colombia-mani
Manifestaciones en Cali por el descontento social en el país. (Gabriel Aponte/Getty Images)

Las urgencias, las necesidades y los reclamos de Colombia van por otro derrotero muy diferente del que ofrece el uribismo. ¿Es el momento de pasar de un Estado fuerte a uno social?

El Gobierno colombiano que debía salir de las urnas en las últimas elecciones presidenciales de 2018 tenía todo a su favor para consolidar un proceso de transformación profunda del Estado colombiano. Esto, aprovechando el efecto luna de miel que se desprendía del Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP a finales de 2016. El legado de Juan Manuel Santos, tras ocho años, era notable: además de cerrar formalmente más de cinco décadas de violencia con la guerrilla -e intentar fallidamente un proceso paralelo con el Ejército de Liberación Nacional-, había conseguido mejorar sustancialmente los indicadores socioeconómicos. Asimismo, logró impulsar notablemente la infraestructura y la conectividad del país -en donde sigue habiendo todo por hacer- y había dejado lista la incorporación de Colombia como miembro de pleno derecho en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Finalmente, los niveles de conflictividad social habían sido estables y, en todo caso, resueltos con un talante conciliador con los agentes sociales.

Sin embargo, el uribismo entra en la escena política fortalecido ante las postrimerías del proceso de diálogo con las FARC-EP. Conocedor de que el resultado del Acuerdo debía terminar bajo un proceso de consulta, utilizó esa ventana de oportunidad para hacer lo que mejor sabía: fracturar la sociedad entre buenos y malos, reducir los extremos entre amigos y enemigos de la democracia colombiana -siendo estos últimos aquellos a favor de cualquier concesión y reconocimiento a la guerrilla- y manipular la opinión pública a partir de asunciones falsas. Votar a favor del Acuerdo de Paz era votar a la guerrilla y, por ende, votar a favor del Acuerdo de Paz era respaldar un proceso de castrochavización -palabras, por cierto, repetidas hasta la saciedad por el uribismo.

Así, la llegada de Iván Duque a la presidencia hacía valer los peores presagios. Lo que debía asumirse como una política de relativa continuidad a efectos de mejorar los condiciones estructurales y simbólicas que habían soportado la violencia durante décadas quedó completamente desdibujado. Para el nuevo presidente colombiano el reto era la denominada como “paz con legalidad”. Una cosa era lo que se firmó entre Juan Manuel Santos con las FARC-EP y otra bien distinta lo que su nuevo Ejecutivo entendía como legalidad. A partir de esta premisa, los incumplimientos, las dificultades y las resistencias gubernamentales en relación con la implementación del Acuerdo se convertían en una peligrosa cotidianeidad. El mismo presidente contribuyó a lo anterior, no reconociendo partidas presupuestarias ex profeso para el Acuerdo y desfinanciando aquellos aspectos que le resultaban incómodos, como la Comisión de la Verdad o la Jurisdicción Especial para la Paz.

Erigido como un saboteador de manual, Duque intenta en lo posible extrapolar el concepto de Estado y el sentido de gobierno que en su momento desarrolla Álvaro Uribe. Sin embargo, las realidades son muy diferentes, pues este último encuentra, cuando llega a la presidencia en 2002, un Estado al borde del colapso, fuertemente afectado por la violencia. De este modo, a partir de una militarización de todos los extremos de la sociedad, una patrimonialización de las instituciones del Estado y una conjugación de todo tipo de excesos y arbitrariedades, amparado bajo una lógica de “primero seguridad, después el resto”, se terminó por asumir una forma de entender la democracia muy poco democrática.

colombia
El artista colombiano, Cacerolo, crea una representación inspirada en Batman del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, como Joker en Bogotá, Colombia. (Juancho Torres/Anadolu Agency via Getty Images)

El uribismo tiene una esencia política marcadamente autoritaria que, si bien supo aprovecharse de un contexto de máxima dificultad para el país, en la actualidad tiene muy difícil asidero. El fin del conflicto de las FARC-EP, en realidad, liberó un espacio político y social muy importante para la izquierda. Tradicionalmente, la movilización social había quedado en buena parte cercenada porque el interlocutor del cambio social con el Gobierno era la guerrilla. Igualmente, el principal clivaje electoral gravitaba sobre el binomio paz/seguridad, de modo que quedaban fuera de la disputa ideológica aspectos como la educación, la salud o el trabajo. Más si cabe, en un país de marcada tradición conservadora a la vez que neoliberal, en donde los sucesivos gobierno -a excepción del de Ernesto Samper en 1994- han optado por afianzar las políticas de aperturismo, liberalización y desregulación para con una de las sociedades más desiguales del mundo.

Con base en lo anterior, el Ejecutivo de Iván Duque, sin hoja de ruta alguna, lo cierto es que ha terminado funcionando como un gobierno errático y oscilante, al cual, incluso, le ha “beneficiado” la llegada de la pandemia. De hecho, ya en su primer año de mandato experimenta un importante ciclo de protesta, a tenor de diferentes políticas y líneas de acción que se desarrollaban en dirección contraria a las necesidades más urgentes del país.

