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Policía paramilitar china en la frontera entre Rusia y China. (STR/AFP via Getty Images)

El libro de viajes Mirrorlands, del antropólogo Ed Pulford, resigue la frontera entre China y Rusia para explicar su pasado entre el amor y el odio, la relación entre sus gentes y cómo se han influenciado entre ellos ambos imperios.

Mirrorlands, Russia, China, and Journeys in Between

Ed Pulford

Hurst, 2019

Cuando leemos noticias sobre China y Rusia, la acción suele centrarse en sus capitales. Es normal: son los centros de poder donde los poderosos presidentes Xi Jinping y Vladímir Putin suelen darse la mano, cosa que sirve para reforzar la imagen de que Pekín y Moscú están más unidos que nunca. Pero lejos de ambas capitales -especialmente de Moscú- ambas naciones se encuentran, no de manera simbólica, sino real. En el extremo de Siberia y al norte de Manchuria estos dos enormes estados comparten una larga frontera, que sirve de termómetro para medir las relaciones entre sus ciudadanos y economías más allá de la política de las altas esferas.

El libro de viajes Mirrorlands: Russia, China and journeys in between es un recorrido por toda esta región. El autor, Ed Pulford, no es ni un periodista ni un escritor, sino un antropólogo y lingüista que conoce bien ambas realidades. Formado tanto en Rusia como en China -países de los que domina el idioma-, su método de narración no es tanto la reflexión o la búsqueda de lo noticioso, sino una observación de lo cotidiano aliñada con sus conocimientos de antropología. 

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Un hombre en la Catedral de Santa Sofía, antigua iglesia ortodoxa rusa, en Harbin, en la provincia de Heilongjiang al noreste de China. (FREDERIC J. BROWN/AFP via Getty Images)

Mirrorlands es una lectura agradable, sólida y con un objetivo original, aunque quizás le haría falta más tensión narrativa y una selección más cuidada de los detalles y anécdotas que va narrando. La sensación es que el autor va explicando todo lo que ve sin cribar, lo que genera dispersión y perjudica la unidad del libro.

Pese a estos detalles, la idea central de la obra está clara: comparar China y Rusia a través de lo físico y de lo simbólico. La primera parte se cumple a través del viaje del autor por las ciudades de ambos lados de la frontera -y que a muchos sonarán desconocidas-. Nombres como Manzhouli, Heihe, Blagoveshchensk o Khabarovsk llenan estas páginas y nos muestran cómo la nación vecina influencia la vida en estas ciudades fronterizas. Durante la obra, Pulford habla con multitud de turistas, vecinos, comerciantes o jubilados, que sirven para entender un poco más como se autoperciben ambas poblaciones -y también como ven al vecino-.

En el caso ruso, una sensación constante es que los habitantes de esta zona más oriental de Siberia no sienten una vinculación demasiado fuerte con Moscú y el gobierno central. Eso no significa que no se sientan rusos, sino que reina un escepticismo generalizado sobre el rumbo actual del país, decidido en una urbe a muchísimos kilómetros de distancia. Además, bastantes rusos que viven allí tienen facciones más asiáticas que eslavas, por lo que se crea una distancia “racial” por el trato diferencial que reciben. En múltiples ocasiones sienten que no son tratados como “auténticos” rusos.

En el caso de la percepción de los rusos hacia China, se observan dos caras: por un lado, hay una admiración general hacia el desarrollo del vecino, pero, a la vez, existe cierto miedo al desequilibrio demográfico entre ambas fronteras -estando la parte siberiana casi despoblada-. Pulford ve como poco realista este temor: intentar controlar ese inmenso territorio sería un enorme dolor de cabeza para Pekín, incluso si el proceso fuera indirecto mediante el envío de población allí. La situación actual es mucho más ventajosa: China puede beneficiarse de los recursos de esa región mediante acuerdos comerciales y valiosas inversiones, sin tener que preocuparse lo más mínimo por administrar esa vasta región.

La visión de los chinos con los que habla Pulford va, curiosamente, en dirección opuesta a la de los rusos. Mientras que los habitantes de esta zona de Siberia ven a China como un país encaminado al futuro, los chinos, en cambio, todavía ven a sus vecinos del norte en términos del pasado soviético. Muchos chinos, de hecho, siguen refiriéndose a Rusia como “la Unión Soviética” -y a sus habitantes como los “soviéticos”- a pesar de su desintegración hace ya casi 30 años. Pero, pese al recuerdo del legado socialista, los chinos también ven a Rusia de otra manera: como una puerta a Europa. Los turistas chinos que no pueden permitirse viajar a la otra punta de Eurasia van a las ciudades rusas de frontera -o a las ciudades chinas de legado ruso- para captar aires europeos sin tener que moverse de Asia.

