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Un hombre con mascarilla pasa al lado de un grafiti en Bogotá, Colombia, mayo 2020. Guillermo Legaria/Getty Images

La presidencia del colombiano Iván Duque está resultando agitada. A unas pésimas relaciones con Venezuela, se suma una presión migratoria sin precedentes, una fallida implementación del Acuerdo de Paz, un deterioro en la imagen de las Fuerzas Militares y, por si fuera poco, la gestión de una pandemia con un Estado social de mínimos, repleto de carencias.

Iván Duque, desde sus inicios como presidente, no ha dispuesto de una hoja de ruta claramente definida en lo que a gobernar se refiere. En buena medida, por las limitaciones que el uribismo y el conservadurismo más recalcitrante le han impuesto. Así, mientras que ad extra, trata de proyectar una marca país idónea en la que invertir, gracias en buena medida, al Acuerdo de Paz y al ingreso en la OCDE conseguidos bajo la presidencia de Juan Manuel Santos, ad intra desarrolla una agenda errática, tan coyuntural como conflictiva.

Un primer elemento para destacar de lo anterior reposa en las dificultades que experimenta la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Éste debía impulsar la superación de las condiciones estructurales y simbólicas que durante décadas han lastrado la consolidación del proyecto estatal colombiano. Lejos de construir una verdadera paz territorial, desde abajo, estable y duradera, a Iván Duque pareciera que lo único que le ha importado de verdad es que los excombatientes desmovilizados de la guerrilla no retornen a la violencia. De hecho, ése es el único punto del Acuerdo que, más o menos, se ha desarrollado decididamente con el respaldo gubernamental, pues para el resto, son más las carencias y los incumplimientos, que los avances.

La inversión y la transformación de los enclaves más golpeados por la violencia brillan por su ausencia como igualmente lo hace la mitigación de la superficie cocalera que tanto agita la criminalidad. Asimismo, los impedimentos presidenciales a la Jurisdicción Especial para la Paz o su desfinanciación, extensible a la Comisión de la Verdad, solo redundan en la falta de voluntarismo gubernamental. Por si fuera poco, la vieja geografía de la violencia, especialmente notable en enclaves periféricos, fronterizos y cocaleros del suroccidente y del nororiente colombiano, no ha hecho sino intensificarse. Ya son casi 200 exguerrilleros de las FARC-EP y más de 700 líderes sociales los asesinados por un conjunto de grupos armados y estructuras criminales entre las que destacan el Ejército de Liberación Nacional, el Clan del Golfo y las múltiples disidencias herederas de las FARC-EP.

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El Presidente colombiano, Iván Duque, (derecha) y el opositor venezolano, Juan Guaidó, en Bogotá. Garzon Herazo/NurPhoto via Getty Images

Por otro lado, las relaciones con Venezuela se encuentran profundamente deterioradas. Tal y como sucedió bajo la presidencia de Álvaro Uribe, el recurso simbólico del vecino bolivariano resulta ampliamente utilizado para estigmatizar y vilipendiar cualquier proyecto de cariz progresista al interior del país. Basta recordar hasta qué punto se popularizó el término “castrochavista” durante los prolegómenos del plebiscito de consulta al Acuerdo de Paz, de manera tal que el mismo Uribe y sus correligionarios extendieron la creencia de que Colombia seguiría el curso de Cuba y Venezuela si finalmente se respaldaba el Acuerdo de Paz con la guerrilla. A lo anterior hay que sumar, como informaba el diario El País unos días atrás, hasta qué punto la Inteligencia y algunos sectores de las Fuerzas Militares han albergado la posibilidad de contribuir a un eventual golpe de estado en favor del líder opositor venezolano Juan Guaidó. Una realidad que, a todas luces, tensa si cabe más la relación vecinal y, más que a Caracas y Bogotá, termina por afectar a quienes hacen vida en la frontera. Igualmente, no se puede obviar la preocupante situación migratoria de 1.700.000 venezolanos que actualmente viven en Colombia y de los cuales, sólo un 40% lo hace en situación de regularidad. Sea como fuere, éste ha sido el país que más se ha comprometido con estas circunstancias, dejando patente a su vez la ausencia de cualquier acervo regional andino. Sin embargo, la manera abrupta y descontrolada de este situación ha generado conflictos locales en ciudades fronterizas como Cúcuta, pero también en Bogotá, Barranquilla, Medellín o Cali, en donde los venezolanos son estigmatizados, y en muchas ocasiones percibidos como una amenaza al empleo y la seguridad.

