La verdadera “desglobalización” —la desintegración de la economía global— se desencadenaría por un acontecimiento político, por ejemplo, que China invadiera Taiwán. Eso supondría un grave problema para la economía europea.

Los analistas de política exterior a veces se enredan en relatos grandiosos que tienen poca base real. Uno de esos relatos es el que habla de “desglobalización”, que no deja de extenderse desde 2016. En ciertos aspectos, la integración económica mundial se ha estancado, mientras que en otros continúa creciendo. Después de la crisis financiera mundial de 2008 no hubo un hundimiento del comercio y las inversiones internacionales como el de los 30, ni tampoco tras la victoria electoral de Donald Trump. No obstante, está claro que el peligro de desglobalización ha aumentado desde que Vladímir Putin invadió Ucrania y Xi Jinping decidió estrechar lazos con Rusia (aunque más de palabra que en la práctica). Si Xi decide invadir Taiwán y Estados Unidos y sus aliados reaccionan imponiendo sanciones a China, el comercio y las inversiones internacionales sufrirían una gran caída. Y la economía europea es mucho más vulnerable a esa desintegración que la de Estados Unidos.

El comercio internacional de mercancías mantuvo un nivel alto tras la toma de posesión de Trump, se hundió a toda velocidad durante la pandemia y luego se recobró (a diferencia de lo que ocurrió en los 30, cuando se hundió bruscamente y se quedó allí). El comercio mundial de servicios no ha dejado de crecer desde la crisis financiera. Después de 2009, los préstamos transfronterizos se estancaron: un crecimiento más lento del comercio significaba que hacían falta menos créditos internacionales para facilitarlo. Pero las inversiones extranjeras directas —las inversiones en empresas, edificios y maquinaria— siguieron creciendo, sobre todo en las economías emergentes. También crecieron los flujos migratorios. Ahora bien, si China, Rusia y Occidente se separasen en dos bloque políticos y económicos opuestos, el resultado sería una auténtica desglobalización.

Mientras tanto, la UE coquetea con políticas destinadas a aumentar la producción en su territorio (igual que hacen EE UU y China, que pretende ser autosuficiente en tecnologías cruciales mediante su política de “doble circulación”). Desde que el Reino Unido votó a favor de abandonar la UE, el equilibrio de poder en la Unión se ha inclinado hacia otros países más escépticos en materia de comercio, en especial Francia. Las cadenas de suministro mundiales, interrumpidas por la pandemia, han fomentado aún más el deseo de hablar de la “autonomía estratégica” europea en materia de comercio e inversiones. La UE está concediendo grandes subvenciones a la producción europea de microchips, tratando de relocalizar las cadenas de suministro de vehículos eléctricos, planificando el desarrollo de alternativas autóctonas a las grandes empresas estadounidenses de tecnología y pagos e instaurando controles más estrictos sobre las inversiones extranjeras en la Unión, sobre todo por parte de empresas con sede en autocracias. La utilización como arma del suministro de gas por parte de Rusia ha provocado una carrera para diversificar las importaciones energéticas de Europa.

La economía de la UE —como las del Reino Unido, Suiza, Turquía y otros países de su entorno— se enfrenta a una fuerte recesión si siguen aumentando los precios minoristas de la energía. Es posible que este invierno haya que racionar el consumo energético, mientras los Estados miembros de la UE consiguen encontrar alternativas al gas ruso. Los precios de los alimentos también están subiendo rápidamente, igual que varios productos básicos de los que Ucrania y Rusia son proveedores fundamentales, como los fertilizantes. Y esto llega cuando ya había una enorme inflación en los precios de otras materias primas, piezas y productos acabados importados, por culpa de la interrupción de la cadena de suministro durante la pandemia.

La crisis energética actual muestra cómo se desarrollarían en el futuro las sacudidas de las relaciones comerciales: en primer lugar, provocan un aumento de los precios, lo cual disminuye la demanda y, por tanto, la actividad económica. La inflación estimula las inversiones en producción y sustitutos nacionales, si es que los hay. Pero la producción nacional y los sustitutos son menos eficientes, porque, en caso contrario, las fuerzas del mercado los habrían impulsado. Eso significa que los consumidores nacionales se enfrentan a unos precios que no dejan de aumentar por los mismos bienes, lo que les obliga a reducir su consumo de esos bienes o a recortar el gasto en otras cosas.

Estados Unidos ha sufrido una tasa de inflación general similar a la de la UE (aunque la inflación comenzó antes allí). Pero comparativamente es autosuficiente en energía, con mayores reservas de petróleo y gas. También tiene más del doble de tierras dedicadas a la agricultura que la Unión (360 millones de hectáreas frente a 174 millones). En el momento de escribir estas líneas, la previsión generalizada es que EE UU tendrá este año una recesión más leve que Europa.

