migraciones_extracontinnetales_portada
Migrantes de República Democrática del Congo, Ghana y Costa de Marfil caminan en Honduras hacia México, junio 2020. ORLANDO SIERRA/AFP via Getty Image

Los flujos migratorios de asiáticos y africanos hacia América Latina se consolidan como fenómeno. ¿Qué políticas están aplicando los países de la región? ¿Cómo se puede proteger a estos migrantes especialmente vulnerables frente al abuso y el desamparo?

América ha sido siempre un eje de la movilidad humana internacional. Desde el mayor corredor migratorio del mundo entre Centroamérica, México y Estados Unidos hasta el boom inmigratorio hacia Brasil en los últimos veinte años o el reciente éxodo venezolano. Pero también existe un fenómeno migratorio menos visible, pero cada vez más significativo. Son los migrantes extracontinentales que llegan desde África y Asia a Latinoamérica, la mayoría de paso hacia su destino final en Estados Unidos o Canadá. Lejos de ser un hecho ocasional provocado por el blindaje de las fronteras en Europa y Norteamérica, estos movimientos parecen consolidarse como una corriente estructural entre las grandes migraciones globales.

 

Asiáticos y africanos como parte de la identidad latinoamericana

Las corrientes migratorias -tanto voluntarias como forzadas- de asiáticos y africanos son consustanciales a la identidad social e histórica latinoamericana. En algunos casos como componentes identitarios de las sociedades actuales y, en otros, como enclaves étnicos estables que perduran hasta nuestros días.

Desde los primeros filipinos llegados en el siglo XVI como marineros, prisioneros o esclavos de los conquistadores españoles y portugueses a Cuba y México, las migraciones de origen asiático en América Latina se han sucedido en el tiempo. En el siglo XIX, chinos y japoneses respondían a la ingente demanda de mano de obra tras la abolición de la esclavitud y en siglo XX guerras y conflictos alentaron a japoneses, coreanos, chinos o libaneses hacia ultramar. Hoy se calcula que en torno al 1% de la población latinoamericana es de origen asiático, sin tener en cuenta a las personas con ascendencia parcial o lejana. En el caso de los africanos, su aporte poblacional es aún mayor. En los siglos XV y XVI, los puertos de Cartagena de Indias o la Habana vieron llegar a los primeros africanos. Posteriormente, entre los siglos XVI y XIX, hasta 12 millones de africanos fueron enviados a América como mano de obra forzosa. Latinoamérica y el Caribe recibieron el 95% de los africanos que llegaron a América y tan solo el 5% restante se trasladó al norte.

 

Rasgos de este nuevo fenómeno migratorio extracontinental

La inmensa mayoría de los actuales migrantes extracontinentales son originarios de África y Asia. Transitan por Latinoamérica, pero su objetivo es llegar a Estados Unidos o Canadá. El fortalecimiento de las fronteras y el endurecimiento de las políticas migratorias en zonas tradicionalmente receptoras como Norteamérica y en menor medida Europa, hacen que estos migrantes cambien sus itinerarios hacia rutas alternativas, mientras las mafias de traficantes adaptan sus modus operandi y sus rutas a esta nueva oportunidad de negocio. Muchos de ellos entran legalmente en América Latina, con visado temporal o por países más laxos en política de visados como Ecuador, Brasil o Guyana. Aunque la mayoría tienen en mente tan sólo recorrer la región, muchos de ellos se ven obligados a quedarse por las dificultades legales, la falta de recursos o circunstancias personales.

La magnitud de este fenómeno es difícil de evaluar por la falta de datos fiables. La alta proporción de migrantes irregulares les condena a la clandestinidad y  les hace además mucho más vulnerables a las redes de trata. La falta de representaciones consulares y diplomáticas de los países de origen, la barrera idiomática, la falta de documentación o el alto precio del retorno, complican no ya su gestión por parte de las autoridades nacionales, organizaciones internacionales o la sociedad civil de apoyo a los migrantes, sino el mero seguimiento informativo de este fenómeno. Según un informe de 2017 de la Organización de Estados Americanos (OEA), estos movimientos se componen de flujos mixtos en los que conviven migrantes económicos, solicitantes de asilo y víctimas de trata. Su vulnerabilidad se acrecienta por la violencia de las bandas criminales y grupos armados que se encuentran en el camino, el desarraigo, el desgaste físico y psíquico de la ruta, la incertidumbre legal, el desconocimiento de sus derechos o la falta de acceso a la asistencia legal gratuita o al auxilio consular.

