Las claves para entender el desafío que supone la actividad del grupo yihadista en el continente.

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El familiar de una víctima de un ataque terrorista llora en el funeral, península del Sinaí, Egipto, 2020. Mahmoud Abdo/picture alliance via Getty Images

El pasado 21 de julio quedará grabado en la memoria de los habitantes de alrededor de Bir el Abd, una pequeña ciudaden el norte de la península egipcia de Sinaí, como uno de sus días más oscuros. En una demostración de fuerza sin precedentes en la zona, militantes de la rama local del autoproclamado Estado Islámico o Daesh, la llamada Provincia del Sinaí, lanzaron un repentino ataque contra un destacado campamento militar, seguido de un coordinado y exitoso asalto a cuatro pequeñas localidades cercanas que quedaron bajo su control en pocas horas, forzando muchos locales a huir. Al final del día, la temida bandera negra del grupo había sustituido la bandera egipcia en las plazas centrales.

La embestida del Estado Islámico en Bir el Abd fue su mayor ataque perpetrado hasta la fecha en la zona, que yace a solo 65 kilómetros del estratégico y blindado Canal de Suez, y representó toda una exhibición de capacidades, al lograr controlar territorio egipcio, algo que no se escuchaba desde 2015. Pero lejos de tratarse de un episodio aislado, el asalto se enmarca en la frenética actividad en Egipto del grupo extremista, que en 2019 fue la filial de Daesh en África que más golpeó un solo país. Un nuevo y crudo reflejo de hasta qué punto esta organización global depende cada vez en mayor medida de sus ramas en este continente.

 

Red de ‘provincias’

Cuando los últimos miembros del Estado Islámico fueron expulsados de la localidad siria de Baghouz en marzo de 2019, el autoproclamado califato fue declarado derrotado con gran pompa por el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Desde entonces, sin embargo, es en el tablero africano donde resulta más evidente que, pese a la necesidad de reinventarse tras sus enormes pérdidasen Siria e Irak, la organización continúa bien activa y con altas capacidades.

En África, Daesh cuenta con tres filiales, a las que se refiere como provincias, particularmente poderosas. Estas incluyen la Provincia de África Occidental, que actúa en varios países del oeste del continente, la Provincia de África Central, activa en Congo y Mozambique, y la Provincia del Sinaí, en el norte de esta península.

La Provincia del Sinaí surgió como tal en 2014 después de que otra organización yihadista del norte de la península, Ansar Bayt al Maqdis, jurara lealtad al Estado Islámico. En 2019, el grupo llevó a cabo unos 160 ataques, la mayoría de ellos contra el Ejército y la policía, lo que le sitúa como la segunda filial del Estado Islámico más activa en el continente y deja a Egipto como el país más azotado, según una investigación publicada por el Combating Terrorism Center en agosto. La mayoría de sus acciones, que han tenido un impacto generalmente bajo, se concentran en el noreste del Sinaí, donde la presencia del grupo es más sólida, aunque cada vez se registran con mayor frecuencia alrededor de Bir el Abd, hacia el oeste de la península.

El Presidente de Egipto, Abdel Fatah al Sisi, ha reiterado en múltiples ocasiones su voluntad de aplastar “las esperanzas maliciosas y las almas traicioneras” del grupo con un “Ejército fuerte” y “la ayuda de Dios”. Una fórmula que, por ahora, no da resultados.

Pese a ser la Provincia del Sinaí la filial más activa del continente en un único país, la más poderosa es la Provincia de África Occidental, que se formó como tal en 2015 cuando Boko Haram juró lealtad a Daesh. Desde marzo de 2019, esta rama engloba también lo que hasta entonces era la Provincia del Gran Sahara, de modo que, pese a operar nominalmente como un solo grupo, su área de operaciones, que son las más mortíferas del continente, se centra en dos focos geográficos separados del Sahel central. Estos incluyen, por un lado, la zona del lago Chad donde se encuentran Níger, Nigeria, Chad y Camerún, y, por otro lado, el área que abarca el sureste de Malí, el oeste de Níger y el noreste de Burkina Faso. El año pasado, esta provincia reivindicó unos 186 ataques, en su mayoría contra militares locales y más esporádicamente contra cristianos, lo que representa el 41% del total de asaltos del Estado Islámico en África.

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Los soldados nigerianos recuperan un vehículo de Boko Haram. AUDU MARTE/AFP via Getty Images

Las actividades y capacidades de Daesh en esta región, que se suman a las de una rama local de Al Qaeda más poderosa, son las que generan mayor preocupación. El pasado 1 de octubre, el Secretario de Defensa de Estados Unidos, Mark Esper, estuvo de visita en Argelia –la primera de un Secretario de Defensa desde 2006–  para abordar, en parte, la situación en el Sahel, donde ambos países se han mostrado preocupados por la presencia de grupos yihadistas. A principios de año, fueron Francia y el G5 Sahel (Níger, Malí, Burkina Faso, Chad y Mauritania) que acordaron aumentar sus esfuerzos en la lucha contra el Estado Islámico en el Gran Sahara tras una cumbre en la ciudad de Pau, al término de la cual el Presidente francés, Emmanuel Macron, aseguró que “no tenemos opción. Necesitamos resultados”. Unos días antes, había sido el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, quien había admitido que “el creciente deterioro de la seguridad en Malí y la zona de Sahel es alarmante”.

Las investigadoras Eleanor Beevor y Flore Berger señalan en un análisis del International Institute for Strategic Studies (IISS) de junio que la mayor amenaza en la región pasa porque las provincias de África Occidental y del Gran Sahara lleguen a unir efectivamente sus frentes en Nigeria o avancen hacia el sur hacia al golfo de Guinea.

