavera Árabe, no ha logrado en ningún caso que las masas populares se hayan alineado con sus propuestas. Igualmente es obvio que ha perdido apoyo popular y ha sido duramente golpeado por Washington y sus aliados. Pero también es cierto que tanto en sus feudos centrales como en muchos otros lugares dentro del mundo árabo-musulmán juega claramente a su favor la persistencia de un considerable caldo de cultivo que facilita su actividad. Hablamos de poblaciones no solo desatendidas por sus propios gobernantes, sino expuestas directamente a su corrupta y depredadora conducta. Esa situación, que incluye en muchos casos la pérdida del monopolio de la violencia, la violación arbitraria y frecuente de sus derechos más elementales, la desaparición del Estado en muchas partes de sus propios territorios y la miseria generalizada de sus pobladores, hace que todavía haya muchos dispuestos a ver a Al Qaeda como un remedo de aparato estatal y hasta como un actor justiciero en aparente defensa de los más desfavorecidos.

Por otra parte, el actual debilitamiento de Daesh y el persistente cortoplacismo que lleva tanto a las potencias globales como a las regionales implicadas en una prolongada lucha por la hegemonía, empleando actores interpuestos poco recomendables, hace prever que se produzca de inmediato una reducción en los enfoques securitarios y militaristas ya habituales en estas regiones. Vistas en su conjunto, esas dinámicas —que solo se centran en los síntomas más visibles del problema, dejando para un futuro indeterminado la atención a las causas estructurales que los originan y explican— constituyen desgraciadamente atractivos banderines de enganche de los que Al Qaeda se sirve para perseverar en su empeño.

Y como también ha aprendido mucho sobre el valor de los signos y las imágenes mediáticas para atraer a nuevos correligionarios y simpatizantes, ahora une a su esfuerzo una nueva cara: Hamza bin Laden. Así, el decimoquinto hijo del carismático líder de Al Qaeda es presentado hoy, a sus 28 años, como una alternativa para acabar liderando algún día la organización. Todo ello mientras no cesa el runrún de un posible regreso a casa de un Daesh que, en realidad, no deja de ser un hijo rebelde de la familia. En todo caso, aunque la fusión entre ambas entidades no debe descartarse en modo alguno, dado que es mucho más lo que comparten ideológicamente que lo que los separa, resulta muy problemática mientras sean Ayman al Zawahiri y Abubaker al Bagdadi sus líderes respectivos. A fin de cuentas, el segundo de ellos ha construido su liderazgo principalmente como una alternativa al primero, al que ha retratado como incapaz para liderar la organización. Dicho en términos más crudos, solo la desaparición de ambos, o de al menos uno de ellos, podría facilitar el reencuentro entre quienes siguen metidos en la ensoñación delirante de un mundo regido por su inquietante visión.