Por otro lado, en estos casi dos años de mandato, el Gobierno de Duque ha tenido que enfrentar importantes cuestionamientos al interior de las Fuerzas Militares, fruto de excesos por parte del Ejército en distintos operativos que, incluso, se cobraron la vida de ocho niños cuya muerte, inicialmente, se ocultó a la ciudadanía. Ello terminaría contribuyendo a la destitución de Fernando Botero, ya exministro de Defensa. Igualmente, y casi a la par, producto de acusaciones por la comisión de falsos positivos que suponían la perpetración de muertes civiles presentadas a la opinión pública como exguerrilleros, tuvo que retirarse el máximo responsable del Ejército Colombiano, Nicacio Martínez. Por si fuera poco, recientemente ha salido a la luz, por parte de la revista Semana, un listado comprometedor de escuchas ilegales realizadas por el Ejército a opositores y periodistas, retrotrayendo la imagen de unas Fuerzas Militares más abusivas que democráticas, al más puro estilo de la presidencia de Uribe.

Por último, producto de una agenda gubernamental carente y errática, el Gobierno de Duque ha estado lastrado por unos altísimos niveles de confrontación social. Por ejemplo, a finales de 2018 tenía que hacer frente a un importante ciclo de protestas estudiantiles, marcadas por la exigencia de mayores recursos para la educación pública. Poco después, en abril de 2019, tenía lugar un importante paro indígena en Cauca, y que durante varias semanas afectó al abastecimiento y la producción de parte del país. Y en noviembre de 2019 se desencadenó un gran paro nacional, resultado de un malestar generado tanto por el Gobierno –responsable de una mayor flexibilización del mercado de trabajo, desregulación y privatización– como por cuestiones más profundas, estructurales e indisociables del Estado colombiano. Esto es, desigualdad, exclusión social, falta de institucionalidad local o incremento de violencia. Factores que, en suma, ahondaban en una imagen de reprobación al Presidente de nada menos que del 69%.

Tal vez, el panorama descrito sea el resultante de un contexto en el que lo viejo no se ha terminado de ir y lo nuevo no ha terminado de llegar. Es decir, el Acuerdo de Paz con las FARC-EP, más allá de sus falencias e incumplimientos, supone un punto de inflexión respecto del futuro político del país. Por un lado, el gobierno uribista sigue defendiendo una idea de Estado fuerte, marcadamente militarizado, que le trae problemas por sus excesos, pero que igualmente es ineficiente para resolver un problema de violencia(s) cuya comprensión y superación es más compleja y profunda que una simple lógica amigo/enemigo. Sin las FARC-EP como principal amenaza, el sentido de la disputa política ha de gravitar hacia otras dinámicas, más propias del eje izquierda/derecha, y más alejada del binomio violencia/seguridad que dominó durante décadas de conflicto armado.

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Protestas contra el Gobieno de Iván Duque, Bogotá, 2019. Guillermo Legaria/Getty Images

Lo anterior, transforma la relación de la sociedad con el Estado y hace que aspectos tales como el referido incumplimiento del Acuerdo de Paz o la falta de políticas públicas en favor del derecho a la educación, la salud, la vivienda o el trabajo condensen la relación conflictiva de una ciudadanía insatisfecha con respecto de las opciones que le ofrece poder político. De este modo, la transformación social ya no es bandera (i)legítima de la guerrilla, de manera que, a falta del recurso de la violencia como pretexto, es dicha conflictividad la que determina el alcance y el sentido del pulso conquista/concesión de derechos.

La situación descrita es la que explica, por ejemplo, que el uribismo fuese el gran derrotado de las elecciones municipales y departamentales de octubre de 2019, cuando apenas consiguió un centenar de alcaldías y dos gobernaciones. Y si bien la economía ha sido el principal motor de crecimiento y estabilidad del país, sus pies de barro en lo que a su dimensión social se refiere, sirven de caldo de cultivo idóneo para un cambio en la concepción de la política y de lo político en Colombia.