Expresado de otro modo, al uribismo actual le caracterizan tres cuestiones que favorecen un clima de altísima confrontación social. Primero, la equidistancia con un Acuerdo de Paz que no sólo se traduce en incumplimientos y retrasos, sino que igualmente observa cómo, desde su firma, han sido asesinados más de 260 exguerrilleros y 800 líderes sociales, toda vez que los grupos residuales y las estructuras armadas proliferan sobre los escenarios tradicionalmente violentos de Colombia. En segundo lugar, la apuesta por la mercantilización de las relaciones Estado-Sociedad y la asunción de políticas que ahondan en el sentido desigualitario que caracteriza al país. Esto es, regresividad fiscal, mayor imposición indirecta, desfinanciación de ciertos sectores públicos y desatención a ciertas prioridades como la formalización laboral, la descentralización territorial, el desarrollo de capacidades institucionales en el nivel local o la mayor eficiencia en las políticas sociales de primera necesidad. Por último, no se puede obviar la importancia de la seguridad. En un contexto formal de postconflicto armado, sin FARC-EP, pero con una violencia en transformación que demanda la asunción de nuevos modelos securitarios, la realidad es que nada ha cambiado, y se opta por la necesidad de seguir reivindicando un Estado fuerte y militarizado. Una dimensión por la cual, en muchos lugares del territorio colombiano, la institucionalidad sólo se percibe a través de un puesto de policía o de un contingente militar.

Sin cumplimiento del Acuerdo de Paz, sin una línea de gobierno afín a las necesidades y reclamos más urgentes de la ciudadanía y con una concepción tan simplista como inapropiada de la seguridad, el caldo de cultivo para la movilización y la desafección ciudadana era de esperar. Esto sucedió a lo largo de 2019, cuando el verdadero sentido del diálogo, la asunción de compromisos y la materialización de transformaciones volvió a erigirse como la eterna promesa postergada, alimentando un primer paro nacional. Por otro lado, es cierto que la pandemia supuso un punto de inflexión que permitió al Gobierno de Duque “tomar aire” y hasta mejorar su favorabilidad. Sin embargo, esa situación ya ha quedado superada y la puesta en escena de reformas fiscales o del sistema de salud, a todas luces perniciosas para con los principales reclamos de la sociedad colombiana, conecta este ciclo de protesta con el desarrollado en 2019.

En una semana han sido asesinadas más de 40 personas y hay más de 1.500 heridos. Los hechos que actualmente tienen lugar en Colombia evocan una crueldad policial y una concatenación de excesos que en ocasiones dejan imágenes en donde la Policía Nacional actúa como si fueran sicarios de Pablo Escobar en las comunas del Medellín de hace más de tres décadas. Lo anterior resulta absolutamente inadmisible y, en cualquier país democrático sería una razón más que de peso, no sólo para la exigencia de dimisiones masivas en el interior del cuerpo policial, sino para la asunción de transformaciones profundas que cambien radicalmente las formas de entender y de operar. Empero, en Colombia, esto no sucederá.

La protesta ciudadana, aun cuando mayoritariamente pacífica, tiende a ser criminalizada y estigmatizada por buena parte del establecimiento político y mediático colombiano. El conflicto social tiende a ser reducido a una expresión de violencia. Esta, en tanto que se percibe como atentado contra el Estado, pone en serio peligro un statu quo que se asume como inalterado por naturaleza, y por ello, la única forma de reducir su impacto es a través de la violencia desplegada, sin paliativos y absolutamente descarnada por parte de la fuerza pública.

Pero, como diría Bob Dylan en su mítica canción de 1964, los tiempos están cambiando. Estamos ante los estertores del uribismo. En el primer semestre de 2022 habrá elecciones legislativas y presidenciales en Colombia y nada invita a pensar en que disponga de verdaderas opciones para proseguir en el gobierno. Todo lo contrario, y aunque es cierto que nos encontramos ante uno de los países más conservadores de todo el continente, es innegable que el eje gravitacional de la disputa político-electoral volverá, como en 2018, sobre la tensión izquierda/derecha.

En la actualidad, tanto Gustavo Petro, que es la verdadera opción progresista del país, como Sergio Fajardo, un candidato de centro socio-liberal, son los candidatos con mayor respaldo e intención de voto. Claro está, todo puede pasar hasta ese momento, pero ineludiblemente, ahora más que nunca, cualquier de estas opciones tiene mayores posibilidades que nunca de llegar a la Casa de Nariño. Las urgencias, las necesidades y reclamos del país van por otro derrotero muy diferente del que ofrece el uribismo, y la liberación del espacio izquierda/derecha ofrece alternativas tan necesarias como diferentes de una seguridad que, visto lo visto, igualmente ha de ser replanteada.  El otrora “necesario” Estado fuerte debe abrir paso a un “Estado social” que está por llegar y que posiblemente marcará el sentido de la próxima campaña presidencial. Esperemos que así sea.