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Alijos de cocaína del Clan del Golfo interceptadas por la policía antinarcóticos de Colombia. RAUL ARBOLEDA/AFP/Getty Images

Hace casi dos años y medio que la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) firmó un acuerdo de paz con el Gobierno colombiano. Sin embargo, no eliminó muchos de los fenómenos que fueron causa y consecuencia del conflicto armado y que siguen azotando el país suramericano. Entre ellos, el narcotráfico.

Desde el inicio de los diálogos de paz entre el expresidente Juan Manuel Santos y la guerrilla, en 2012, los cultivos de coca en Colombia no han dejado de aumentar. En 2012 la superficie sembrada era de 47.490 hectáreas, según las cifras de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), y en cinco años se multiplicaron por más de 3,5. En 2017, el último año registrado por la entidad, las hectáreas de cultivos ilícitos eran 171.000. Desaparecieron las FARC, pero la demanda de cocaína no ha disminuido y otros actores armados han ocupado rápidamente su lugar.

 

Dinero para la guerra

El narcotráfico ha sido el combustible de la violencia en Colombia desde hace décadas, especialmente gracias a su capacidad de proveer los recursos económicos para la guerra interna. En las primeras décadas, la intensidad del conflicto fue relativamente baja, pero entre 1990 y 2010 explotó, a la vez que lo hizo el comercio de la droga. Permeó todas las capas y los actores del conflicto armado, desde las guerrillas hasta los paramilitares, unas bandas de extrema derecha especialmente virulentas que buscaban combatir la guerrilla.

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un agricultor colombiano muestra pasta de cocaína en el departamento Guaviare. RAUL ARBOLEDA/AFP/Getty Images

Para el analista del International Crisis Group, Kyle Johnson, es importante recordar que “las FARC eran solo un actor más en una cadena compleja” del narcotráfico, quienes “tuvieron un papel clave” en el fenómeno, especialmente en “el control territorial y de las rutas” del negocio, pero con poca relevancia a nivel del comercio a escala internacional. Johnson considera que “el papel de las FARC en el narcotráfico fue un poco exagerado” por algunos gobiernos y analistas, lo que generó “una expectativa un poco exagerada” del impacto que tendría su desarme sobre la economía ilegal.

Las FARC inicialmente estuvieron distanciadas del narcotráfico, pero en los 80 adoptaron un impuesto llamado “gramaje” que gravaba las actividades relacionadas con el comercio ilícito en los territorios bajo su control, como los cultivos, los laboratorios de procesamiento y la exportación de la droga. Esa primera injerencia no gustó a los cárteles del narcotráfico, que no tardaron en aliarse con los paramilitares para combatir la guerrilla.

La alianza narcoparamilitar fue una de las causas del recrudecimiento de la violencia en el conflicto armado, igual que la creciente participación de las FARC en el negocio de la droga. A partir de la década de los 90, “las FARC empezaron a tener una mirada de todo vale”, explica Johnson, ante la necesidad de generar ingresos para el combate. Algunos frentes empezaron a implicarse de manera directa en la comercialización de la cocaína y a ocupar un lugar “más alto en la cadena del narcotráfico”, apunta el analista de Crisis Group. Con un control amplio sobre las diversas fronteras de Colombia, la guerrilla podía sacar el producto hacia Ecuador, Venezuela, y Panamá. Las diferencias entre los distintos frentes se agrandaron, creando algunos bloques más ricos y más implicados en el negocio de la droga, y otros con menos recursos económicos. Según cifras publicadas por el profesor Jerónimo Ríos en Breve historia del conflicto armado en Colombia, el narcotráfico llegó a suponer entre el 40% y el 50% de los ingresos de las FARC en sus últimos años.