 

Una ruta homérica

La ruta de los africanos y asiáticos a través de Latinoamérica es homérica. La llegada a su Ítaca particular -al norte de Río Grande- puede durar meses o años. Es extenuante, peligrosa y tan costosa, que algunos optan por quedarse en el camino. Tras su llegada al continente, generalmente a través de Ecuador o Brasil, los migrantes atraviesan Colombia hacia el norte hasta llegar al Tapón del Darién que como un paso de Escila y Caribdis, da paso a Centroamérica tras salvar una de las  regiones más intransitables y peligrosas de América Latina. Una vez cruzan el golfo de Urabá, si consiguen zafarse de los traficantes de migrantes, del abuso de los facilitadores y de los peligros de la jungla, muchos serán detenidos por efectivos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá, el Senafront. Son enviados a alguna Estación Temporal de Auxilio Humanitario (ETAH), campamentos levantados por las autoridades panameñas para darles alimentación, alojamiento y primeros auxilios, además de registrar sus datos personales. De acuerdo con Unicef, cerca de 24.000 personas de más de 50 nacionalidades, cruzaron la peligrosa selva panameña en 2019, de los cuales el 16% eran niños, niñas y adolescentes. A mediados de 2019, la Interpol junto a la Policía Nacional de Colombia publicaron un informe en el que señalaban que el negocio del tráfico de migrantes a través del Darién factura semanalmente cerca de un millón de dólares.

Migracion_Asia
Un migrante en la Estación Temporal de Auxilio Humanitario (ETAH) en el pueblo La Penita, 2019. LUIS ACOSTA/AFP via Getty Images

De la ETAH de La Peñita en el Darién salen todos los días dos buses cargados de migrantes con el fin de trasladarlos hasta la frontera con Costa Rica para que sigan su camino hacia América del Norte. En la fase centroamericana, si sobreviven a las mordidas y sobornos, eventuales secuestros para cobrar rescates, redes de trata, discriminación racial, incomunicación y soledad, esta Odisea contemporánea recala en Tapachula, frontera sur de México. Hasta junio de 2019, los recién llegados a México accedían a un documento llamado salvoconducto, con el que podían salir del país por cualquier frontera internacional en el plazo de 20 días. Desde entonces, y tras ceder a las presiones de la Administración Trump, este salvoconducto desapareció y los migrantes quedaron bloqueados en el sur del país, de nuevo a merced de las mafias del tráfico de migrantes. Migrantes procedentes de India, Nepal y Bangladesh detenidos a raíz de una operación conjunta dirigida por Interpol en 2018 declararon que habían pagado entre 15.000 y 30.000 dólares por desplazamiento y que muchos de ellos habían vendido sus casas para financiar el pasaje.

La investigación colaborativa de Migrantes de Otro Mundo deja testimonios de esta gran travesía. La ONG WOLA (Washington Office in Latin America) ha denunciado la desprotección de todos los migrantes bloqueados en el sur de México tras el endurecimiento de la política migratoria del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ante las presiones estadounidenses. Cerca de Tapachula, en el estado de Chiapas, poblaciones de aluvión cerca de Nueva Esperanza, se llenaban a finales de 2019 de caribeños y africanos de Burkina Faso, Camerún, Malí, Sierra Leona o República Democrática del Congo (RDC) en una miscelánea de lenguas, culturas y costumbres. La situación era tan desesperante que en agosto de 2019, llegaron a manifestarse para pedir visados humanitarios que les permitieran cruzar el país o les dieran algún estatuto que les permitiera salir de ese no-lugar.

A pesar del embudo que se produce en México, la Guardia fronteriza de Estados Unidos  detiene cada vez a más migrantes extracontinentales. En 2019 fueron principalmente familias africanas huidas del conflicto en República Democrática del Congo o del enfrentamiento civil en Camerún entre la mayoría francófona y el sur anglófono, pero también de Eritrea, Etiopía o Nigeria. Otro perfil recurrente es el de activistas políticos o personas LGBTI que huyen de países donde la homosexualidad es delito. En el caso de asiáticos, abundaban los migrantes económicos llegados de India, China, Bangladesh o Nepal, con un perfil de varón en edad laboral y con más recursos económicos.