El euro y el yuan chino. (Foto de studioEAST/Getty Images)

Además, la economía estadounidense puede resistir mejor frente a la desglobalización en otros aspectos. Sus principales importaciones son similares a las de la UE: ordenadores, microchips, maquinaria eléctrica, petróleo y productos refinados, productos farmacéuticos, dispositivos médicos y metales. Pero cuenta con empresas de informática y chips más grandes que las de la Unión, lo que le permitiría aumentar la producción nacional con más rapidez en caso necesario. El gran sector manufacturero de la Unión Europea y el hecho de que depende más de las materias y los componentes asiáticos hacen que sea más vulnerable a los conflictos en esa parte del mundo.

Una mayor “autonomía estratégica” en microchips, equipos médicos, vehículos eléctricos y tecnología digital impondría costes a los consumidores europeos y no tendría los beneficios medioambientales que sí aportaría la independencia energética. La reducción de las importaciones de hidrocarburos procedentes de Rusia hará que la UE sea menos vulnerable al chantaje de Putin y la disminución de las importaciones de combustibles fósiles en general permitirá adoptar una postura más firme frente a los exportadores de petróleo y gas, que son en su mayoría autocracias. Existen sustitutos ecológicos de los combustibles fósiles, sobre todo para la generación de electricidad y el transporte, y el aumento de los precios de dichos combustibles promoverá más inversión y más investigación y desarrollo en tecnologías que se encuentran en sus primeras fases. El aumento de los precios de la energía es positivo, en la medida en que permite ver los costes que tienen los combustibles fósiles para la sociedad. Pero la producción y el consumo de microchips, equipos médicos, etcétera, son mucho menos costosos para la sociedad que la energía, y los gobiernos deben intentar mantener los precios de estos bienes lo más bajos posible.

Eso no quiere decir que los gobiernos no deban tener en cuenta los casos en los que se depende de un país para el suministro de bienes importantes. Tanto Europa como Estados Unidos son vulnerables a una invasión china de Taiwán porque gran parte de los microchips avanzados se fabrican allí. El dominio de China en el procesamiento de los metales necesarios para la fabricación de baterías también es un problema. Pero la estrategia de Europa debería ser, en primer lugar, diversificar la producción, sobre todo hacia empresas con sede en países con menos riesgos políticos, y resistir la tentación de dar prioridad a la relocalización de la producción.

Las fuerzas del mercado tienen un papel importante en la gestión de los riesgos y las perturbaciones políticas. Quienes alegan, con cierta razón, que las empresas no saben valorar bien los riesgos políticos deben explicar también por qué los gobiernos lo hacen mejor. La relocalización supone un gran coste para los consumidores (y para los contribuyentes, si está subvencionada). Ese coste puede ser mayor que los supuestos beneficios de la resiliencia, sobre todo si la relocalización aumenta sustancialmente los precios. Y los costes de la interrupción pueden no ser tan grandes como los gobiernos suponen: las cadenas de suministro resistieron razonablemente bien durante la pandemia, teniendo en cuenta el enorme impacto que los confinamientos y los contagios tuvieron en la capacidad de producción mundial. En los peores momentos, los centros de producción nacionales tuvieron que cerrar en la misma medida que los extranjeros (aunque los gobiernos podían tomar más medidas para mantener sus fábricas críticas en funcionamiento).

En algunos sectores, como la alimentación, la energía, los productos farmacéuticos y el material médico, los gobiernos deberían establecer reglas y hacer acopio de existencias para garantizar el mantenimiento del suministro. No está tan claro en el caso de bienes y servicios menos críticos; la UE debe esforzarse más que hasta ahora y resistirse a las presiones para que conceda subvenciones a la relocalización y dejar que los productores busquen proveedores de bajo coste fuera de China o construyan sus propias fábricas si pueden hacerlo de forma competitiva.

Pero una política comercial y de inversiones acertada puede ser útil. Los países que pueden ayudar a reducir los riesgos políticos —porque disponen de materias primas, trabajadores o capital— y que tienen pocas probabilidades de convertirse en enemigos deben ser los primeros con los que se empiece a negociar. Los países del Norte de África tienen un enorme potencial de energía solar, que podría conectarse a la red europea. Muchos Estados de Latinoamérica e India son relativamente estables, tienen una gran cantidad de materias primas o mano de obra barata y están dispuestos a asegurar el equilibrio entre China y Occidente.

Si China invade Taiwán y desencadena una ruptura económica con Occidente, las consecuencias económicas serían malas para Estados Unidos, pero aún peores para Europa. La UE debe disminuir los elementos más mercantilistas de sus planes de “autonomía estratégica”: ser resistentes ante los peligros políticos de la globalización significa aprovechar sus beneficios y disminuir sus inconvenientes, no renunciar a ella por completo.

El artículo original en inglés se ha publicado en Centre for European Reform

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.