Si las ciudades en la frontera son una de las grandes protagonistas del libro de Pulford, también lo son de manera importante los “pueblos entre fronteras”. Se trata del caso de etnias que vivían en áreas que quedaron divididas por las fronteras pactadas por los imperios chino y ruso. Como buen antropólogo, Pulford no romantiza ni infantiliza a estas comunidades, sino que ofrece una visión sobria de las mejoras y las pérdidas que han sufrido desde que el Estado-nación se le impuso.

El autor se encuentra casos sorprendentes como por ejemplo miembros de la etnia evenk que nunca han visto un reno -cuando este era el animal doméstico que este grupo usaba tradicionalmente como transporte, hasta hace poco más de medio siglo-, o a miembros de los hezhen que aprovechan su “exotización” para buscar un nicho de mercado -la venta de sus tradicionales vestidos hechos de escamas de pescado- con el que poder ganarse la vida. Las minorías, además, tampoco están determinadas a estar peor que la mayoría de etnia Han: los llamados chosonjok -coreanos étnicos- en muchos casos han conseguido mejores ingresos y vida que sus compatriotas del grupo mayoritario.

Mirrorlands no sólo pone el foco en la pura frontera sino-rusa, sino en las dos regiones que se extienden más allá de ella: la Siberia oriental rusa y la Manchuria china. El autor recorre capítulos poco conocidos de la historia universal como la cruenta conquista rusa de Siberia, hecha por cazadores de pieles y cosacos contra las tribus nómadas de la zona, y que dejó ciudades como Yakutsk como legado en la zona.

En el caso de Manchuria, la presencia de empresarios rusos apoyados por el zarismo y, posteriormente, de burgueses blancos huyendo de la revolución bolchevique hicieron que ciudades chinas como Harbin mantengan un aire ruso por su arquitectura y por su espiritualismo eslavo, expresado en las iglesias ortodoxas que todavía podemos encontrar en ellas. La influencia rusa también llegaría durante el socialismo -en Harbin todavía pervive un parque dedicado a Stalin-. La influencia de la arquitectura soviética -ese barroco estalinista, esa austeridad kruscheviana– incluso afectaría a muchas ciudades más allá del norte de China, en especial a la capital, Pekín, de la que pueden hacerse no pocos paralelismos urbanísticos con Moscú.

La relación tambaleante de amor y odio entre la China comunista y la Unión Soviética también atraviesa buena parte del libro. Y es que Moscú, a pesar de su retórica socialista, no acabó de dejar atrás la prepotencia hacia Pekín que el anterior zarismo había creado – de hecho, Rusia fue uno de los imperios que se aprovecharon de la debilidad china durante el siglo XIX para arrebatarle territorios en su zona norte-. Durante la época de Stalin, el tirano soviético dio apoyo tanto a los nacionalistas como a los comunistas chinos, que batallaban entre ellos en una guerra civil. Cuando Mao ganó el poder, Stalin lo siguió viendo como un segundón de un país marginal.

A pesar de todo, la ruptura entre chinos y soviéticos se produciría con Jruschov, el sucesor del georgiano. Uno de los motivos claves fue la denuncia de Jruschov al culto de la personalidad de Stalin y sus purgas: Mao se sintió plenamente atacado, ya que había adaptado ese mismo modelo a su China socialista. Todo ello llevó a una tensión inaudita, que incluyó enfrentamientos y muertes entre soldados de ambas naciones en la frontera -e incluso hizo que Mao construyera una “ciudad subterránea” en Pekín donde poder esconder a la población en caso de ataque nuclear soviético-.

Pero por Manchuria no sólo pasarían los rusos. La historia de esta zona también está ligada con los fundadores de la última dinastía imperial china, los Qing, que eran de etnia manchú -y, por tanto, eran originarios de esta esquina nororiental de China-. Manchuria también ha quedado para la historia como territorio que el imperialismo japonés conquistó en los 30, tiempo en el que puso como gobernante simbólico al último emperador de los Qing, Puyi, como regente del llamado estado títere de Manchukuo, en la práctica anexionado por los japoneses. Ciudades chinas como Changchun todavía tienen grandes edificios administrativos de estilo japonés de esa época. De hecho, durante la época maoísta Manchuria fue una de las zonas más industrializadas del país porque supo aprovechar las modernas fábricas que habían dejado atrás japoneses y rusos, entre otros imperialismos.

Como puede verse, en el libro de Pulford se mezclan historias de diferentes siglos y centenares de detalles que demuestran que China y Rusia son mucho más complejas que los moldes en las que las solemos encajar. Cualquiera que haya viajado allí -eso sí, con un poco de lectura previa- lo habrá experimentado. Mirrorlands es la demostración de que, solo caminando y mirando a nuestro alrededor, ya podemos descubrir decenas de detalles que hacen de lazo entre el presente y el pasado.