 

El nuevo mapa del narcotráfico

Sin embargo, la transición a la vida política de las FARC no supuso el fin del narcotráfico en Colombia, ni mucho menos. El investigador de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), Juan Carlos Garzón, asegura que desde el inicio de las negociaciones entre la guerrilla y el gobierno de Santos “se empezaron a reacomodar los actores ilegales” en los territorios que había ocupado el grupo insurgente, una dinámica que se consolidó con la dejación de las armas definitiva. En muchos de estos territorios, la “deficiente capacidad del Estado para llegar a esas zonas” provocó que las economías ilícitas no desaparecieran cuando lo hizo la guerrilla, según el analista. Johnson valora que el Estado no habría podido evitar la entrada de nuevos actores a estas zonas “al cien por cien”, pero considera que “los planes para ocuparlos deberían haber sido implementados más temprano”. “[Las Fuerzas Armadas] tienen la creencia de que acabar con un grupo armado ya implica controlar [el territorio], pero esta relación no es tan directa como creen”, agrega.

Narcotráfico_ColombiaLa redistribución de actores ilegales en el narcotráfico no se dio de manera uniforme en todo el país. En algunos casos, se “transfirieron las capacidades que tenían las FARC” hacia otras organizaciones a través de “acuerdos explícitos o implícitos” entre ambos, subraya Garzón. En otros, se generaron “disputas” para conquistar las zonas abandonadas, como por ejemplo sucede en algunas zonas fronterizas: en el Catatumbo, colindante con Venezuela, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el grupo armado Ejército Popular de Liberación (EPL) mantienen un duro combate por el control del territorio. Algo parecido pasa en la región del Urabá, en la frontera con Panamá, donde se enfrentan el ELN y el Clan del Golfo, la mayor banda surgida de los grupos paramilitares. Para Garzón, el caso colombiano es especialmente complejo porque, a pesar del desarme de las FARC, aún hay “muchas estructuras armadas que siguen en el territorio”.

Una de las más prominentes la conforman los grupos herederos del paramilitarismo, quienes reforzaron su presencia. Conocidas como “Bacrim” (bandas criminales), surgieron tras la desmovilización en 2006 de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la organización paramilitar más grande que ha tenido Colombia. A pesar de su desaparición como AUC, muchos integrantes alimentaron los rangos de grupos más pequeños dedicados a la actividad criminal. El Clan del Golfo, también conocido como “Los urabeños”, es uno de los principales ejemplos, además de “Los puntilleros” o “Los rastrojos”. El EPL, antigua guerrilla, también es un actor importante. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) calcula que estos grupos tienen presencia en 132 municipios del país, y que en total suman aproximadamente 2.100 integrantes. Ya no son organizaciones con alcance nacional, sino que se centran en dominar zonas concretas.

Los nuevos capos del narcotráfico se apoyan en estos grupos atomizados para llevar a cabo sus actividades ilegales. El observatorio InSight Crime los llama “los invisibles”, porque buscan menos notoriedad pública y ejercen los liderazgos desde la sombra. Sus estructuras son muy reducidas y dependen de la externalización de la mayor parte de su actividad a los grupos que operan en el territorio.

Otro actor que salió ganando con el abandono de las armas de las FARC fue el ELN, la última guerrilla viva de Colombia. En algunas zonas ha habido “transferencias” entre las dos guerrillas, resalta Garzón, tanto en términos territoriales como en insurgentes que entraron al ELN tras el desarme de las FARC. A pesar de que dar cifras concretas es difícil, InSight Crime afirma que la mayor expansión del ELN en los últimos años se ha dado en las zonas fronterizas que antes ocupaba la guerrilla fariana. Los ejemplos más claros son la región del Vichada, un departamento tradicionalmente olvidado por el Estado en la frontera con Venezuela, o el área circundante de Tumaco, uno de los puertos principales del pacífico colombiano, sacudida por las disputas entre el ELN y otros grupos armados ilegales, como las bacrim.