La tercera filial destacada de Daesh en el continente, la Provincia de África Central, solo fue reconocidacomo tal a mediados de 2019. Como la última, esta también se compone de dos facciones unidas casi solo nominalmente que operan, por un lado, en el este del Congo, y, por el otro, en el norte de Mozambique, y apareció en su forma actual después de que grupos locales en ambas zonas hubieran jurado lealtad al Estado Islámico. Desde su aparición y hasta diciembre del año pasado, esta rama reivindicó unos 37 ataques, la mayoría de ellos contra militares, pero también contra blancos cristianos. Y aunque el número de asaltos que ha llevado a cabo es mucho menor que el de las dos anteriores, su amenaza se está empezando a consolidar ahora.

Uno de los avisos más inquietantes de sus crecientes capacidades tuvo lugar en agosto, cuando el grupo se hizo con el control de un estratégico puerto en el norte de Mozambique tras días de enfrentamientos con el Ejército nacional. Con rostro de preocupación, el ministro de Defensa del país, Jaime Neto, reaccionó a la toma de la infraestructura señalando que el Estado y el pueblo mozambiqueños se encuentran “bajo la agresión de un grupo de terroristas” y anticipó que tomarían “todas las medidas necesarias” para evitar que los militantes “crezcan o se extiendan hacia otras regiones”.

Más allá de estos tres grupos, la presencia del Estado Islámico también se extiende por otras zonas de África, entre las que destacan la Provincia de Somalia, que está activa sobre todo en el extremo norte de ese país y en su capital, Mogadiscio, así como las de Libia, Argelia y sus miembros –que no son reconocidos como provincia– en Túnez.

En cuanto a la relación que Daesh mantiene con otros grupos yihadistas, sobre todo en la órbita de Al Qaeda, la situación en África no es distinta a la de otras partes del globo y está marcada por la confrontación. Hasta mediados de 2020, la región del Sahel era la única en la que ambos grupos habían evitado enfrentarse, dando lugar a la excepción del Sahel. Pero esta anomalía, que fue posible por el rol más conciliador de algunos líderes de Al Qaeda del Magreb Islámico, dio paso al enfrentamiento en abril, sobre todo por el intento de los últimos de evitar que el Estado Islámico siga creciendo.

 

Futuro negro

Pese a que el acercamiento de la comunidad internacional al creciente desafío que supone Daesh en África ha sido eminentemente en el ámbito de la seguridad, como muestran los discursos de Esper o Macron, sus raíces son reconocidamente más profundas.

En un análisis publicado por el Center for Global Policy en mayo, el investigador para asuntos africanos de la Fundación Jamestown Jacob Zenn nota que los Estados africanos tienen que reconocer que los dos principales componentes de las provincias del Daesh en África Occidental y África Central surgieron de grupos etnolingüísticos minoritarios que tienden a estar lejos de las capitales del país y que están marginados política, económica y culturalmente. Una situación similar se produce también en el caso de la Provincia del Sinaí, aunque allí no habite una comunidad etnolingüística diferente a la del resto del país. Además, Zenn apunta que estos grupos tienen allegados más allá de las fronteras nacionales, con los que pueden identificarse más que con sus compatriotas, y que estos mismos han recibido influencia teológica de grupos apolíticos wahabitas y puritanos que han perturbado su armonía religiosa.

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Marcas de bala tras un ataque terrorista en Mogadiscio, Somalia. Anadolu Agency via Getty Image

Pese a este carácter marcadamente local de las motivaciones de estos grupos, estos también cuentan en sus rangos con combatientes extranjeros, que en su mayoría proceden de países vecinos y llegan en grupos pequeños, a diferencia de lo ocurrido en Irak y Siria. Además, la creciente atención que el Estado Islámico está dedicando a sus filiales en África, la escalada de tensión con grupos rivales como Al Qaeda y la pandemia forma una peligrosa combinación que podría aumentar este flujo hacia África subsahariana.

En esta línea, el periodista Wassim Nasr señala en otro artículo del Center for Global Policy que si bien los Estados del G5 del Sahel están basando sus acciones en el plano militar, estos están tomando menos precauciones con respecto a los abusos de derechos humanos cometidos por milicias armadas por los gobiernos. Una situación que, según Nasr, facilita el reclutamiento de miembros locales por parte de Daesh y su expansión territorial. “Sin respuestas adecuadas a las quejas populares a nivel social, político y económico, la violencia prevalecerá”, vaticina el periodista.

En este contexto, las crisis desatadas por la pandemia de la COVID-19 se suman a otras de ya existentes en algunas partes del continente, como la inseguridad alimentaria o los efectos del cambio climático, agravando todavía más la situación y ofreciendo a grupos como el Estado Islámico nuevas oportunidades para explotarla. Por el momento, aún es demasiado pronto para determinar el alcance de la crisis y hasta qué punto podrían llegar a beneficiarse. Pero aprovechar la reorganización de prioridades de unos Estados más distraídos y superados, así como las consecuencias que la pandemia conlleva en el plano humanitario y de cooperación internacional, son algunas de las posibilidades. En este sentido, Daesh ya ha llamado a sacar partido de la expansión del virus, y un dato alarmante en esta dirección es que, entre marzo y mayo, los eventos de violencia extremista registrados en África subsahariana se dispararon un 28,5%.

Conscientes de ello, el comandante del Mando África de Estados Unidos (AFRICOM), el general mayor Dagvin Anderson, señaló en agosto que hacer frente al dinamismo y la flexibilidad que exhiben estos grupos en contextos de crisis pasa no solo por los esfuerzos militares sino también por el desarrollo económico y otras fórmulas que permitan aliviar el estrés al que la pandemia está sometiendo a los gobiernos de la región.