 

Algunos ejemplos de la región: Colombia, Ecuador y Panamá

Colombia es un país de obligado tránsito hacia el norte. Según la Organización Internacional de Migraciones (OIM), mientras la migración regular, especialmente la de asiáticos, llega por las fronteras con Panamá y Brasil, la migración irregular suele hacerlo por Ecuador, donde los coyotes de las redes de tráfico de migrantes y las mulas del narcotráfico son más fuertes y comparten rutas. En 2016, Colombia deportó a 34.000 migrantes irregulares, el número más alto desde que comenzó el seguimiento de estos movimientos en 2011. El país necesita y prepara un marco jurídico integral capaz de gestionar los retos actuales, no solo como Estado de origen (con una diáspora de 2,9 millones), sino como de destino (de más de 1.700.000 venezolanos, por ejemplo), de retorno y de tránsito, como en el caso de los extracontinentales.

Ecuador ha sido un ejemplo de acogida en la región. Su Constitución de 2008, reconoce el derecho a migrar y contiene numerosas referencias a la movilidad humana y a la protección de la población migrante. Pasó de ser un país eminentemente emigrante a ser el mayor receptor de refugiados de Latinoamérica, sobre todo de colombianos y más recientemente de venezolanos. Sin embargo, desde 2011 Ecuador empezó a endurecer su política, favoreciendo a los migrantes nacionales del área de Mercosur y esquemas de movilidad temporal, y restringiendo o dificultando la obtención del asilo y protección internacional con exigencias cada vez más complejas. Poco a poco, a medida que la inestabilidad crecía en la frontera con Colombia y Venezuela, la inmigración empezó a entrar en el ámbito de la seguridad durante el gobierno de Rafael Correa y se consolidó en el actual de Lenin Moreno.

Panamá ha aplicado desde 2014 la política del Flujo Controlado junto a Colombia y Costa Rica consistente en ordenar el tránsito de migrantes llegados del Tapón de Darién de camino hacia Norteamérica. Panamá recibía a los supervivientes de la proeza, les ofrecía alimento y cuidados sanitarios con el doble objetivo de evitar que cayeran en las redes de trata y también de registrarles y verificar que no eran un peligro para la seguridad nacional. Por este proceso, cada día se autorizaba a 100 de estos migrantes a entrar en Costa Rica de una forma ordenada. Gracias a este sistema, Colombia, Panamá y Costa Rica, auxiliaban, protegían y acompañaban a estos migrantes en su travesía hacia Centroamérica. En 2015 y 2016, la llegada de 60.000 migrantes obligó a cerrar las fronteras entre Panamá, Costa Rica y Nicaragua. En la primavera de 2019, llegaron 7.316 migrantes antes del paréntesis de la época de lluvias, la mayoría haitianos y cubanos, pero entre ellos muchos provenientes de Congo, Camerún, India, Bangladesh o Sri Lanka. El anterior gobierno del presidente Juan Carlos Varela propuso al Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) ampliar la política de Flujo Controlado a este ámbito para evitar que tras su paso por Panamá los migrantes volvieran a caer en las mafias de trata y se les perdiera el rastro en su tránsito hacia EE UU. Pero con el cambio de gobierno, la nueva presidencia de Laurentino Cortizo prepara el borrador de una nueva ley migratoria que probablemente cambiará este enfoque colaborativo y humanitario del Flujo Controlado por otro más orientado a la protección de fronteras.

Tras más de una década, las migraciones extracontinentales hacia Latinoamérica parecen consolidarse como un fenómeno estructural y permanente. Proteger a estos migrantes especialmente vulnerables y sin redes ni referencias locales parece una obligación regional más que estrictamente nacional. La irrupción de la pandemia de la COVID19 supone un nuevo obstáculo en esta epopeya. El cierre de fronteras, la suspensión de los procesos de asilo, la dificultad de proteger a estas personas y el miedo y la discriminación que suelen resurgir en las crisis sanitarias añaden más sufrimiento y desamparo. Todas las etapas nacionales de estos migrantes deberían tener una política pública específica y una responsabilidad humanitaria que les protegiese. América Latina, como tierra forjada en la migración, ha demostrado que sabe responder a estos retos mucho mejor que los europeos. Estos migrantes son una prueba más de la tenacidad humana en busca de una vida mejor.