Guerrillas_ColombiaPero quizás una de las consecuencias más directas del desarme de las FARC ha sido la creación de bandas de antiguos guerrilleros que abandonaron el proceso de paz y pusieron su conocimiento militar y territorial a disposición del narcotráfico. Desde el inicio del proceso, ya hubo frentes que se mostraron reticentes al acuerdo con el Gobierno. En 2016, el Frente Primero de las FARC anunció su retirada de los diálogos de paz y no se desmovilizó como sus compañeros de guerrilla. Fueron los primeros disidentes, a los que se sumaron otros integrantes del Bloque Oriental, que operaba en el este de Colombia. Por ahora, son al menos 600 combatientes organizados en varias agrupaciones. Johnson subraya que “los frentes más metidos en el narcotráfico” y, por lo tanto, “más ricos”, “en general han generado disidencias”.

Los caminos de los grupos disidentes varían. Hay disidencias “que se parecen mucho más a lo que eran las FARC, en su relación con la población y el control del territorio”, apunta Garzón. Estos grupos surgen especialmente en las “zonas históricas” de dominio de la guerrilla, como la región central del Meta. En el Meta, por ejemplo, los grupos disidentes empezaron a conformarse más recientemente que en otros casos, y Garzón lo atribuye en gran parte a “los rezagos y problemas que ha habido en el proceso de reincorporación y las garantías de seguridad” para los guerrilleros que dejaron las armas. “El proceso se demoró en despegar”, igual que “las alternativas económicas”, y estos factores, según el investigador de la FIP, sumados a la “incertidumbre jurídica para los excombatientes”, han empujado a algunos antiguos guerrilleros de las FARC a abandonar la reincorporación y engrosar las filas disidentes. Sin ir más lejos, 107 exguerrilleros han sido asesinados desde la firma del acuerdo de paz, según la Fiscalía colombiana.

Por otro lado, hay grupos nacidos de la guerrilla fariana que “no siguen la línea política” de la organización insurgente”, asegura Garzón. Estos grupos son “más fragmentados” y surgen de distanciamientos del proceso de paz más individuales y motivados por cooptar las redes criminales que ya existían en el territorio y que ya conocían cuando formaban parte de las FARC.

 

La pobreza de las zonas cocaleras

Los cultivos ilícitos ocupan 171.000 hectáreas de Colombia. Desde 2013, su superficie ha aumentado un promedio anual del 45%. Además, los cultivos producen un 33% más de hoja que en 2012. El 25% de las plantaciones están a menos de 20 kilómetros de una frontera internacional: la frontera con Ecuador y la costa del Pacífico son las zonas con más coca, además de la región que bordea Venezuela y aquellas que tienen conexión fluvial con el Amazonas y, por ende, con Brasil.

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Recolectores de hoja de coca en el Departamento de Norte de Santander, Colombia. LUIS ROBAYO/AFP/Getty Images

Esto sucede a pesar de que el acuerdo de paz con las FARC incluye el Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), un programa que busca subvertir la lógica del narcotráfico desde su origen. A través de incentivos económicos y sociales, el PNIS lleva a las familias cocaleras a dejar la economía ilícita y dedicarse a otro tipo de cultivos. De esta manera se intenta atajar el problema en su raíz: los cultivos abundan en las regiones tradicionalmente abandonadas por el Estado colombiano, donde las oportunidades económicas son escasas.

Según la FIP, el 57% de las familias que viven en las zonas de cultivos de coca están en situación de pobreza monetaria, mientras que la media en la Colombia rural es del 36%. El ingreso mensual por hectárea de un cultivador es de unos 116 euros, la mitad de un salario mínimo en el país. Sin embargo, para estas familias es más rentable el cultivo de la coca que cualquier otro, especialmente a causa de la falta de infraestructura vial que afecta estas regiones y que dificulta la comercialización de los productos agrícolas legales. La coca, en cambio, da más cosechas, se vende a mejor precio y a los actores armados que acuden a las fincas familiares para recoger el producto, de manera que no se tiene que comercializar.