Sin embargo, no puede obviarse que la situación generada por la COVID19 pareciera haber trastocado todo lo que cabría esperar respecto del futuro más inmediato de Iván Duque. De hecho, el mismo Banco de la República recientemente estimaba la contracción del PIB para 2020, entre un 2% y un 7%, en función de cómo se gestione la pandemia. A tal efecto, unos inicios titubeantes sobre cómo resolver la ecuación salud/economía rápidamente llevaron al Presidente a seguir los pasos adoptados por la alcaldesa de Bogotá, Claudia López. De esta manera, éste se erigió en firme valedor de un confinamiento severo y restrictivo, aún vigente en el país. Así, si bien parecía que Duque había tocado fondo a finales de 2019, a nadie se le puede escapar que la actual situación de crisis sanitaria ha ofrecidoal establecimiento conservador un balón de oxígeno que puede trastocar o cuando menos limitar la posibilidad del desgaste político.

La sociedad latinoamericana en general, y la colombiana muy en particular, tiende a interiorizar la necesidad de un Estado fuerte en tiempos de inseguridad, y eso, sin duda, lo resuelve mucho mejor la derecha que la izquierda. Asimismo, y aun cuando el componente nacional es muy discutible en Colombia, de acuerdo con la tesis que propone el experto colombianista Daniel Pécaut, cualquier situación de alerta como la actual, contribuye a una mayor cohesión política, promoviendo un sentido centrípeto que favorece al Ejecutivo. Especialmente, cuando una retórica nacionalista y beligerante predomina y coadyuva el enroque sobre los componentes más primarios del Estado-nación.

A tal efecto, Iván Duque pareciera haberlo hecho mejor de lo que inicialmente cabría esperar. Se ha desmarcado de la figura de Uribe, que actualmente es una suma que resta, y se ha rodeado, a la hora de tomar decisiones, de criterios técnicos y científicos. Eso sí, emulando a quien fuera presidente entre 2002 y 2010, en lo que a ocupar un espacio mediático se refiere. Al más puro estilo “Aló presidente”, el mandatario, líder de audiencia con más de un 21% de cuota de pantalla, aparece cada tarde en “Prevención y Acción” para dar cuenta de las estadísticas, los avances y las medidas adoptadas, con un lenguaje pausado y tratando de mostrar en todo momento tener bajo control la situación. Así, no es casualidad que algunas encuestas a lo largo del mes de abril y mayo lleguen a barajar un repunte de hasta 40 puntos porcentuales en su popularidad. Sin embargo, es igualmente cierto que las debilidades endémicas de un Estado sin capacidad de respuesta en buena parte del territorio pueden contribuir a que, si la situación se prolonga más de lo debido, como parece suceder, el malestar social y la erosión política se vayan acumulando en contra nuevamente del Presidente.

No obstante, la crisis y la alerta sanitaria, antes o después pasarán, y según quede finalmente resuelta por el Gobierno, habrá un elemento más que incorporar al repertorio de disputa social o, todo lo contrario, esta situación puede ofrecer al Ejecutivo una vía de escape hacia la que encauzar los dos años que le quedan de mandato. Está por ver qué sucede, pero desde luego algo ha cambiado en los pilares que soportan el sistema político colombiano. La recomposición de un tablero izquierda/derecha y de un potencial marco de conflictividad social están más abiertos que nunca, de modo que una buena gestión, por ejemplo, de Claudia López en Bogotá –en donde su favorabilidad se eleva hasta el 78% en algunos momentos– puede ofrecer alas para que el centroizquierda se erija como alternativa plausible. Todo ello, frente a un Duque que, aunque hoy no puede reelegirse por imperativo legal, es muy probable que, dada la ingeniería electoral e institucional a las que nos tiene acostumbrados el país, sí lo pueda hacer en 2022. En cualquier caso, y más allá del coronavirus, la política colombiana, tal vez, nada tenga que ver a como era antes de noviembre de 2016.