La implementación del PNIS está siendo lenta y dificultosa debido a la inseguridad de las zonas donde se aplica, pero también a una “capacidad operativa insuficiente” del Estado, según el último informe de la FIP, que asegura que el Gobierno no dedica suficientes recursos económicos y técnicos a la empresa. Actualmente hay alrededor de 99.000 familias vinculadas al plan. La ONU calcula que en Colombia hay unas 200.000 familias cultivadoras en total, aunque Garzón asegura que “la cifra real podría ser mayor”. La meta del PNIS es la erradicación voluntaria de 51.824 hectáreas, de las que se calcula que efectivamente se han eliminado 29.393, el 56%. El nivel de cumplimiento de las familias es alto: el informe asegura que el 94% han erradicado sus cultivos. Sin embargo, en la inmensa mayoría de ellas aún no se ha generado una alternativa económica que las sustente. La llegada a la presidencia del conservador Iván Duque no arroja esperanza sobre el problema: su partido, el Centro Democrático, se opuso al acuerdo de paz con las FARC.

 

La guerra de Duque

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el presidente de Colombia, Iván Duque, de visita en Washington, EE UU. BRENDAN SMIALOWSKI/AFP/Getty Images

Varias organizaciones recogen que, desde la presidencia de Duque, se suspendieron los pagos que corresponden a las familias del PNIS. Además, los presupuestos generales propuestos por su gobierno recortan en unos 140 millones de dólares las cuestiones de enfoque territorial del acuerdo de paz, que comprende el Plan de sustitución voluntaria. Por el contrario, el aumento en gasto de defensa rodea el 53%. “Duque decidió seguir con el programa, que no es un hecho menor”, subraya Garzón. Sin embargo, los primeros meses de su Ejecutivo han sumido a las comunidades en la “incertidumbre” debido a que “muchas cosas del PNIS se quedaron congeladas”.

La aproximación a la batalla contra el narcotráfico de los gobiernos del Centro Democrático pasa históricamente por la erradicación forzosa en vez de la voluntaria, a través de la intervención de las Fuerzas Armadas y de la aspersión aérea de glifosato. A pesar de que la Corte Constitucional prohibió el uso de este químico en Colombia en 2017, Duque volvió a poner sobre la mesa este método de erradicación a inicios de su mandato. El efecto real de la aspersión es poco: por ejemplo, eliminar de esta manera unas 800 hectáreas equivaldría a reducir el suministro de cocaína en un 0,004%. La erradicación forzosa a manos del Ejército también presenta inconvenientes, ya que la resiembra de coca es del 35% en los territorios donde se lleva a cabo. Según Garzón, esta opción no genera “un cambio de las condiciones que hicieron que hubiera el cultivo”. En cambio, la resiembra es solo del 0,6% en las zonas donde las comunidades son las que arrancan las matas voluntariamente.

La “expectativa de la fumigación (…) en general juega en contra” del buen funcionamiento del PNIS, ya que las comunidades cocaleras se oponen frontalmente a esta medida, asegura Garzón. El investigador resalta que así “las comunidades ven la llegada de la mano fuerte del Estado”, en unas regiones donde “el Estado tiene una débil presencia” en otros aspectos, lo que impide construir “una relación de legitimidad”.

Otra dificultad que enfrenta la sustitución voluntaria son los mismos grupos armados implicados en el narcotráfico, que se enfrentan a los líderes comunitarios encargados del proceso para evitar la desaparición de los cultivos. En los primeros siete meses de 2018, los homicidios aumentaron en un 40% en los municipios habitados por las familias vinculadas al plan. Además, la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) denunció el asesinato de 36 líderes de erradicación voluntaria entre enero de 2017 y junio de 2018.

Para Johnson, la llegada de Duque al poder “es un poco desalentadora”. El analista prevé “una guerra un poco más intensa” contra los grupos armados que va a dar resultados a nivel de objetivos militares. Sin embargo, agrega que “mientras siga la idea de que, al matar al comandante, el Estado está protegiendo a la población, no vamos a ver mucho progreso, porque lo que se necesita allí es Estado cívico”.

Desde el desarme de las FARC han cambiado los actores, las cifras y los métodos. Pero la conclusión es clara: el narcotráfico en Colombia sigue más vivo que nunca.